Analizamos
en este artículo las semejanzas, paralelismos y diferencias entre la
geoestrategia de hace 2025 años y la actual, a partir del derecho público
romano de guerra.
Una
lanza enriquecida con alta carga explosiva se hinca en algún territorio del mundo.
¿Viene por el cielo ya la que está destinada a nosotros?
Donde
la historia se narra como presente y lo actual como historia.
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«Roma
contra Cántabros y Astures» es el título de la primera obra histórica sobre las
Guerras Cántabras que accedió al mercado, publicada por Sal Terrae en 1982,
cuyo autor fue Eutimio Martino. Todos lo devoramos. Éramos muy jovencitos. Por
aquellos tiempos yo había superado con buena nota la asignatura de Romano, y
tenía alguna idea de derecho público de guerra en la vieja Urbe, aunque no
porque se me exigiera, sino porque me apasionaba el asunto.
Los romanos eran muy suyos con eso
de estar a bien con los dioses. Si a estos se les enfadaba, se rompía la «Pax
Deorum», y un dios mosqueado con la República o con el Imperio era lo peor de
lo peor, por ello se cuidaban con esmero las formas.
La guerra tenía que ser justa («Ius
ad Bellum») y, para ello, debían de cumplirse varios requisitos: el primero, la
existencia de un «Casus Belli» válido, es decir, una previa ofensa a Roma; en
segundo lugar, un «ultimatum», pues se enviaba una embajada, los «fetiales»
para reparar el daño y, tercero, declaración formal de guerra, pues los mismos comisionados
arrojaban desde la frontera una lanza que se clavase en territorio enemigo. ¡Eso
mismo, tal y como lo piensas!: igual que hacían los comanches y los sioux.
Esto de la lanza fue en los primeros
tiempos. Más adelante bastó una declaración del Senado y la apertura del templo
de Jano, que permanecía así durante el tiempo que durara el conflicto. En
cualquier caso, los romanos buscaban la manera de no enfadar a los dioses.
Lo cierto fue que, los herederos de
los romanos ─y entre estos cuento a los anglosajones─ aunque ya no temían a los
dioses, siguieron ajustándose al derecho público romano y la contienda debía de
ser justa, era imprescindible el ultimátum y, por último, la declaración de
guerra. Este concepto nos llegó a través de la Escuela de Salamanca, en España,
en concreto de la pluma de Francisco de Vitoria. Y, en el caso de los anglos, a
través de Groccio y del Renacimiento italiano.
Los tiempos han cambiado, pero pese
a la barbarie reinante, sigue siendo imprescindible un «casus belli» para
provocar una guerra. Lo que sucede es que ha surgido un concepto, el de «guerra
preventiva», una especie de casus belli potencial e indefinido, como la
existencia de armas de destrucción masiva, o de arsenales nucleares. Tampoco
hace falta arrojar una lanza que se clave en el territorio enemigo, basta con
una andanada de misiles o ataques aéreos, y los ultimátum se gestionan a través
de medios de comunicación afines. Pero, el «casus belli» sigue siendo
imprescindible.
Y, si eso de la guerra preventiva
pareciera burdo, se echa mano de una falsa bandera, es decir, se provoca una
representación, un autoataque achacable al enemigo, o una provocación que este
no pueda resistir, y asunto concluido. Por ejemplo, ¿no suena raro eso de un
ataque de guerrilleros calzados con zapatillas contra una fiesta romana a la
que precisamente asisten opositores al régimen imperial, que son masacrados,
secuestrados y escondidos bajo tierra? Pero, ¿quiénes somos para criticar en
nombre de la lógica elemental de las cosas a los sesudos y documentados medios
de comunicación ómnibus, dueños absolutos de la información? ¿Se entienden
todas estas metáforas parangonas? ¿Se pondera la posibilidad de que estemos
ante una inminente operación de falsa bandera achacable a los señores persas?
Los romanos eran aficionados a eso
de las falsas banderas y casus belli dudosos. Así, Trajano se lanzó contra los
partos (hoy Irán) para defender los intereses de Armenia, un pequeño estado
tapón. También se enfrentó al dacio Decébalo porque decía que había roto
tratados con Roma y había fortificado sus ciudades. Esto de elevar las murallas
era tomado como signo más que claro de preparación para la guerra, como
disponer de dudosos arsenales hoy día. Claudio invadió Britania porque, según
Roma, habían violado los tratados y atacado a sus vecinos, como en caso de la
Segunda Guerra Púnica y Sagunto, ciudad que no tenía un acuerdo vinculante con
Roma, pero se lo sacaron de la manga. Algo así sucedió con la guerra contra
Macedonia, a la que Roma acusaba de amenazar a ciudades griegas aliadas.
¿Y, con respecto a Cantabria?
¡Veamos lo que dice Floro!
