He encontrado en un rincón de mi biblioteca los dos tomos del Vindio, de Isidro Cicero. Son muy viejos y están bien manoseados, sobre todo el primero, que pide a gritos pasar por el taller de encuadernación. Los he mirado, los he ojeado y me he pasmado porque, en su interior, hallé seis fichas escolares de uno de mis hijos.
La
cartulina amarilleaba, las letras eran de diseño caligráfico, de mente infantil
no tocada por las pantallas, salvo por la Bola de Cristal. Había en el texto
referencia a las costumbres antiguas, se insertaban mapas con la distribución
de los populii, un placer leer esa redacción primeriza. Las fichas estaban
fechadas en 1987, es decir que tendría once años.
Con
ellas en la mano, encendí el paquete neuronal donde habita el pasado, y mis
recuerdos se amontonaron en la pantalla de la conciencia, regurgitados,
reeditados, revividos, reencontrados, resignados al paso del tiempo.
Compré
el Vindio en 1979, nada más ser publicado. Mi criatura tenía sólo tres añucos y
todas las noches me lo pedía. Léeme el Vindio, papá. Y yo me enfrascaba en su
lectura algo compleja para tan temprana edad, y me paraba cada dos por tres
para explicar alguna palabra. ¡Qué libro!, su subtítulo era “La historia de Cantabria contada a los niños”,
claro que a los niños de entonces, pues la densidad del texto era enorme,
insoportable para los de hoy seguramente.
Pero
ellos no se limitaban a atender las palabras de los padres que se lo leíamos,
las bebían, las devoraban, las integraban entre sus juguetes, entre sus
sencillas representaciones del mundo, entre los cimientos de su mente en agraz.
Y nosotros también aprendíamos, pues nunca habíamos oído hablar de anjanas, ni
de ojáncanos, ni de mitología cántabra, y casi tampoco de la historia de
nuestro pueblo. En los ratos libres, los padres nos entreteníamos con la obra
de Eutimio Martino para profundizar en estos temas “Roma contra cántabros y
astures”, de Sal Terrae, no había más. Tanto niños como padres, aprendimos por
aquellos tiempos qué cosa era Cantabria.
Sobre
el texto del Vindio se construyeron las mentes infantiles, cuajaron
sentimientos de amor por la tierra, se sellaron identidades, se promovieron
formas de pensar emanadas del surco, de la patria, considerada esta como ese
lugar chiquito chiquito en que nacieron sus padres, de la matria, donde nacieron
sus madres, donde estaban enterrados sus mayores.
Todas
las noches se identificaban con la pelambrera negra de Vindio, ya su amigo, con
los enanucos que hacían mover la piedra disco que contaba la historia, con el
carro volador tirado por una anjana que surcaba Cantabria por encima de las
nubes, con los dos guerreros cántabros que se enfrentaban en los sueños del
protagonista, con Corocotta que asomaba la jeta por la tienda de Augusto para
cobrar su propia recompensa, con las cruces que adornaban los montes donde,
pasado el tiempo, camparían a todo vuelo los monstruos de las eólicas.
Toda una generación de niños
cántabros viajaba por entre aquellas nubes de colores e intentaba descifrar un
texto, denso para ellos pero apasionante que imaginaban cargado de misterios,
se zambullían en las imágenes, desataban la imaginación, formaban su conciencia
de cántabros y deletreaban la palabra Cantabria.
