Cuando se vive al filo del
presente, rebozados en la camisa de fuerza de la actualidad imperiosa e
interesada, apabullados por cientos de informaciones simultáneas, excitada la
sensibilidad por mil reclamos, poco interés despierta en nosotros el pasado,
nuestro origen individual o colectivo, la historia de los antepasados, el
folclore.
Nos quieren así: individualistas, aislados, sin capacidad
para reflexionar, moldeables, desorganizados, lentos, incultos, desmemoriados,
atentos al mero presente, pues futuro no tenemos, despersonalizados, atados al
móvil, los dedos prestos a subir o bajar, la atención dispersa pero abierta,
esponja para cualquier sugerencia, despersonalizados. Esa es la idea. Eso se ha
conseguido ya. No es cuestión de futuro. Este ya llegó. Por delante sólo queda
un océano de oscuridad y niebla, una nueva Edad Media, un nuevo feudalismo
tecnológico, como dice Varufakis.
La sociedad de náufragos, cada uno aislado en su isla con
palmera, es un hecho. Los administradores de nuestra libertad son cada vez más
agresivos, las caretas no son ya necesarias, la violencia se ha desatado, los
genocidios saltan de los informativos con total naturalidad, a la orden del
día, para mordernos el alma, ¿quién se va a resistir?, sólo pueden oponerse
ladridos de perros desde las redes sociales, desde cada isla, coros aulladores
que hacen sonreír al poder de la Oscuridad. Ingenuos quienes creen que hacen
algo mientras "luchan" entre los pliegues de las redes sociales,
entrañables corderitos bobalicones.
Se nos ofrece, sin embargo, un amplio mosaico de ideologías,
que no se entienden como actitudes propias de la manera en que nos ganamos la
vida, nacidas en las fábricas del estómago, sino como paquetes integrados de argumentarios y de
discursos, todo bien prefabricado, con los que poder enfrentarnos los unos a
los otros, garrote en mano. Las ideologías son las diversas opciones que nos
dan para desgarrarnos. Los ricos no tienen más ideología que el dinero.
Se nos informa de lo que quieren y como quieren y,
además, nos han convencido de que somos
los responsables de todo lo que nos ocurre. Ideologías, culpa y engaño son los
artefactos que los plutócratas arrojan a cada instante contra la masa inerme.
En algún lugar es fuego caído del cielo, en otros los infelices que acuden a
las filas del hambre sirven de diversión para las mirillas periscópicas de sus
custodios. No puede ser peor el espanto. La psicopatía ha sido elevada a la
categoría de virtud y ejemplo a imitar.
Ya no hay caretas. Nuestros rostros están bien registrados
en los algoritmos. Los de quienes más tienen son un gran misterio para la masa
empobrecida. En ocasiones creemos verlos, distinguirlos, pero poco sabemos sobre
quiénes son, sólo vemos el garrote, la suela de la bota sobre el hormiguero, el
aire envenenado que alguien ha soltado por un agujero de la topera.
Frente a esta Oscuridad omnipresente, ¿qué hacer? Muy
sencilla la respuesta, muy difícil su ejecución: Volar por debajo del alcance
de los radares. Para ello, es preciso mirar hacia atrás y contemplar el camino.
¿Se nos quiere sin pasado?, estudiémoslo, sintámoslo,
vivamos el bosque a medida que lo pisamos, notemos el frescor de la tierra que soportó
el peso de los antepasados.
¿Se nos quiere doblados al albur del engaño, de la ideología
de plástico, del sentimiento de culpa?, pues imitemos la actitud de quienes nos
precedieron, su capacidad de resistencia pese a todos los imperios.
¿Se nos quiere desunidos?... Esto es lo más importante:
reunámonos sin perder ocasión, desde una huelga y una manifestación hasta tomar
el café juntos para hablar de lo que nos sucede, que las redes sociales sirvan
sólo para convocarnos a fin de que nuestras manos se toquen, para que nuestros
cuerpos se unan. Sin contacto físico no hay esperanza. La solidaridad sólo
surge cuando nos tocamos.
Reunámonos como hicieron ellos, en concejos abiertos.
