Durante los juegos olímpicos
que se celebraron en Río de Janeiro, se produjo cierto incidente diplomático,
digamos que molesto, porque en la televisión China, poco antes de la ceremonia
de inauguración, un locutor hizo un comentario de dudoso gusto: «Todas las
banderas nacionales que serán izadas durante la ceremonia de inauguración están
hechas en China». Molestó por su alto nivel de sarcasmo, pero ahí quedó.
Pasados nueve años, comprobamos lo certero del aserto, y no sólo las banderas
hilo a hilo, también los mástiles, los pomos, los pompones colgantes del
pendón, la cuerda para desplegarla y el saco con cremallera en el que se
guardará cuando se la arríe están hechos en China, hasta el conserje que la
descienda y el ejecutivo que contemple el acto tendrán los ojos rasgados.
Dicho sea lo anterior como nota de desconfianza del autor
hacia todo tipo de bandera, así, en principio y sin ánimo de ofender a nadie,
¡estaría bueno!
Sin embargo, se reconoce que detrás de todo estandarte hay
una historia que puede ser cierta o
falsa. Hay, además una voluntad metafórica, simbólica. Su historia puede ser
acertada o no, coherente o descabellada, aproximada o exacta, pero la
importancia de cualquier bandera se encuentra en su significado para la
población. En otras palabras, se puede aceptar o no la historia de una bandera,
incluso su escaso racionalismo, pero no cabe ignorar lo real, lo contante y
sonante, el efecto que produce en las masas.
Por ejemplo, la bandera de España, roja en las franjas
superior e inferior y doble el amarillo de la central, tuvo una explicación
exenta de sentimentalismos, pues era preciso en tiempos de Carlos III disponer
de un emblema naval que distinguiera a los buques españoles, dada la similitud
de las banderas de unos y otros reinos. Convocó el monarca un concurso de ideas
y lo ganó Antonio Valdés y Fernández de Bazán con el diseño actual, que
responde a estrictos valores ópticos. Con el tiempo pasó de la marina a tierra
y se convirtió en lo que ahora es. Con el tiempo, también, el rojo pasó a
simbolizar la sangre de los caídos por la patria y el amarillo al oro de las
Indias y a la conquista del Nuevo Mundo. Y es que en la tierra de los garbanzos
la imaginación es tan portentosa como la mala baba.
Ortra bandera de España, la de la II República, incluyó el
morado en la franja inferior por una razón simbólica, esta vez la de incluir el
pendón de los comuneros castellanos contra el emperador Carlos V. Pero resulta
que el pendón de los comuneros tenía otro color, era rojo oscuro, casi granate,
más parecido al actual lábaro cántabro. Estaba claro que esta tonalidad granate
no compaginaba, a efectos ópticos con el amarillo y el rojo superior, por lo
que se pintó de morado. Ya ven, una deformación de la historia por interés
oportunista.
Pues bien, por una bandera y por la otra murieron muchas
personas y fueron ambas, y aún siguen siéndolo símbolos de alto poder emotivo.
Otra cosa es que si llega la Tercera República, que llegará, estoy convencido,
adopte la bandera que conocemos hoy como republicana o la de sus tradicionales
enemigos, anclada ya en el imaginario colectivo. Ya veremos, me temo lo peor.
Política y banderas es un matrimonio de oportunidad. Ellas
son un instrumento de los políticos, una expresión de la voluntad política que,
ya sabemos por experiencia, es la administración, la distribución, el reparto y
el manejo de la libertad del pueblo.
Con la bandera de Cantabria, la blanca y roja, ya se empezó
mal. Los colores respondían a la zona marítima del Cantábrico. Su distribución,
blanco arriba y rojo abajo, a la Provincia Marítima de Santander. También en
Bilbao y en Gijón aparecen dichos colores aunque con otra disposición. ¿No era
discutible esta asignación arbitraria a toda Cantabria? ¿No era reprobable la
elección de esos colores y disposición que ya estaban en la bandera de un país
europeo, Polonia? ¿No es cierto que pasar de esta coincidencia y seguir
adelante con el proyecto de imposición de la blanquirroja no se le podía
ocurrir sino al que tuviera mucho aire en la cabeza?
Y, sin embargo, antes de que existiera el actual lábaro, en
los años setenta, fue un símbolo que a muchos entusiasmó. Es el caso del por
todos querido Ángel Herrero, poeta, conocido como Teju, ya fallecido y uno de
los fundadores de ADIC ─o mejor de los currantes eternos de su base─,
cantabrista por todos sus poros y ejemplo para cuantos lo conocimos, escribió:
«La bandera de mi pueblo es como una amapola, con un penacho de espuma de la
cresta de las olas».