«En Occidente, casi toda Hispania
estaba pacificada, excepto la que baña el océano citerior y toca a las montañas
de la extremidad del Pirineo. Aquí se agitan dos pueblos muy fuertes aún no
sometidos, los cántabros y los astures. Los cántabros fueron los primeros, los
más duros y pertinaces en guerrear, quienes, no contentos con defender su
propia libertad, pretendían dominar también a los vecinos y vejaban a los
vacceos, turmogos y autrigones con incursiones frecuentes». (Traducción de un
pasaje de Floro ─II, 33, 46-40─ propuesta por Eutimio Martino en "Roma
contra cántabros y astures", pg. 28).
Es decir, que estos rebeldes de las
montañas no valoraban en mucho la magnífica civilización romana que se les
pretendía imponer, sino que, además, hacían incursiones entre los vecinos,
recién sometidos por Roma.
Imaginemos la situación: una Roma
que maniobra en las fronteras de Cantabria y de Asturia, que amontona tropas,
bastimentos, y naves más bien cerca ─tengase en cuenta que el Portus Amanum,
autrigón, era controlado por ellos, y Oiaso, de los bárdulos también─, con
incursiones frecuentes y destructivas en territorio cántabro. ¿Qué podrían
hacer los agredidos sino defenderse y obstaculizar los preparativos bélicos del
enemigo? Bueno, pues estas reacciones a las provocaciones romanas fueron
consideradas como «casus belli».
Ya he comentado en otra parte, que
las Guerras Cántabras estaban planificadas desde hacía mucho tiempo, y que el
ataque por el norte, el desembarco, también. Curiosamente, parece ser que el
ataque actual a los persas estaba planificado desde, al menos 2007, y no
importa que el emperador fuera el noble Augusto, el gran Trajano, o el malvado
y tonto Nerón, Roma era Roma en cualquier caso, independientemente del
coeficiente intelectual y del equilibrio nervioso del mandatario de turno. Por
eso no conviene mirar al dedo que señala la luna, sino a la luna.
Hoy, como ayer, el mandatario del
imperio se siente en posición débil con respecto a su pueblo. Hoy como ayer
puede encontrar en la huída hacia adelante un respiradero para sobrevivir.
Pero hoy, más que ayer, las armas no
son, precisamente, lanzas. Hoy en la punta de ellas viven instrumentos de
destrucción masiva. Pero, hoy más que ayer, la opinión pública se opone a la
guerra, aquí y en los dos confines del océano, en Roma y en Cartago, en Persépolis
y en Gades, en la Galia y en Creta, además, con una radical oposición. Son
muchas las películas que se han visto de destrucción masiva, de fines del
mundo, de guerras frías, de hecatombes, y al más necio le parece despropósito
que se vaya a una tercera guerra mundial, pues la cuarta sería sólo con palos y
piedras, según dijo Einstein. Nadie quiere eso. Todos se oponen, hasta los más
belicosos votantes de los halcones.
La gran diferencia con otros tiempos
recientes en los que la opinión pública servía para frenar los despropósitos,
es que la capacidad crítica de la población ha sido anulada antes de que las
aeronaves del razonamiento puedan despegar. La solidaridad ha naufragado frente
al individualismo. La información calibradora de las opiniones se ha
transformado en relato único. La credulidad de la población y su debilidad
frente al manejo es absoluta.
Esta inclinación hacia la autodestrucción
como pueblos uniformes, responsables e inteligentes, fue experimentada y
constatada durante la pandemia mundial que paralizó el planeta a golpe de
información deformada e interesada. ¡Qué gran experimento! Qué curiosa fue la
desaparición de un día para otro de los terribles virus en cuanto se desató la
guerra en las estepas pónticas. Ahí empezaba todo. El experimento de control social,
concluido a satisfacción, permitía abrir una nueva fase en la lucha por el
dominio de las rutas comerciales.
Hoy día, aunque la población de Roma
asalte la sede del Senado, se sabe que será doblegada, bien por la información
a favor de las tesis oficiales, bien por la fuerza bruta, pues los pretorianos
de hoy no usan sólo escudo y espada. Es decir, que la estupidez fomentada del
pueblo permitirá al mandatario loco apretar el botón que haga arder al imperio
desde el Indo hasta Olisopo, desde Londinium a Gades, desde las Columnas de
Hércules hasta Chipre, hasta el Éufrates y hasta el Golfo de los golfos por
donde sale la sangre oxigenada y negra para el mantenimiento del sistema, la «annona»,
el trigo del rey que nos mantiene en un crecimiento turístico indefinido, en un
mundo de Yupi cósmico.
Dinos, ¡oh Erudino, señor del
conocimiento! ¿Estaremos aún a tiempo, cuando han bombardeado los ángares en
los que guardábamos la inteligencia, la capacidad crítica y el raciocinio,
nuestras únicas naves capaces de remontar el vuelo?