miércoles, 30 de abril de 2025

HÉRCULES DE LOS CÁNTABROS

 


En la mitología griega Hércules o Heracles era un dios de gran importancia. Hijo de Zeus-Júpiter y de Alcmena, humana, se trataba de un semidiós que debió morir, abrasado por la túnica de celos de Deyanira, para convertirse en una deidad con todas las de la ley, es decir, para alcanzar la apoteosis.

Este héroe cumplía una función de extrema importancia en la mitología: nada menos que guardar el orden establecido por los dioses. Era todo un caballero andante que vivía mil aventuras en las que restablecía el equilibrio divino frente a seres monstruosos que pretendían aprovecharse de su fuerza sobre los más débiles.

En la mitología germánica, el dios Thor comparte alguna de las características de Hércules, el martillo equivalente a la clava del griego, la lucha contra monstruos, etc. Y, en la mitología céltica de las Islas el referente claro de Hércules es Cuchulain.

No se trata de que los germanos y los celtas estuvieran influenciados por la mitología griega, sino que los tres pueblos partían de un fondo de mitos comunes, mitemas indoeuropeos.

¿Qué dios cumplía la función de protección de los débiles entre los cántabros? No lo sabemos, ni lo sabremos nunca. Pero, sin lugar a dudas existiría, habida cuenta de la raigambre céltica o precéltica del pueblo cántabro, indoeuropea en cualquier caso.

De la escueta, mínima y deslavazada referencia que nos ha llegado sobre la mitología de los cántabros en los tiempos del Segundo Hierro no podemos sacar la más mínima información al respecto.

Pero sí de una vieja epopeya romana, en la que hay referencia a un gigante cántabro. Se trata de La Púnica, de Silio Itálico, en la que se describe a un cántabro que con su hacha bipenne, arrojado como si fuera un tomahawk de indios navajos, hacía notable carnicería entre las filas enemigas. Se llamaba Laro y era un personaje inventado por Silio.

Pero, en Cantábrica nos hemos resistido a utilizar el nombre de tan ilustre personaje literario, salido de la fértil imaginación del colega Silio, y recreado por nuestro entrañable Andy. ¿Por qué? Porque no hay referencias a ningún Laro entre la onomástica Cántabra relacionada por Echegaray en el famoso apéndice de su obra “Los Cántabros”, y todos los personajes de nuestra epopeya han sido sacados de ella y complementados, todo lo más, con los trabajos de Sobremazas.

Sólo se he encontrado un ara votiva, la número 49 del apéndice 3 de “Los Cántabros”: PALARO, padre de Ambado, de los vadinienses. Por lo tanto, tenemos un referente onomástico real, en  cierto modo similar a Laro.

En definitiva, que designamos a este Palaro como el Hércules, como el Cuchulain de los cántabros. Es un personaje imprescindible sin el cual la mitología cántabra quedaría coja, falta de una pieza de relojería en extremo importante.

A lo largo de los viajes de Turo, en el tomo segundo de la obra “Tiempos del Hierro”, el personaje Palaro aparece en no menos de treinta leyendas narradas por el druida viajero, en las que se toman como referentes no pocas de las sagas irlandesas y de las leyendas griegas, remausterizadas, combinadas, asimiladas, enriquecidas y debidamente cantabrizadas, que hemos colgado en la geografía del Solar Cántabro.

Por supuesto, igual que Cuchulain era hijo de Lug y Hércules de Zéus, Palaro será hijo de Lucobos, el dios de dioses del panteón cántabro, según el ara de Peña Amaya.

Esto es la metamitología, la forma que hemos elegido de metapoyesis: la construcción de una mitología posible a partir de los materiales, escasos, de que disponemos.

AVISO... El anterior texto no pertenece a “Cantábrica. La Gran Epopeya del Solar Cántabro”, sino que refunde, comenta y explica en formato divulgativo algunos de sus contenidos.

También se quiere hacer constar que este texto está protegido por DERECHOS DE AUTOR, y que periódicamente, gracias a la IA, hacemos barridos en la Red para detectar plagios. Según la normativa de Facebook, la inserción de un texto o una imagen en esa red social no implica la pérdida de los derechos de autor frente a terceros usuarios. En este caso, la propiedad intelectual está reconocida en el expediente 2024/5095 del RPI-España-UE. (Tazón. Abogados)

lunes, 28 de abril de 2025

EL APAGÓN DE LAS CULTURAS PRERROMANAS

 



Las culturas son como los complejos sistemas industriales de suministro de electricidad. Incluso los más avanzados, los europeos, pueden darnos un susto, reventar en cadena y, a la corta o a la larga, dejarnos a oscuras.

En fin, igual que la luz se va, la cultura que nos sustenta puede desaparecer. ¿Acaso las cinco horas a oscuras de ayer no nos han hecho reflexionar a todos? ¿No se come hoy la oscuridad global la luz de lo particular? ¿No es cierto que en la negrura del globalismo todos los seres son iguales?

Esto ha sucedido muchas veces en la historia: se apagó el mundo grecolatino a manos de los intransigentes cristianos y del desgaste de sus instalaciones y, antes desapareció lo bárbaro a manos de los aprovechados romanos, o quizá también por las carencias de sus servicios de mantenimiento industrial. De esto vamos a tratar hoy.

El primer palo en la rueda de las religiones vecinas lo pusieron los civilizados griegos y romanos al llamar a todos los del norte bárbaros. El concepto del bárbaro peludo, vestido con pieles y habitante de cavernas para evocar a los pueblos de Europa del centro norte y del oeste, ha llegado hasta el presente, pues descendientes somos de los romanos, ¿qué le vamos a hacer?, y ese sustrato aún perdura.

Hoy no hablamos de bárbaros, pero sí de las gentes del Sur, del Tercer Mundo y de las hordas muslines del este. Nuestro complejo de superioridad euro céntrico es similar al concepto grecorromano de ecúmene.  A este respecto es digna de verse la película “Los Cántabros”, de 1980, a la que se refirió recientemente en una conferencia en Los Corrales Lino Mantecón. Se puede encontrar en youtube; es muy graciosa.

El segundo interruptor lo bajaron los romanos invasores con su concepto espejo de las culturas bárbaras, es decir la interpretatio.

Los panteones divinos eran asimilados al panteón romano. Así, si llegaban a un pueblo en el que se adoraba a un dios de la guerra, se decía que este era Marte. Si se trataba de un dios con grandes habilidades manuales, de notable capacidad de comunicación y movilidad, como era el caso de Lug, afirmaban los romanos que adoraban a Mercurio. Es decir, miraban las culturas ajenas a partir de las gafas de la propia.

Eso sí, una vez asimilados e identificados los dioses vecinos, no tenían inconveniente en adorarlos ellos mismos, total, coincidían con los de sus templos. Y, claro, aceptaban que los bárbaros siguieran adorándolos. De esta manera, se permitió a los pueblos de la cordillera Cantábrica conservar sus dioses, y permanecieron los cultos hasta la llegada de los árabes.

Las grandes manifestaciones de la cultura cántabra, las estelas y las aras sepulcrales son posteriores a la guerra del 26 antes de nuestra era, lo que indica no sólo que los pueblos de la cordillera sobrevivieron, sino que mantuvieron sus creencias.