Y llegó el llamado lábaro cántabro. ¿Quién lo diseñó hacia
la década de los ochenta? Dicen que salió del ámbito de ADIC y de la mano de
Luis Montes de Neira. Yo no lo sé, será correcto, pero sí he oído afirmar que
el verdadero inspirador de la idea fue Javier González de Riancho, de quien alguien
recogió el concepto sin reconocerle el mérito (Ver Proyecto Mauranus).
Sea como fuere, de forma real o intencionada, asunto que nos
deja indiferentes, se produjo una confusión de bulto: Se lo llamó
"lábaro", cuando este nombre correspondía a un estandarte romano de
la época de Constantino, que representaba al emperador, con el
"cristón" estampado, la X y la P enlazadas que hacen alusión al nombre
"Christos". ¿No lo sabían los creadores? Estoy seguro de que sí, pero
fomentaron la confusión porque, claro, tener un estandarte reivindicativo
estaba bien, pero que llevara un nombre propio prestaba más.
Ese nombre podía haber sido el "Cántabrum", pues
así se llamaba, en realidad, el estandarte que las legiones romanas tomaron de
la caballería cántabra auxiliar. El problema radicaba en que se sabía de su
existencia, pero nadie ha descubierto aún el contenido del lienzo, su diseño.
Se disponía de un nombre, sí, pero no de un dibujo. Y, por la razón que fuese,
quizá eufónica, se prefirió Lábaro a Cántabrum.
Basándose en estos errores o malicias diseñadoras, muchos
han acusado al lábaro cántabro de falsedad histórica. Bueno, esto es como
acusar al agua de humedad o al fuego de abrasador, porque toda bandera, no es
que esté hecha en China ─solamente─, sino que se sustenta sobre metáforas de
segundo grado, sobre alegorías etéreas, sobre significados sutiles que se
quiebran siempre como dulce hecho con hojaldre.
Ya lo sabemos, hombre, el lábaro se fundamenta en una
falsedad, y la rojiblanca, y la bandera de la República, y la roja de la Comuna
de París, y la francesa, y no digamos nada de la de Sikkín, en la que seguro
que aparece la sombra del abominable hombre de las nieves. Todas las banderas
parten de una falsedad, es cierto, ¿Y qué?
¿Y qué importa una vez que los estandartes se convierten en
símbolos?
Porque, no se podrá negar que desde que fue inventado, el
lábaro ha sido enarbolado por toda una generación de jóvenes, que ya no lo son
tanto, y que simboliza profundos sentimientos de la población. Además, nadie podrá negar que su diseño y
colores combinados son en extremo atractivos, sin parangón con otros
estandartes regionales, y con una cierta vinculación histórica con las estelas
discoideas que representan la esencia de las gentes que habitaron el Solar
Cántabro.
¿Qué simboliza el lábaro para quienes lo exhiben con
orgullo, cada vez más cántabros? Creo que lo autóctono frente a lo
foráneo, lo pequeño frente a lo grande,
el producto de la huerta frente al de la gran superficie; lo natural frente a
lo degenerado; la villa frente a la ciudad aberrante turistificada; lo
ancestral frente al Imperio; lo arcaico rebosante de nobleza, frente a la
uniformidad; el folclore frente a las modas impuestas; la toma de decisiones en
la base, frente a las decisiones adoptadas por los representantes de los
representantes; la democracia directa frente a la delegación de la voluntad del
pueblo en la de una casta, todo eso y mucho más.
Ya lo decía Carlos Marx en el 18 Brumario:
«La
tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el
cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a
transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas
épocas de crisis revolucionarias es precisamente cuando conjuran temerosos en
su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas
de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje
prestado, representar la nueva escena de la historia universal».
¿Que el lábaro es una invención?... Y la blanquirroja, y la
rojigualda, y la roja rojota, y la verde que te quiero verde.
¿Se insiste en la idea de la falsedad?... Pero, dime,
persistente, ¿no sigues tú ninguna bandera?, ¿aunque sea la de tu equipo de
fútbol, la de tu cofradía penitente, la de tu gran patria soberana e imperial,
yo qué sé, la multicolor, la deslavazada vaticana, la que sea?, ¿Y no te das
cuenta de que todas ellas son más falsas que un pirulí de plástico, que
sobrenadan el océano del sentimentalismo y de lo irracional?
¡Ay, señor, orejón llamó el burro al chon!
Maravilloso artículo, esclarecedor a la par de ameno.
ResponderEliminarLa verdad, tu comentario anima. Gracias
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