Y no me refiero sólo a una estructura política arcaica de
democracia directa, que también, me refiero, sobre todo a una actitud de ir
hacia, de abandonar la isla, de promover siempre el contacto, de hablar las
cosas de tú a tú, móviles aparte, fuera de las redes. Por fortuna, en nuestra
cultura celtíbera tenemos los bares, el concejo básico, tan difícil de
erradicar.
Es preciso, como dijo aquel viejo luchador, crear mil, diez
mil, un millón de Vietnams, participar en todo lo participable, desde la lucha
contra los molinos de cien brazos, hasta la reivindicación en la fábrica, desde
la reclamación de la igualdad sexual en una manifestación, hasta la lucha por
el mismo salario entre catequistas de parroquia. Toda acción vale para lograr
lo básico: entrar en contacto, abandonar la isla.
Cualquier reivindicación por pequeña que sea que nos dé
oportunidad de tomarnos de las manos será positiva.
Como positiva será la auto organización de las gentes de
abajo, sin delegar jamás el poder en políticos o representantes, que siempre se
pueda revocar un encargo, que siempre el concejo, la asamblea, la base
organizativa popular tenga capacidad de decisión, que la democracia directa sea
un hecho contante y sonante y que se trencen concejos sobre concejos hasta
formar una tupida red de decisiones nacidas de las entrañas de la tierra, no desde
arriba. No deleguemos nunca el poder, pues la traición ronda siempre el corazón
de los apoderados.
Que el concejo sea organismo político de base, como lo
fueron en el pasado remoto y que, de manera genérica, funcione en cada lucha
sectorial, con la idea clara de que cualquier líder es innecesario y
corruptible, con la seguridad de que sólo los miembros del concejo son
insustituibles, con la certeza de que no deben confiar en nadie más que en sí
mismos.
Funcionar de esta manera, abierta la asamblea, abierta la organización,
con formato de democracia directa en los más recónditos rincones de la vida
pública, desde una huelga de aguerridos obreros a una recogida de firmas por la
participación femenina en el magisterio de cualquier iglesia, es el camino; no
hay lucha pequeña. Ello requiere superar las ideologías, entendidas como
discursos cerrados y atender a la única ideología posible: la que nace en los
pliegues del estómago, en la manera de ganarse la vida. Esa actitud nos llevará
a volar por debajo de los radares de detección del poder, por muy sofisticados
que sean.
Y esta labor de zapa, de viejo topo, es facilitada por una
actividad tan sencilla como el baile tradicional, por los vestidos recuperados
de nuestros antepasados, por el canto del rabelista que pone música a lo
cotidiano, por el folclore que nos invita a tomarnos de las manos.
Y, junto al folclore está la historia, el conocimiento de lo
que fue, de cómo ellos se unieron.
Y, junto a la historia está el mito, entendido como relato
interminable, como fuente inagotable de ejemplos, como sustrato narrativo capaz
de neutralizar los programados argumentarios de las ideologías, los elaborados
discursos que nos enfrentan.
Y, junto al mito, la historia misma de los dioses, quienes,
pese a no existir, nos miran desde el bosque, desde el németon sagrado mientras
componen sus cabellos con un peine de oro.
Esta es la finalidad de
«Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar Cántabro»: servir como balsa que
facilite un viaje colectivo al pasado, a lo profundo del bosque del Solar de
los mayores. Pretende ser un canto a la reflexión cuando las gentes, cansadas
de la jornada, se unan, se toquen, se miren a los ojos, sin pantallas por el
medio, y lean, junto al fuego, las historias de sus antepasados y de los
dioses, para nutrir con ellas el espíritu de los que forman el concejo abierto,
la asamblea democrática en sentido directo y puro, mínimo.
El concejo es la unidad de acción. El pasado, la Epopeya,
gasolina incendiaria para las venas abiertas del pueblo.
Esto es volar en bandada por debajo de los sistemas de
detección del poder.
Y, sépase que los tiempos de Oscuridad y Niebla se
extenderán por toda una era histórica, que hay que tomarlo todo con la calma
precisa que requiere la acción urgente, y que tendrán tiempo para leer despacio
el bidón de gasolina moral que es «Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar
Cántabro».
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