En las lápidas dedicadas a los dioses grababan el nombre indígena del oferente junto al nombre romano del dios, como en el caso de los manes. ¿Cómo llamaban los cántabros a estos dioses familiares? No lo sabemos, incluso es probable que ellos mismos olvidaran pronto sus nombres.

Pero no quedó ahí la cosa, el apagón definitivo de lo bárbaro en general y de lo celta en particular, vino de la mano de los romanos del imperio tardío, que creían en una deidad excluyente.

Estos metieron en un mismo saco a la cultura anterior, la clásica grecorromana de sus propias gentes, y a la que se había dado en llamar bárbara hasta su llegada. Las destruyeron con sistema y saña, englobadas ambas en el concepto de paganismo.

Más de un noventa por ciento de la luz del clasicismo se apagó. La totalidad de las culturas bárbaras desapareció.

Subsistió el paganismo en algunos lugares de Europa, los más alejados, las Islas Británicas. Tardó el cristianismo en absorber este reducto celta por meras razones de lejanía. Sin embargo, las olas civilizadoras y cercenadoras del imperio terminaron por alcanzar aquellas costas.

Los misioneros y los monjes penetraron en los territorios vírgenes de Irlanda y de Gales y, quizá con el apoyo de druidas reciclados, terminaron por someter a los celtas.

Pero la cultura de estos subsistió camuflada en bellas sagas narrativas altomedievales, recogidas por los mismos cristianos y, por supuesto, nunca contradictorias con la doctrina. Deslavazadas y todo, en ellas se aprecian elementos antiquísimos, de los tiempos del esplendor céltico.

¿Qué quedó en Cantabria y en la Cornisa de la cultura celta original, o celtizada? El nombre de algunos dioses y, en ocasiones ni eso.

¿Se podría restaurar con tan pocos restos el suministro cultural del sistema religioso de los tiempos del Segundo Hierro? No desde el punto de vista científico, los arqueólogos y los historiadores lo tienen claro. Sí, desde el punto de vista literario, pues es posible crear, o recrear la mitología a partir de la epopeya, como siempre se ha hecho entre nosotros. De ahí el empeño de «Cantábrica».

Se trataría de buscar las conexiones electrónicas perdidas de manera que, aunque sea por un instante, durante el modesto tiempo que dura la lectura, se pueda iluminar el pasado que fue y que, de alguna forma, en su correspondiente estrato, aún perdura en las partes más profundas de nuestro encéfalo cultural.


AVISO... El anterior texto no pertenece a “Cantábrica. La Gran Epopeya del Solar Cántabro”, sino que refunde, comenta y explica en formato divulgativo algunos de sus contenidos.

También se quiere hacer constar que este texto está protegido por DERECHOS DE AUTOR, y que periódicamente, gracias a la IA, hacemos barridos en la Red para detectar plagios. Según la normativa de Facebook, la inserción de un texto o una imagen en esa red social no implica la pérdida de los derechos de autor frente a terceros usuarios. En este caso, la propiedad intelectual está reconocida en el expediente 2024/5095 del RPI-España-UE. (Tazón. Abogados)


domingo, 27 de abril de 2025

ENTRE TOLKIEN Y LOS CLÁSICOS

 


¿Quién no conoce a Tolkien? Fue el fundador del subgénero literario de la METAPOYESIS o Metapoeia, consistente en la creación de toda una mitología completa y cerrada, interconectada y autosuficiente en el ámbito de la ficción.

Tras él vinieron muchos imitadores, aunque pocos repitieron su hazaña, la creación de toda una mitología, sino que se limitaron a forjar elementos sueltos de mundos ficticios. Surgió así la literatura fantástica, otro subgénero moderno nacido de Tolkien, digno sucesor de los libros de caballerías.

Por lo tanto, tenemos dos frutos de la fecunda vida de Tolkien: la literatura metapoyética y la literatura fantástica. La primera muy poco desarrollada en sentido global, como hizo el maestro; la segunda, prolija en extremo, dado su carácter mercantil como obra de mero entretenimiento.

¿Por qué crea Tolkien el eje de su mitología, el «Silmarilion»? Esta obra, publicada después de su muerte, de lectura ciertamente compleja, no era mercantil. Sí lo era, sin embargo «El Señor de los Anillos» y, tras el éxito de esta novela, ya decimos que tras la muerte del autor, desfiló por los escaparates el «Silmarilión», su obra amada, el gran referente de la compleja construcción mitológica tolkeniana.

Con ella pretendía regalar a Inglaterra un libro legendario, como ya existía en Gales (el Mabinogión) y en Irlanda (El Lebar Gabala) pero, a diferencia del origen medieval de estos libros, compilaciones de leyendas celtas, el «Silmarilión», era una obra contemporánea, nacida de la Fantástica.

Para la construcción de su mundo mitológico, al que dotó incluso de un idioma específico, Tolkien se basó, en líneas generales, en la mitología germánica y céltica. Pero no tomó parte alguna de estas mitologías, sino que desarrolló un mundo por completo nuevo, fantástico. Incluso hacía gala de imitar a Dios —era profundamente religioso—, se consideraba todo un demiurgo.

¿Inventó Tolkien un novedoso método de trabajo, algo que no estuviera ya en la literatura grecolatina? No, porque, en realidad, toda mitología, especialmente la clásica, la de Grecia y Roma, se ha nutrido siempre, o incluso ha sido creada desde la literatura. Las epopeyas clásicas fueron las primeras obras metapoyéticas, generadoras, paridoras de mitología a partir de ligeros gérmenes narrativos populares.

Así, la Eneida de Virgilio, creó un mundo fantástico para Roma, gracias al cual el imperio pudo codearse por fin literariamente con los sometidos griegos, pero lo creó a partir de la Iliada y de la obra de Ennio, un oscuro autor de los primeros años de la República, que recogió, se supone, no se sabe, no queda nada claro, dicen, cuentan, alguna posible leyenda anterior, de cuya existencia no tenemos fuentes fiables de conocimiento. Es decir que Virgilio fue el autor metapoyético por excelencia.

Otra epopeya clásica —que citamos por su conexión como referente literario de los cántabros— fue «La Púnica» de Silio Itálico. En ella se recrean en un ambiente mítico las guerras entre romanos y cartagineses, especialmente la segunda, y crea incluso personajes literarios que nos son tan cercanos, como Laro el Cántabro, pero a partir de algo concreto, de un elemento histórico contante y sonante, nada menos que la compilación de Tito Livio, escrita casi doscientos años antes. No crea su mundo fantástico, literario, a partir de la nada, sino a partir de la historia, a partir de «Ab Urbe Condita», a la que sigue fielmente en lo tocante a hechos y pautas temporales, sobre los que monta su ficción.

Lo cierto es que Tolkien crea a partir de muy ligeras bases mitológicas todo un universo completo y cerrado. Mientras que la epopeya clásica construye mundos también completos, cerrados y fantásticos, a partir de elementos preexistentes.

Tolkien presenta su obra como ficticia, como literaria, mientras que los clásicos presentan las suyas como reales, como mitologías puras.

El inglés no precisa andamios sobre los que montar sus esquemas narrativos, el narrador es por completo libre, todo un fabricante del cosmos. No precisa lo real, le basta con la idea. Los clásicos, sin embargo, tienen pautas que seguir y a las que adaptarse, como Virgilio con la Iliada.

Pues bien, «Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar Cántabro» sigue un camino intermedio.

