
¿Cuándo, por qué, cómo nacen las leyendas?, ¿de qué ideas se nutren?, ¿dónde van a parar cuando mueren?, ¿en qué se transforman? A todas estas preguntas conviene responder cuando se intenta escribir una obra completa y cerrada, reconstructiva, sobre mitología como es «Cantábrica. La Gran Epopeya del Solar Cántabro». A tal fin me habría venido muy bien haber descubierto antes de terminar mi catedral gótico-mitológica un libro titulado «El Hombre Pez de Liérganes. Una leyenda cántabra», de Marín Sánchez González.
Lo
habría incluido en mi bibliografía, sin duda, pero, en fin, más vale tarde que
nunca. No me atrajo desde el estante de la librería porque el título, la
portada y el hojeo del mismo, con tanta profusión de ilustraciones me sugería
que era uno más de divulgación, compilatorio, escrito por algún
bienintencionado estudioso y, la verdad, tenía en mi paladar el buen sabor de
la novela del malogrado José Antonio Abella, «El hombre pez», modelo de buena
literatura, que no quería borrar.
Pero,
al fin, la obra de Marín me cayó en las manos y rompió todos mis prejuicios. No
era sólo una compilación, sino la interpretación definitiva, el estudio más
meticuloso sobre la leyenda de Liérganes y, sobre todo, la recreación de cómo
se construye un mito.
En
definitiva, el libro concluía con una idea: una leyenda no es soluble en las
aguas del punto de vista científico. Y yo añadiría: el mito se rige por una
lógica diferente a la de lo real, la ficcional. La ficción es para este autor,
tal y como se presenta en la versión popular, un patrimonio irrenunciable y no
discutible, en fin, que hay que entenderla tal y como nos ha llegado.
Comienza la obra con la descripción del “paisaje” en cuyo
marco surge el mito; en concreto, con la historia de las fundiciones de
Liérganes, apartado cuya sistemática atrapa y hace ver al lector el envoltorio
del problema interpretativo porque, a la postre, “la historia del Hombre Pez es
la historia de un debate”, en un marco espacial y temporal.
Acto seguido analiza de manera pormenorizada a los
autores que han escrito sobre el Hombre Pez y diferencia entre los que ofrecen
su visión escéptico-científica —que varía a través de los siglos—, y los que
aportan la versión popular. Feijoo frente a Fernando del Hoyo respectivamente
como base y modelo de los que siguen. Entre estos me sorprendió la obra y la
vida de José María Herrán, admirable desconocido para mí, y la clara visión de
Montserrat Cubría.
Esta autora, tal y como la presenta Marín, sostiene que
la versión popular del mito debe de entenderse en el marco propio de la
construcción de la identidad popular, que surge en tiempos de auge de su
industria construida en torno a la forja y que el mito del hombre pez constituye
un claro patrimonio inmaterial del pueblo de Liérganes, leyenda a la que la invasión
turística general y del pueblo en particular, por desgracia, también le ha
llegado.
A este respecto, en la página 143, se inserta una
fotografía del hombre pez convertido en tritón, con barba, rostro de cómic y
cola de pez, instalado en las proximidades del casco viejo del pueblo, una
muestra de la “vulgarización” turística del mito promovida por las autoridades
de manera un tanto irreflexiva. Me sorprendió, poco antes de leer este trabajo,
la fila de turistas que se sacaban fotos junto al muñeco infantiloide, modelo
de promoción deseada, no se sabe para qué.
Termina la obra con un meticuloso estudio sobre los
mitemas indoeuropeos insertados en la leyenda del hombre pez: maldición
materna, metamorfosis, noche de San Juan, etc., todo un tratado. También es de
reseñar la calidad de muchas de las imágenes artísticas insertadas, no pocas de
Cotera, y las básicas, creadas exprofeso para la obra por Víctor García.
Según he podido concluir tras la lectura de este
sorprendente ensayo, el mito nunca admitirá una lectura racional pues esta iría
contra su esencia. Lo que es falso para unos, fruto de la superstición, será
identitario, racial y doméstico, íntimo para otros. La versión científica
deviene en absurda cuando recae en el mito. La versión pupular, sin embargo, se
mueve dentro del mundo paralelo de lo ficcional. Y la ficción le da un valor
añadido diferente.
El mito surge siempre en algún rincón de la realidad
histórica. Francisco de la Vega existió. Pero, a partir de ahí, la narrativa
popular inserta datos por acumulación “ciertos de toda certeza”, mitemas
guardados en el baúl de los recuerdos ancestrales, enriquecimientos de trama y ratificaciones
de veracidad capaces de despistar al más pintado de los investigadores.
En
el caso del hombre pez de Liérganes, estos entraron al trapo de la impostura
mitológica y escribieron ríos de tinta sobre la verosimilitud del relato, sin
percatarse de que la distancia que separa la realidad de la ficción es cósmica.
Los mundos de ambos niveles son paralelos y se tocan sólo en una estrecha playa
de la realidad: la existencia incontestable de Francisco de la Vega.
Ese nivel ficcional es el que constituye el patrimonio
inmaterial de un pueblo. ¿Seremos capaces algún día de valorar la ficción por
lo que vale, por el mundo que recrea, fondo del río cargado de cantos rodados,
de elementos de arrastre?, ¿o tendremos que vivir siempre en torno al
rabia-chincha infantil de “te lo estás inventando”? Y no digo que quien no
acepta el mito tal y como es carezca de imaginación, sino que piensa a un nivel
lógico, mientras que el mito, como la literatura metapoyética que crea los
mitos, lo hace a un nivel ficcional.
Y, desengañémonos, la lógica de la ficción nada tiene que
ver con la lógica científica. La ficción no es un concepto operativo, constatable
e identificable en la realidad. Los mitos, bien lo sabemos, no van a caminar
por la calle, pero existen con toda su plenitud en el mundo ficcional. Y este
ámbito es el que integra el patrimonio inmaterial de un pueblo. ¿Acaso no
existe don Quijote? ¡Tan real es como Miguel de Cervantes, lo juro!
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