miércoles, 2 de abril de 2025

LA VIJANERA, BANDA MUSICAL DE “CANTÁBRICA”

 


Desde que estoy componiendo «Cantábrica» suelo ir a Silió de incógnito. Digo de incógnito porque voy solo. ¿Dónde está padre? ¡Ay, juca!, hoy es primer domingo del año, ¿no?... ¡No me digas que ha ido otra vez!... Sí, hija, sí, allí está, en la Vijanera, dice que se inspira. Pues no lo entiendo, madre, la verdad, con el follón de gente que hay... Oye, este hombre está cada vez peor, ¿no?... ¡Ya te digo, niña, ya te digo!

Pero sí, la verdad es que me inspira esa magnífica fiesta. Es la banda musical de mi obra. Allí me puedo sumergir en el estruendo vivo de los personajes de «Cantábrica», en el retumbar del pasado remoto, en el salto recio de los zarrramacos que pisan la tierra para despertarla, para recordarle que se espera el resurgir de las flores y el parto de las yeguas. Allí cruzo la mirada con la hierba viviente, con los trapajeros, con el gorila húngaro, con el oso, y me dicen sin palabras que existen, que mis personajes viven en algún lugar todo el año, pero que en la Vijanera bajan del Sid para que yo los vea y sepa que no han muerto. 

Y yo lo creo, porque los dioses de Cantabria no tienen imagen, flotan en sus existencias difusas de deidades supernumerarias, y en la Vijanera se dejan ver entre miles de turistas y fisgones por aquel que tenga los ojos abiertos, los oídos listos y el alma presta. ¡Aquí estamos, Javier!, me dicen, ¿quién ha dicho que hemos muerto hace más de mil años?

Además, siempre me sucede algo divertido. Uno de estos años, por ejemplo, creo que en 2024, cansado de tanto barullo y de tanta gente, me senté en un murio tras el cual había un prado, bien abajo. Llevaba el paraguas colgado a la espalda, no me acordé de él y cayó al verde. ¡Madre, cómo sacarlo! Pasó por allí un tipo que me quiso ayudar con el suyo, por ver si alcanzaba su mango a trincar el del mío, y los dos nos colocamos barrigas sobre el murio a intentar levantarlo, pero nada.

En esa postura le dije que si pasase el hombre toro y nos viera de tal guisa no sabría decir lo que nos haría, porque poco antes observé cómo un minotauro vijanero mochaba hasta las paredes. Nos reímos, pero nos levantamos por si acaso, pues nunca se sabe si unos recios cantabrones de pro podrían resistir un ataque sorpresivo por la retaguardia.

Yo, valiente, bajé a por el paraguas no sé cómo, la verdad, y subí, tampoco recuerdo de qué manera, pero sí que el amigo y su esposa me ayudaron. Cuando alcancé la carretera con mi paraguas recuperado al fin, les dije: ¡gracias, samaritanos!, pero claro, eran mucho más jóvenes que yo y no debían conocer la parábola del buen samaritano, ese que ayudó a un prójimo sin saber quién era y Dios se lo agradeció como si le hubiera ayudado a él mismo; total que me contestaron: bueno, no, no somos de ahí, sino de algo más lejos. ¿Qué entenderían?, ¿que Samaría estaba por Bilbao?

Al rato, me pasó un tipo al lado, el cual llevaba también una máquina de fotos y disparaba contra todo, y me dijo —yo no lo conocía—, que venía detrás nada menos que Cristina García Rodero. ¿Quién sería esa, quién sería el fotógrafo? Yo le dije: ¡pero qué me dices! Él contestó: lo que oyes, en carne y hueso. Yo repliqué: ¡joder, hay gente pató!, pero, la verdad, ese nombre no me decía nada.

Luego me enteré de que era una famosa fotógrafa a nivel nacional, especializada en eventos populares. Seguro que el día menos pensado me la encontraría en la Feria de la Sidra en Escalante, o en la fiesta de la entronización del dios Airón, natural también de la Villa.

Bueno, esto es todo, que ando muy liado corrigiendo pruebas y más pruebas de maquetación, todo un viacrucis. ¿Cómo he podido escribir tanto, preguntas?... Porque padezco de grafomanía, amigo, una enfermedad mental no catalogada o, al menos, un síntoma rarito que tira a sospechoso de algún desarreglo hombros arriba.


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