También es una obra global, completa y cerrada como lo fue la de Tolkien o las epopeyas clásicas. Sigue el ejemplo de aquel en el reconocimiento de que lo que se crea corresponde al estatuto de la ficción. Los clásicos, por el contrario, pretendían hacer pasar su creación por continuación de las leyendas en las que se basa. Era propio de la antigüedad confundir la ficción con lo real y, por lo que se ve, muchas personas en la actualidad tienen dificultades para distinguir ambos niveles operativos.

Sin embargo, en «Cantábrica» se sigue a la epopeya clásica en que no parte de la nada, como en el caso del autor anglosajón, sino que es tributaria de una estructura. Es decir, «Cantábrica» es ficción, pero tiene una base histórica y arqueológica a la que sujetarse: está enraizada en la tierra, en lo real.

Como no consta que se haya presentado a algún público una obra similar a «Cantábrica», donde se crea toda una mitología completa, cerrada y circular, la publicación tiene cierto carácter pedagógico, e indica el camino a seguir para crear mitología por medio de la literatura.

De ahí que comience con todo un tratado, un ensayo divulgativo sobre los elementos históricos y arqueológicos en los que se funda.

Por eso, su primer tomo se llama «Céltica Cántabra», en donde se puede rastrear el cómo y el porqué de esa obra.

Esa es la causa por la que está compuesta a partir de elementos agregados: un ensayo, una larga novela itinerante, una novela intimista centrada en las Guerras Cántabras y unas Metamorfosis Cántabras, narradas al estilo de Ovidio, en las que se termina con la historia minuciosa de los dioses, sus interrelaciones, su ascendencia, su descendencia, sus enfrentamientos, la creación del mundo y las predicciones sobre su destrucción.

Por eso creemos que «Cantábrica» es una obra completa, circular y cerrada sobre mitología cántabra, aunque fabricada sobre datos tomados de la historia y de la arqueología y tratados en la alquitara de la Ficción.

Que se sepa, nunca se ha hecho nada parecido, ni en lo tocante a la forma, ni en lo tocante al fondo. ¿Es esto presunción? No, posiblemente sea estupidez. Abundantes dudas tiene su autor, ¿no ha de tenerlas el público? En cualquier caso, en «Cantábrica» se recrea, como en toda epopeya, la figura del héroe como seña distintiva del género. Algo que es ir contra corriente, pues en el posmodernismo, el antihéroe es el protagonista literario por excelencia.

¡Qué difícil nadar a contrapelo de la marea! ¡Que se lo digan a las gentes de Santander! Pero, en fin, me consta que «Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar Cántabro» ya se ha calzado las espuelas y pronto estará bajo el flexo del lector.


miércoles, 23 de abril de 2025

¿ MITOLOGÍA CÁNTABRA INFANTILIZADA? ¡NO, GRACIAS!

 

 

Existen sucesos aparentemente independientes que, sin embargo, están conectados de alguna manera. A esta conectividad Jung llamó sincronicidad. Dicho a lo llano: nada sucede por casualidad.

Así, mañana a estas horas nos encontraremos reunidos en ADIC varios escritores para hablar de mitología cántabra en su relación con la mitología europea. El tema es curioso, interesante, lo que se quiera, pero ni es casual que se celebre el acto en ADIC, ni lo es el tema, ni mucho menos el significado del encuentro. Nada sucede por casualidad, ya lo hemos dicho.

La importancia del acto de mañana radica en la capitalidad que desde los comienzos tuvo ADIC en la construcción de la IDENTIDAD CÁNTABRA, e inevitablemente conectado al anterior hecho incontestable, la importancia que tiene la MITOLOGÍA de cara a dicha identidad.

Pero, antes de seguir, definamos IDENTIDAD para que no haya equívocos. Identidad es la búsqueda de lo que nos hace especiales, peculiares, diferentes, una actividad altamente racional en un mundo de irracional globalización.

La globalización es como la bola de plastilina manoseada por el niño en la escuela, que termina siendo un mazacote gris, pese a que en principio eran varias las barritas coloridas con las que jugaba. La búsqueda de la identidad trata de restaurar los colores originarios, los que han pintado las existencias de nuestros mayores.

Identidad no es amor a la patria excluyente que tiene vida propia, sino amor al lugar pequeño, chiquito en que nacieron nuestras madres, nuestros padres, nuestra matria, nuestra patria. Un lugar incluso diminuto como nido de golondrina, pero eso sí, vivo, no una patria existente desde el principio de los tiempos a la que hay que llegar dando codazos a las patrias de los demás, no una patria con personalidad propia, exigente, superestructural, milenaria a reconquistar, en cuyo regazo encontraremos el paraíso perdido y la felicidad. En fin, un cuento chino en el que cada uno es libre de creer si le viene en gana.

Hablando en plata: el que quiera bailar sevillanas en la plaza del Ayuntamiento de Santander, que lo haga y sea feliz, ellos sabrán dónde nacieron su madre y su padre, dónde están enterrados sus antepasados, quizá envueltos entre pliegues rojigualdas de águilas preconstitucionales, no sé, es un decir y que nadie se ofenda. ¿Patrias imperiales?, ¿patrias discordantes y excluyentes?, ¿milenarismos sagrados?, ¿patrias con derecho a exigir hasta la vida? Métanselas ustedes por entre los pliegues del periné, dicho sea con los debidos respetos y sin ánimo de ofender.

Como digo, porque soy viejo y recuerdo, antes de 1975 el concepto de Cantabria era un páramo, pero también el concepto de La Montaña, que nadie se deslice por ahí. La Montaña era un vestido tradicional ideado por Falange y las canciones de Navidad: ¡Venga, vamos a echar unas montañesucas!, decíamos todos en Nochebuena. Esto era la Provincia de Santander, y punto. Pero no nos equivoquemos, si nuestra comunidad autónoma se hubiera llamado La Montaña, enfrente estarían ahora los mismos que bailan hoy sevillanas en lugar de bailar jotas montañesas.

La idea de Cantabria estaba reducida a muy poco y, por supuesto, ni existían los ojáncanos, ni las anjanucas, ni los trasgos. Por eso el cantabrismo surgió como un concepto defendido por ADIC frente a los castellanistas de ACECA, Asociación de Cantabria en Castilla.

Luego vino Isidro Cicero con su Vindio y de él se nutrieron los espíritus de dos generaciones: los padres de entonces que éramos jovencísimos, y los pequeñuelos del Baby Boom. Fue todo un éxito  porque reunía los dos elementos que hacen a una obra literaria única: un fondo y una forma por completo originales. El fondo era el tratamiento pedagógico de unos mitos ya recreados por los poetas y los estudiosos. La forma, una hilazón argumental gracias a la cual el personaje de Vindio, narrador, cobraba vida, se hacía más próximo.

Y, como sucede siempre tras la genialidad, llegaron los epígonos, los kitsch, los imitadores, y nació una legión de álbumes ilustrados, con profusión de imágenes multicolores que dejaron ojancanitos, anjanucas, trasgos y tentirujines por todos los rincones de las librerías cántabras. Esta mitología infantil pronto cobró carta de naturaleza y se desvirtuó su vinculación con la identidad cántabra.

Como la mitología quedó reducida a meros personajillos del bosque, se favorecieron las posturas proclives al olvido. Y surgieron tenidas sevillanas en la plaza del Ayuntamiento de Santander, eran inevitables, promovidas por los mismos que unificaron tras la dictadura los trajes típicos de todas las comarcas de Cantabria-La Montaña en uno solo, promovidas por los minimizadores de lo cántabro.