Pasado el tiempo, mucho
tiempo, en 2008, algunos que nunca vieron con buenos ojos el resurgir de lo
cántabro, falangistas enquistados en sueños de glorias patrias, recelosos de lo
autóctono y amantes del baile de sevillanas, confeccionaron un sesudo libro con
todos los parabienes oficiales: “Los cántabros en la antigüedad. Historia y
Mito”. Era una encuadernación a todo lujo, hoja de gran calibre, brillante y,
en fin, pagada con buenos doblones de la pólvora del rey, donde en un marco de
cientificismo rebosante de citas y de retórica, se envolvía el concepto de “mito”
en muy pocas páginas (59 a 61). ¿Qué entendían por el “mito cántabro” estos
herederos ideológicos de los Guinea y de la ACECA (Asociación de Cantabria en
Castilla), muerta pero con el cadáver sin enterrar? Vamos a transcribir un
párrafo del sesudo estudio:
«Se podría decir que esta ha
llegado a ser la tesis oficial sobre Corocotta, convertido en un icono cántabro
(como dato anecdótico baste con indicar a este respecto que una marca cántabra
de orujos y licores lleva el nombre de Corocotta). Por ejemplo, en una obra
sobre la historia de Cantabria escrita para niños (publicada por cierto por
ediciones Corocotta), Corocotta es descrito como “jefe guerrero, elegido por
cada clan, por cada tribu, admitido por cada poblado, era el caudillo valeroso
de los cántabros. Legendario, hábil, fuerte, nadie sino él habría podido
unificar a todas las tribus. Él encarnaba la voluntad de resistencia y en el
combate todos los cántabros le obedecían a ciegas”. Una mirada a internet
confirma la impresión de que la imagen de Corocotta está consolidada...»
Y se hacían cruces los
sesudos autores de que un personaje ficticio, o casi, cogido por los pelos por
Shulten, se hubiese convertido en eje de la identidad cántabra. Es una obra que
no oculta su desprecio hacia el libro al que se refiere, pues ni se digna citar
su título.
Otros tampoco estamos de
acuerdo con el personalismo que se le ha dado a Corocotta, pues un pueblo
heroico como el cántabro no precisa de líderes magistrales y su figura es muy
forzada históricamente, pero lo cortés no quita lo valiente.
¿Qué
puede ofender el hecho de que un personaje histórico o ficticio, que para el
caso es lo mismo, haya calado en la población hasta el punto de que marcas de
orujo lleven su nombre, o rótulos de gimnasios de kárate? O, mejor, ¿a quién
puede ofender tal hecho?
La respuesta
salta a la vista: a los que oponen identidad cántabra a identidad española. A
los que se representan lo español como un mundo de olé y pandereta, de capuchón
y saetas, de manoletillas y diestros, de chistes picantes y de piropos
postineros, en fin, a los falangistas en su fuero interno, esos a los que tan
poco les gusta que se les llame así: falangistas.
Por
desgracia para ellos, el espíritu de Vindio caló muy hondo y hoy se remonta a
las cumbres amenazadas por los molinos para desmontarlos, se desliza por los
valles como un culebre contra las plantas de metano para devorarlas, vuela
sobre los proyectos de carretera en alta montaña para bombardearlas con la
lógica de que la naturaleza es el valor comunitario más importante.
¿Quiénes
son esos muchachos y muchachas que en filas interminables invaden las camberas de Cantabria, lábaro en
mano? ¿Son los hijos de Vindio?
No, son
ya sus nietos, los hijos de quienes balbuceaban la palabra Cantabria con el
libro de Isidro Cicero sobre las rodillas. Y esta nueva generación no dejará desiertas
ni las calles ni los campos. Pueden ser derrotados, eso es cierto, pero ellos
gritarán: ¡No importa, mañana venceremos!... Y tras esta generación vendrá
otra, y luego otra, olas interminables que siempre besarán la Tierra.
Las
Guerras Cántabras aún no han terminado, y visos llevan de no concluir nunca,
como la lucha céltica de la Luz contra la Oscuridad, o quizá sí, quizá finalice
todo cuando el cielo se desplome sobre nuestras cabezas. A eso le tenemos algo
de miedo, la verdad.
AVISO... También se quiere hacer constar que este texto está
protegido por DERECHOS DE AUTOR, y que periódicamente, gracias a la IA, hacemos
barridos en la Red para detectar plagios. Según la normativa de Facebook, la
inserción de un texto o una imagen en esa red social no implica la pérdida de
los derechos de autor frente a terceros usuarios. En este caso, la propiedad
intelectual está reconocida en el expediente 2024/5095 del RPI-España-UE.
(Tazón. Abogados)
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