Esos falangistas ahora se atreven a decir que ellos potencian lo montañés frente a lo cántabro. Por sus bocas habla la ignorancia nacida del olvido en que se ha convertido este Macondo que llamamos Cantabria. Pero, tal actitud es natural en ellos, ya lo dijo el Evangelio: nunca regaléis a los cerdos la comida guardada para los hijos. Quiero decir que aquellos que desde el cantabrismo oponen el término Cantabria al de La Montaña tienen su parte de culpa porque nuestra identidad es una mesa con dos cabeceras a reivindicar, iguales, paritarias y de extrema nobleza ambas: Cantabria y La Montaña. ¿Regalar a los que se arrancan por seguidillas el sagrado nombre de La Montaña? Una pésima opción. Pero, ya me estoy yendo por las ramas.

En fin, mañana estarán sentados a la misma mesa, en ADIC, varios escritores peculiares .

Uno de ellos, Juan Carlos Cabria, fue el autor de “Dioses, héroes, mitos y leyendas de Cantabria”, ensayo divulgativo en el que se introdujeron, por primera vez, referencias expresas a los dioses cántabros. Además, nos consta que este autor está trabajando en una inminente publicación en la que se profundizará en el tema de la mitología cántabra en relación con la matriz indoeuropea.

También estará Marcos Pereda, que en una publicación relativamente reciente, “Cantabria, tierra de leyendas”, dio voz lírica, por primera vez, a los dioses cántabros: “El nombre de la Diosa, cuentan, solo se puede susurrar. Nunca en voz alta, porque las cosas que necesitan gritos son las menos importantes. El nombre de la Diosa se murmura, el nombre de la Diosa se paladea, así como si quemase, como si pudiese matar”. Eso dice este autor, ¿puede expresarse con mejor vis poética el amor por lo propio?

Y también estará el cura que escribe (cura en sentido figurado, claro), que desde hace tiempo viene anunciando una obra mitopoyética, completa y omnicomprensiva de la mitología de Cantabria, con enfoque épico: “Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar Cántabro”, una obra grande, sin duda, nada menos que tres tomazos. Él siempre dice que le importa un bledo la extensión, que quienes no deseen leer, que le den al pulgar y a la pantallita, sube que sube, baja que baja, pero que luego no se pongan la toga de críticos literarios.

Por supuesto, será coordinador del encuentro alguien muy importante en la recuperación de las tradiciones, el editor de Etnocant Antonio Gutiérrez Rivas, pues estas gentes que hacen trabajo de campo, raras aves que nadan muchas veces contra corriente, son imprescindibles, la trébede en la que se prepara el cocido montañés de la identidad.

En fin, un acto que no es casual: ¡Adic por una parte, cuatro autores que hablan de Mitología con mayúsculas, por otra!

Es muy probable que, por fin, los dioses cántabros pronto resuciten y vengan a ayudar a elevar la moral de un pueblo que, como decía Tiberio de los paniaguados y lerdos senadores de Roma: “está predispuesto, preparado, condicionado y resignado a la esclavitud”.

Sin duda no le vendrá mal a Cantabria-La Montaña esta penicilina mitológica contra la pandemia de conformismo que nos ha invadido, bacteria liberada del laboratorio propiedad de quienes no desean ciudadanos, sino consumidores acríticos e incultos.

AVISO... El anterior texto no pertenece a “Cantábrica. La Gran Epopeya del Solar Cántabro”, sino que refunde, comenta y explica en formato divulgativo algunos de sus contenidos.

También se quiere hacer constar que este texto está protegido por DERECHOS DE AUTOR, y que periódicamente, gracias a la IA, hacemos barridos en la Red para detectar plagios. Según la normativa de Facebook, la inserción de un texto o una imagen en esa red social no implica la pérdida de los derechos de autor frente a terceros usuarios. En este caso, la propiedad intelectual está reconocida en el expediente 2024/5095 del RPI-España-UE. (Tazón. Abogados)


martes, 22 de abril de 2025

¿DRUIDAS CELTÍBEROS, CÁNTABROS O ASTURES?

 


 

El primero de los nuestros que dejó referencia escrita sobre los druidas fue Julio César en su memorable obra De Bello Gallico. Le sorprendieron porque parecían gentes raritas esos señores del roble.

Eran sacerdotes con gran poder entre los galos, constituidos en una especie de iglesia altamente jerarquizada y con especial amor por el oscurantismo. Sus enseñanzas no eran rastreables, pues nunca las transcribían al entender que la escritura perjudicaba la memoria, y no contaban todo lo que sabían sino a sus discípulos; al pueblo lo justo y recortado, por si acaso.

Además, conocían el griego, pues pese a su animadversión a los textos escritos, cuando tomaban la pluma usaban ese idioma, el inglés de la época. Y, claro, quienes conocen una lengua, sin duda están al corriente también de la cultura que lo acompaña como la concha al caracol. Vamos, que no sólo sabrían griego, sino que conocerían la obra del mismísimo Homero.

En definitiva, estos druidas eran chamanes indoeuropeos evolucionados, cultivados y, seguramente, dueños de grandes arcas repletas de conocimiento. Todo esto le llamó grandemente la atención a César.

Las notas recogidas por Julio eran referidas a Las Galias, pero nos consta de la existencia de estos druidas en las Islas, en Inglaterra y en Irlanda porque fueron perseguidos hasta esos rincones del mundo. Otro emperador se encargó de ello, Claudio, el magnífico cojo y tartamudo tan bien moldeado por Graves. Acorraló y exterminó a los rebeldes en la isla de Man, donde se refugiaran.

A los romanos les molestaban muchas cosas de los druidas: primero su enorme poder sobre la población, pero también su comportamiento un tanto insolente.

Cuentan que estos sacerdotes tenían gran sabiduría y labia, y que se valían de artefactos mágicos para convencer, como por ejemplo las llamadas piedras de serpiente, según nos relata Lucano. Eran estas una especie de frutos de textura recia en los que se agazapaban mil serpientes, piezas que convertidas en artilugios por procedimientos mágicos, tenían la virtud de que quien los llevara en la mano mientras hablaba, resultase todo un campeón de la oratoria y podría manejar a su antojo a todo un tribunal o a cualquier auditorio.

Un día descubrieron que un druida estaba dejando embobados a los jueces de un pleito en el que era parte y le sacaron de debajo del sagum la mano, en la que escondía uno de esos huevos. Claudio ordenó su ejecución. Ahí se inició la persecución a los druidas.

Yo no sé si será lo mismo, pero en una ocasión vi un extraño fruto colgado de un roble en mi casa. No daba crédito a lo que veía —ya se sabe lo aficionado que soy a las manzanas y a la sidra— porque aquello era una manzana de mediano tamaño nacida de un roble. Lo estudié, lo investigué y me enteré de que esos frutos de roble resultaban ser meros nidos de avispitas diminutas que apelotonadas viven apeguñadas en ellos en la fase de larva, y sí, ciertamente parecen manzanas. Se llaman quejigos.

Digresiones aparte, de la doctrina druídica, no nos queda más que una frase transmitida por Diógenes Laercio, en la que se concentra el ideal de vida de los druidas: “Adorar a los dioses, no hacer nada indigno y ejercitar el valor”. Cuánto debían de saber los tíos y cómo se llevaron sus secretos a la tumba... ¡Le manda!

Pero, ya aquí, de vuelta a esta tierra de garbanzos, cabe hacernos una malévola pregunta, ¿hubo en alguna ocasión druidas entre los celtíberos? Y por extensión, cabe preguntarse: ¿hubo druidas entre los cántabros y los astures y entre los pueblos circundantes, habida cuenta de su cultura celta o celtizada? No se han encontrado restos documentados parece ser la respuesta. ¿Eso quiere decir que no los hubo? No, sólo que no se han hallado  aún, que es muy diferente. Porque la tierra escupe poco a poco sus digestiones históricas y la arqueología hace lo que puede, nunca milagros, aunque a veces algunos descubrimientos lo parezcan, como los de la Espina del Gállego y de La Loma.

Se tiene, sin embargo, la sospecha de que algo parecido a druidas tuvo que haber. Por ejemplo, en Peñalva de Villastar, en una esquina de la Celtiberia, existió un santuario dedicado al dios Lug que debían de gestionar sacerdotes, quizá una familia concreta de ellos, los Turos, ¿no suena la relación de este nombre con Teruel? Turo viene a significar fuerte, de dura corteza, recio, poderoso... ¿como el roble?

También hay algún santuario lusitano que, seguramente, estaría regentado por una casta sacerdotal, como el de San Miguel de la Mota, dedicado al dios Endivélico, donde se atendía a los enfermos y a los que allí acudían en busca de oráculos.

Por último, se tiene el ejemplo del jefe celta Olíndico, propagandista y organizador del levantamiento de los celtíberos contra Roma, que recorría los castros predicando algo parecido a una guerra santa frente el imperio y que se sacrificó, al estilo druida, entrando sólo en un campamento romano para ejecutar a su comandante, señal generalizada para el levantamiento.

Sobre este asunto es aconsejable la lectura de Eduardo Peralta (los Cántabros antes de Roma, páginas 252-253), la de Carlos Jordán (El topónimo Teruel) y la de Francisco Beltrán (Epigrafía de Peñalva de Villastar), a los que este humilde divulgador y poeta épico sigue como mejor puede y sabe.

En definitiva, que algo habría, un chamán en cada pueblo por lo menos, y que estos estuvieran organizados bien podría ser, y que tras ellos existiera un colegio familiar, el de los Turos por ejemplo, pues también, y que constituirían el núcleo ideológico de la resistencia contra Roma, más que probable.

De lo que no cabe duda es del papel que muchos de estos sacerdotes del roble desempeñaron en la transmisión de las leyendas de los últimos pueblos célticos, los irlandeses y los galeses, las cuales fueron compiladas —trabajo meritorio y digno de agradecer—, además de modificadas, trafulcadas y hechas cuadrar a martillazos con la Biblia por monjes cristianos que, según Arbois de Jubainville eran druidas reciclados en brazos del cristianismo: la rosa y la espina, la luz y la sombra, la preservación de las leyendas y, al tiempo, la aculturación. ¡Qué le vamos a hacer!

En Cantábrica se habla de druidas, pues el término es altamente literario, conocido por cualquier lector y suficientemente significativo de la imagen de estos sacerdotes celtibéricos. Además, el protagonista del segundo tomo es Turo, un druida itinerante que al estilo de Olíndico, recorre los castros —todos los que en la actualidad se han excavado, de ahí las más de quinientas páginas del segundo tomo de Cantábrica—, y los recorre, digo, durante los años inmediatamente anteriores a las Guerras Cántabras para predicar la necesaria unidad frente al portentoso enemigo que se les echaba encima, para contar historias y para sanar a los enfermos.

         En fin, esto es todo por hoy, buena gente del Solar Cántabro sedienta de mitología.


AVISO... El anterior texto no pertenece a “Cantábrica. La Gran Epopeya del Solar Cántabro”, sino que refunde, comenta y explica en formato divulgativo algunos de sus contenidos.

También se quiere hacer constar que este texto está protegido por DERECHOS DE AUTOR, y que periódicamente, gracias a la IA, hacemos barridos en la Red para detectar plagios. Según la normativa de Facebook, la inserción de un texto o una imagen en esa red social no implica la pérdida de los derechos de autor frente a terceros usuarios. En este caso, la propiedad intelectual está reconocida en el expediente 2024/5095 del RPI-España-UE. (Tazón. Abogados)

 


lunes, 21 de abril de 2025

LA TRINIDAD CÉLTICA

 


Ya cuando estudiaba para cura, allá en mi lejana pubertad, hacia 1967, y lo pasaba pipa traduciendo al Tito Livio de los florilegios escolares (hay que ser bobo), eso de la Santísima Trinidad me rechinaba.

Ahora sé que es un mito copiado con profusión de tinta, aureolas y misticismos teológicos —que dieron lugar, y lo dan, a ríos de tinta eclesiástica y doctoral— que fue copiado, digo, de la mitología griega y que tuvo excelente acogida en los territorios germánicos y célticos, integrados en los albores de la edad media en la ecúmene cultural romana, gracias a la querencia hacia esa institución de los pueblos llamados bárbaros, en especial de los celtas, los más romanizados de todos... Salvo excepciones —ya lo sé, ya lo sé— como el Solar Cántabro y el Solar Astur.

         En efecto, en la teogonía hesiódica se detectan hasta quince tríadas diferentes de dioses: Hades, Poseidón y Zéus, Hestia, Hera y Deméter, grayas, harpías, erinias, hespérides, etc. Hasta la misma Hécate es una diosa de tres caras. Y esto a los griegos les vino dado de las religiones del Creciente Fértil, de las que tomaron las bases para su espiritualidad. Es decir, que el concepto de la Tríada divina era conocido y manoseado por las gentes religiosas desde tiempo inmemorial. El que luego los romanos cristianos le dieran el nombre de Trinidad para referirse a su divinidad, o a sus divinidades, es ya una cuestión terminológica y de oportunidad.

         El paralelismo del mito cristiano de la Trinidad y el griego es pasmoso. En la mitología griega, Caos es el principio original, Gea el principio material y Eros el principio unificador. En la cristiana el principio básico es el Dios Padre, el material es el Hijo y el unificador el Espíritu Santo.

         En la concepción celta de la divinidad, las tríadas también están a la orden del día. Serían múltiples, es decir que afectarían a muchos dioses y diosas que se nos presentarían siempre en forma tridimensional de patres y matres: Un dios providente (función legislativa), un dios guerrero que viene a traer la paz y no la guerra (función guerrera) y un dios providente, unificador y cohesionador (función nutricia y provisoria). La personificación y concreción de estos dioses era muy variopinta. Tenían tríadas para todo, hasta el punto de que no queda aún claro si los celtas eran monoteístas camuflados en politeísmo o no. ¿Eran tres dioses, pero, en realidad, uno solo? ¿Era un solo dios pero, en realidad, dividido en tres y en múltiples tríadas? Esto no está claro, pero fácilmente se entiende que la doctrina cristiana de la Trinidad se abriera paso en tierras celtas como el cuchillo en la manteca, en especial cuando los druidas se convirtieron en monjes, allá por los siglos IX a XI a más tardar, las sagas fueron transformadas en cánticos adaptados a la Biblia y los poderosos dioses celtas en meros duendes de los bosques.

Es curioso en este sentido cómo la corriente herética cristiana del Priscilianismo supuso un punto intermedio entre el celtismo y el cristianismo, pues para ellos la Trinidad estaba compuesta por el Padre, claro, el Espíritu Santo, por supuesto, y el Hijo —aquí radicaba la gran diferencia—, que era la tierra misma, lo consistente, lo palpable, lo que establece el contacto entre la divinidad y el hombre, la génesis de un cuerpo místico en el que todo se integra. Este Cristo Cósmico equivaldría a la Gea griega y por eso lo adoraban los seguidores del hereje gallego —que dicen está enterrado en Santiago en lugar del otro, del inventado jinete matamoros— lo adoraban, decimos, en los bosques, en los viejos németom sagrados, e iban con los pies descalzos para  mejor entrar en contacto con la tierra, su madre, su padre.

Este Prisciliano fue el primer hereje decapitado. Propugnaba una regeneración de la Iglesia, dominada por obispos que, precisamente durante las persecuciones, habían renunciado a la religión verdadera y jurado fidelidad al emperador (Itacio, Hidacio, Higinio), readmitidos al redil tras el arrepentimiento, pues repudiaron de nuevo a los falsos dioses y aseguraron que si abjuraron de Cristo en su momento lo hicieron para evitar males mayores y con los dedos cruzaditos bajo la toga o con una reliquia escondida en la mano. Pues bien, luego de perdonados se apropiaron del poder eclesiástico y, claro, los que resistieron las persecuciones se sintieron ofendidos y generaron grandes movimientos heréticos que, en realidad, eran reacciones de pureza evangélica frente al cesaropapismo imperante. Con respecto a Prisciliano, hasta el mismo Marcelino Menéndez Pelayo, en su gran cuaderno de fichas heréticas, los Heterodoxos Españoles, cambió de opinión y lo consideró católico entre los católicos cuando aparecieron algunos de sus escritos  a finales del siglo XIX.

         Si unimos este concepto de la Trinidad a la pervivencia de la Cruz de Lug en el mundo celta como importante símbolo, tenemos la clave de la fácil entrada de los misioneros cristianos en tierras célticas de toda Europa... Claro, claro, en Cantabria no entrarían hasta la Reconquista, ya sé...

         También, como hemos dicho, jugaron importante papel los druidas chaqueteros y ocultistas que se pasaron al cristianismo y reciclaron las leyendas celtas, sobre todo en Irlanda y Gales, pero esto es otra historia, quizá la de mañana. A lo mejor también les hablo de quiénes componen las tríadas célticas en “Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar Cántabro”

         Por cierto, que nadie se enfade porque llame mitología a las creencias cristianas, de verdad, no se dice con mala intención, sino con la más pura inocencia de quienes, racionales al cabo, no somos conscientes de haber cometido ningún pecado original y, en consecuencia, repudiamos toda forma de religión, filosofía o incluso ideología, porque cada uno hace de su capa un sayo, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Amén.


LA INVENCIÓN DE LA MITOLOGÍA ROMANA

 


 Sostengo, frente a quienes creen que el MITO es la base de la MITOLOGÍA y que la principal fuente de esta es la LITERATURA. Es decir, el trabajo METAPOYÉTICO, la creación literaria de la leyenda, eje en el que se mueve CANTÁBRICA. Y, para ejemplo entre los ejemplos, el de la mitología romana.

Todos sabemos que LA ENEIDA, junto con la Iliada y la Odisea, es la tercera pata de las epopeyas que marcaron la conciencia mitológica de nuestra cultura durante algún que otro milenio. La Eneida, además, está escrita en LATÍN, lo que la hace más cercana aún a nosotros pues, pese a quien pese, con perdón y mejorando lo presente, casi de rodillas lo digo, somos herederos de los romanos y el latín es nuestro idioma padre y madre —incluso padre también del llamado cántabru y del asturianu—, en fin, que nadie es perfecto.

Pero, ¿quién, por qué y cómo se escribió la Eneida? La parió el gran Virgilio, casi un santo pagano, por orden de Augusto. Este rabiaba porque los griegos, tan inferiores al no tener para los romanos ni media bofetada, pueblo de esclavos, contaban con una mitología que quitaba el hipo y los romanos, aunque imitaban cuanto podían, no les llegaban a la altura del coturno. Total, que le dijo Augusto a Virgilio que...

Asistamos, mejor, a su conversación en vivo y en directo:

Oye, Publio, dice Augusto, ¿serías capaz de escribir una epopeya que vinculara a mi familia con la divinidad? No te entiendo, dice el otro. Sí, hombre, quiero decir que vendría bien que nos hicieras descender de Venus por ejemplo. Publio Virgilio contesta que sin problemas, y pregunta si tiene alguna idea más concreta, alguna instrucción que darle, algún hilo del que tirar. Pues sí, responde Augusto, mira, ¿te acuerdas de cuando Julio César sacó las efigies de Mario, el enemigo de Sila, en la primera guerra civil? Claro, no había nacido pero oí hablar mucho de aquello, es ya un mito. Pues mira, Publio, dice el emperador, mi papá adoptivo en aquel memorable discurso funerario sostuvo que los Julios éramos descendientes de Venus y de Anquises. Ya sé por dónde vas, gran Octaviano, se refería al desliz de la diosa del amor con ese mortal, Anquises, al que su hijo Eneas se echó al hombro cuando huían de Troya. Veo que lo pillas, me encantaría una buena obra, pero buena buena, vamos que no se sonrojara ante la Iliada, ¿serías capaz? Por supuesto, señor, contesta el lince de Publio, y te haré descender de Eneas, de Anquises y de Venus, y además, de los troyanos y de Príamo porque sí que me acuerdo sí, Homero y Hesíodo hablan del tal Anquises, pero... Y aquí duda un poco el gran literato, casi santo pagano, pero nada dicen de que viniera después al Lacio para fundar Roma. Bueno, responde misterioso Augusto mientras ordena que le rellenen la copa al poeta con el excelente vino de Palermo usado días antes para agasajar a los embajadores de Partia, creo que Ennio escribió algo sobre ese asunto. ¿Quinto Ennio?, pero hombre, si era pésimo poeta y, además vivió hace casi doscientos cincuenta años... Mira, Publio, si vivió hace tanto tiempo mejor, y si era malo mejor que mejor, porque tú vives hoy y eres pero que muy buen poeta... Visto así... No lo dudes, buen Virgilio, verás, hace poco tuve en mis manos una obra suya... ¿No serán los Anales? La misma. Pues creí que se había perdido, dice el poeta. No del todo, mira, un ejemplar lo tenía mi papá Julio César y de ahí sacó eso de que era descendiente de Venus. A ver, Augusto, corta Publio, ¿me estás diciendo que copie a Ennio? Pues sí, querido amigo, porque te voy a decir la verdad tal y como yo la veo, y es que no he conseguido saber si ese escritorzuelo se inventó lo de Eneas, su hijo Ascanio y su padre Anquises, y por supuesto lo de la liada con la inmortal Venus, o lo recogió de alguna leyenda perdida que corriera en boca del pueblo, no lo sé, pero sí me consta que entre la porquería que escribió había alguna que otra joya, al menos para mí y para la propaganda que precisa mi familia y, de rebote, mi política de endiosamiento, ¿me entiendes? Publio Virgilio queda pensativo, saborea el excelente palermo que abriera Augusto el día anterior para agasajar a los partos, creo que ya se ha dicho, y tras un silencio algo embarazoso responde: ¿Sabes lo que pienso, Octaviano, Augusto, padre de la Patria? ¿Qué, dime, dime...? Que recogeré el oro que se esconde entre el estiércol de Ennio y que escribiré para tu familia una obra memorable. ¡Bravo! ¡Gracias!, no esperaba menos de ti Publio Virgilio, pero dime, ¿podrías darle el título de La Eneida? Eso está hecho, César, tus sugerencias son órdenes. ¿Y hablarás en ella de Rómulo y Remo, y vincularás a estos con Eneas? Hombre, Augusto, eso es más difícil porque entre estos, el final de la guerra troyana y Eneas, pues no sé, hay un gran vacío, ¿no?, las fechas como que no cuadran... ¡Ay, poeta, poeta!, dice Augusto y golpea cariñoso el hombro de Publio, seguro que te las apañarás para atar unas cuantas hilachas. Al menos lo intentaré. Pues sí, gran poeta, porque te diré que son las costumbres y los héroes de antaño los que hacen la grandeza de Roma. ¡Gran frase! Pues mira, Publio, eso lo dijo Ennio, responde Augusto para sorprender a su interlocutor y cambia de tema: Por cierto, ¿qué tal está el vino? Bueno, no digamos que digamos, pero tampoco digamos que no digamos. Me encanta la ambigüedad en los literatos, Publio, ¡qué buen comentario, tú sí que sabes!... ¡A tu salud y a tus pies, padre Augusto, sólo tú eres digno de pisar mi sombra! ¡Grande, Publio Virgilio, eres grande!

         Y se baja el telón. Se admiten aplausos.

 


domingo, 20 de abril de 2025

CONTRAPORTADA

 


Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar Cántabro» es una epopeya en prosa. En ella se reconstruye la mitología cántabra anterior a la invasión romana en formato literario, a partir de la comparación de mitos, restos arqueológicos y referencias de las fuentes sobre el marco religioso previo a la invasión romana.
Saca de su letargo a los dioses que han dejado rastro en las aras sepulcrales y votivas, da vida a restos mitológicos fosilizados en el folclore, e invoca a seres feéricos cuya voz puede aún escucharse en el silencio del németon sagrado. Se ofrece al lector un mundo mitológico completo, compacto y redondo del pueblo asentado en el Solar Cántabro durante la Edad del Hierro, repartido hoy en varias comunidades autónomas.
Encuadrada en el subgénero de la metapoyesis tolkeniana, «Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar Cántabro» pretende ir mucho más allá de una mitología para mero consumo infantil. Busca ser un referente de dignidad, una vitamina para el espíritu libre de quienes aman a su tierra.
Consta la obra de varias piezas interconectadas. La primera, «Céltica Cántabra» (Tomo 1) da cuenta, con criterios técnicos, del porqué de cada inserción divina en la asamblea de los dioses. La segunda , «Los tiempos del Hierro» (Tomo 2), es un recorrido por setenta y un castros estudiados por la arqueología, recreados justo en el instante anterior al conflicto con Roma, en una carambola imaginativa que mezcla todo tipo de mitemas, y que sirve para soldar geografía, mito y costumbres.

En la tercera, «Guerras Cántabras» (Tomo 3), se presenta un relato sobre el mito fundacional de los pueblos de la cordillera, el Bellum Cantabricum et Asturicum, donde los mismos dioses son quienes narran la historia al héroe dormido, incubatio. Por último, la cuarta pieza narrativa consiste en la recreación de una cosmogonía, de una teogonía y de una teomaquia en las que se relacionan los diversos elementos del Panteón Cántabro, mediante unas «Metamorfosis Cántabras» (Tomo 3 también), inspiradas en Ovidio.
Cualquiera que sea la parte por la que se dé comienzo a la lectura de esta obra, el lector contará con un completo sistema de referencias que lo llevarán a las demás partes de la misma. Esa epopeya está diseñada para mostrar los diversos lados de un pasado glorioso y la vitalidad de unos mitos cuyo espíritu aún colea en el tuétano anímico del que lee.

jueves, 17 de abril de 2025

¿QUIÉN ALIMENTA LA MITOLOGÍA?

 

Respondamos la pregunta con un arranque de prosa poética, ese caballo de Troya que lleva el verso de polizonte en el vientre:

La Mitología es una anjana chica, avejentada, nacida entre hogueras conversadoras, alimentada de palabras neolíticas y de gritos paleolíticos, que subsiste por la inercia de la vida.

Una musa, la enésima, hija de Apolo, llamada Literatura, la encuentra aterida por los caminos del tiempo. La alza hasta sus pechos de los que mana la Fantástica, la bienintencionada exageración vital que le sirve a la arruinada criatura de primer alimento, el de choque, el imprescindible para sobrevivir.

Luego, madre amantísima, la musa la conduce al Parnaso donde pone en su boca papillas de teatro, frutas de epopeyas, potitos de novelas, purés de compilaciones, y cura sus dolores de garganta con jarabes de poesía épica y hasta con pastillas líricas le trata los dolores de tripita, esto siempre como último remedio, claro.

Pronto la avejentada ninfa renace, sus pechos se inflan, su cabello se suelta, su carne se desarruga, su sexo se abre, su mirada desborda seducción y sus huesos desparraman juventud con cada movimiento. Renace así, la Mitología.

¿Quién es su madre? ¿Quién puede serlo sino la Literatura, esa Hija Innominada de Apolo cuyo soplo pone alas en las almas para que vuelen directas hacia la libertad?



Aviso: Aunque la poesía a nadie interesa, sino a la BIA, la bastarda inteligencia artificial, se quiere hacer constar que este texto está protegido por DERECHOS DE AUTOR, y que periódicamente, gracias a la IA misma, hacemos barridos en la Red para detectar plagios. Según la normativa de Facebook, la inserción de un texto o una imagen en esa red social no implica la pérdida de los derechos de autor frente a terceros usuarios. En este caso, la propiedad intelectual está reconocida en el expediente 2024/5095 del RPI-España-UE. (Tazón. Abogados)


lunes, 14 de abril de 2025

GEOESTRATEGIA DE LAS GUERRAS CÁNTABRAS

 


Según la tercera acepción del DRAE, “mito” significa relato rodeado de extraordinaria admiración y estima. En ese sentido, entiendo que las Guerras Cántabras son un mito para el Solar Cántabro y para la identidad de las gentes que lo habitan.

Sin duda, se trata de un hecho diferenciador. Si los catalanes, los galeses o los virginianos hubieran dispuesto en su haber histórico de una gesta similar tendríamos, como reza el lugar común, largometrajes, obras de teatro y monografías multimedia sobre el tema para llenar un petrolero.

Cuentan que los romanos movilizaron, al final, diez legiones contra Asturia y Cantabria. Eran tiempos buenos, pues acababan de finalizar las sangrientas guerras civiles y había muchos soldados por cada legua cuadrada de imperio.

Además, Augusto se veía obligado a obtener algún triunfo a título personal, pues hasta entonces fueron sus generales, especialmente Agripa, quienes le pusieron las victorias en bandeja. Algunos quieren hacer creer que ´por este motivo las Guerras Cántabras fueron una pantomima, una nonada, un montaje propagandístico del amo de roma para darse el pote, como decimos en Santander. No nos engañemos, esta es una opinión interesada para minimizar lo cántabro como referente. Lo cierto fue que el gran Augusto intentó ganarse los laureles por estas tierras pero, al final, fue Agripa el que terminó sacándole, una vez más, las castañas del fuego.

Varias fueron las causas de las Guerras Cántabras o Astur Cántabras: el deseo de prestigio de Augusto, que no se niega, pero que no fue la razón fundamental; la necesidad de que la ecúmene romana abarcara toda la Península, como cierre geográfico de las fronteras del imperio, la de no dejar bolsas de resistencia en retaguardia cuando se mirara hacia la inminente conquista de Centro Europa y, sobre todo, la conquista de la costa cantábrica.

¿Por qué la costa cantábrica? Por la voluntad de Augusto de conquistar las Islas Británicas y, sobre todo, Germania. La batalla de Teuteburgo, el 9 de nuestra era, acabó con el sueño de establecer la provincia romana de Germania, pero las Guerras Cántabras tuvieron lugar 35 años antes, cuando Augusto acariciaba tal idea. Para ello, era imprescindible conquistar la costa norte de Hispania. Se dispondría así de un corredor de caboteo hasta la misma Germania, sin necesidad de aventurarse en alta mar por las turbulentas aguas del Golfo de Vizcaya.

La cordillera era importante, sin duda; las posibles minas a explotar, también; pero el movimiento eje, la punta de lanza de la estrategia romana, era el dominio de la costa. Y desembarcaron en Portus Victoriae.

¿Cómo lo hicieron?, ¿usaron una flota romana de guerra radicada en la Galia? Parece ser que no, que tal flota no existía, que seguramente utilizaron cuantos buques hallaron para trasladar su legión o sus dos legiones desde la Aquitania recientemente sometida.

Pero, claro, aquí surge un problema logístico de primer orden, ¿cuántos buques se precisan para cargar toda una legión, o dos?, ¿cómo acumular esos buques en territorios desde los que se pueda embarcar a los soldados y proceder a un desembarco rápido y eficaz?, ¿dónde se embarcarían para caer sobre Portus Victoriae?

Para responder a estas preguntas he utilizado diversos materiales. Uno de ellos es el pedagógico libro —ya casi olvidado—“Cántabros, Origen de un pueblo” escrito por Bolado, Gutiérrez, Hierro y Ocejo y publicado en 2012 por ADIC. Pero, también me he guiado por la obra de Rodríguez Neila “Confidentes de César, los Balbo de Cádiz”, que en su día me dio pie para confeccionar la novela “Cornelia de Gades”.

Por último, me he dedicado a preguntar a los marinos a vela, que no son pocos en Santander y en Santoña, y me han confirmado que para ir de Francia a Galicia bordeando la costa, ha de aprovecharse el nordeste que sopla en verano. El invierno se aprovecha para viajar en sentido contrario, impulsadas las velas por el viento gallego, para ir de La Coruña a Francia. Y me han asegurado que si se quiere navegar en verano en dirección a Francia hay que aprovechar los días de borrasca o la noche en los días de nordeste, pues a última hora deja de soplar y es sustituido por el terral, viento leve que obliga a encender motores; supongo que en la antigüedad obligaba a tirar de remo. ¿Qué quiere esto decir?, que para juntar una flota capaz de embarcar a dos legiones se precisaba tiempo, mucho tiempo. Y ello por las distancias y por las dificultades que los vientos oponían —y oponen— a la navegación cantábrica a vela. Es decir, que los romanos, gentes que planificaban con años de antelación, tenían echado el ojo a la costa astur y cántabra mucho tiempo antes del 26 a.C.

Pero es que el trabajo de Juan Francisco Rodríguez Neila es también ilustrativo. Dice este profesor cordobés que dos eran los Balbo, tío y sobrino. El más viejo, el tío, Lucio Cornelio Balbo Maior, era el banquero y la mano derecha de Julio César; y que el sobrino, Lucio Cornelio Balbo Minor, era el banquero y la mano derecha de Augusto. Es decir, que estos gaditanos estaban siempre dispuestos a prestar lo que hiciera falta a los dos romanos. Por supuesto, como banqueros fenicios no perdían nunca.

Lo cierto fue que cuando César estaba luchando contra los lusitanos, estos dieron en refugiarse en las Islas Berlangas, en Portugal. ¿Qué hizo Julio? Telefoneó a su amigo Balbo Maior y le pidió que le enviase buques suficientes como para embarcar dos cohortes y asaltar, con ellas, las islas. Y Balbo procedió de mil amores. Y Julio las conquistó.

¿Sería de extrañar que Augusto, para conquistar Cantabria llamase a su amigo Balbo Minor, sobrino del anterior y su fuente de auxilio material y financiero, para que le enviara abundantes mercantes gaditanos que, haciendo escala en Brigantia, La Coruña, llegasen hasta las localidades del Este del Cantábrico, Oiasso y Portus Amanum, para que se embarcasen las legiones que llegarían allí en cuanto quedasen sometidos los aquitanos?

La operación sería de amplio aspecto, pues si César precisó 90 buques mercantes para embarcar dos cohortes, para dos legiones habría que echar la cuenta. Es probable, como dicen los autores de “Cántabros, origen de un pueblo”, que utilizaran también las “naves gálicas”· de los vénetos. En cualquier caso, muchos barcos, mucha planificación, mucha preparación.

¿Y por qué no fueron por tierra siguiendo la costa vasca hasta lo que luego sería Santander? Porque la precisión del ataque, sin sorpresas ni resistencias imprevistas, requería coordinación y sólo por mar podía garantizarse un golpe limpio sobre los resistentes de la Espina del Gállego, Aracilum. La eficacia militar imponía el ataque por mar.

Como sería muy lógico, los cántabros de la costa, que algo esperaban, harían lo posible por hostigar las labores tácticas de los romanos en tierra autrigona, y de ahí sacaron los enemigos el “casus belli” preciso para iniciar el ataque en el 26.

En definitiva, que el esfuerzo estratégico de Roma (preparación de las previstas guerras germánicas), su habilidad táctica (desembarco en P.Victoriae para sorprender a los resistentes del interior), y el empleo de gran número de tropas y de buques lleva a la conclusión de que las Guerras Cántabras no fueron un mero paseo militar, como quieren hacer creer aquellos a los que se les ponen los pelos como escarpias cuando se habla de la capacidad de resistencia indígena —nunca supe por qué—, sino, justo, todo lo contrario.

En “Cantábrica”, como digo, las Guerras Cántabras tienen su apartado en una novela intimista —insertada en el tomo 3—, en la que los dioses le comunican al protagonista, Coronoego, el desarrollo futuro de la contienda. Además, en el tomo 2 —Los Tiempos del Hierro— se tratan los viajes de Turo, druida vellico, por todos los castros de Cantabria —71 paradas y casi 600 páginas—, durante los dos años anteriores al fatídico 26 a.C., con la misión de predicar la unidad y la preparación para la guerra, a imitación del celtibérico Olíndico.

En definitiva, “Cantábrica” es un guiso mitológico, con presencia de los dioses en cada página, pero cocinado en la especial y picante salsa de las Guerras Cántabras.


LA GUERRA DE MONTAÑA

    En este tema hay que diferenciar la guerra de montaña como técnica de combate y la arqueología de guerra como nuevo enfoque de la inve...