Los habitantes del Solar Cántabro, allá por los tiempos en que llegaron los señores romanos, creían en la reencarnación. Pero el concepto que tenían difería mucho del pitagórico o del hindú. Los cántabros no entendían eso de que en el otro mundo las gentes serían retribuidas por sus actos, y que según estos fueran, en la reencarnación el nuevo cuerpo sería inferior o superior al que tuvieron en vida. Eso de la retribución en el más allá de los actos de la vida no iba con los celtas.
Sí pudiera suceder que tardasen más o menos en llegar al Sid, es decir, al Paraíso. Si se habían portado mal no encontrarían deidad que los acompañara, pues ya se sabe que los dioses eran guías de las almas y les mostraban el camino que les llevaría a la bienaventuranza; se trataba de la función “psicopompa” de la divinidad, conductora de los difuntos. Era comprensible que si el fallecido había violentado la ley divina, la hospitalidad por ejemplo, o había cometido algún asesinato, los dioses no quisieran saber nada de su alma tras la muerte, y esta vagaría por tierras, montes y bosques antes de hallar el Sid, se convertirían en almas resentidas, lo que los romanos llamaban “larvae” y que en la obra se denominan “trasgos errantes”, espíritus resentidos y con muy mala baba que se dedicaban a hacer todo tipo de maldades por rabia. Pero al final todos alcanzaban el Sid.
Y, en cuanto llegaban allí, se reencarnaban. ¿En qué? Pues en otros cuerpos similares a los que tenían en vida, aunque eso sí, en la plenitud de su juventud. Si eran viejos, en cuerpos treintañeros; si niños prematuros, en jóvenes adultos y lozanos. Es decir, la llegada al Sid era una gozada para los celtas, para los cántabros. La muerte era el principio de una vida nueva. Además, todos conservaban su rango social, el jefe seguía siendo jefe y el siervo, siervo, pero sin rencillas porque su vida de bienaventurados no daba lugar a ellas.
¿En qué consistía, pues, esa vida de tanto gozo en el Sid de los reencarnados? ¿A qué se dedicaban? ¿A qué sino a comer, a beber, a divertirse? El paraíso era para los celtas una gran comilona permanente, una sobremesa interminable, juerga y cánticos, chistes y risas sin principio ni fin. Un chollo. Por eso no bajaban al mundo de los vivos terrenales salvo en tiempos en que las fronteras de ambos mundos se difuminaban, en el Samonios por ejemplo. ¿Cómo iban a salir de ese lugar maravilloso? Preferían vivir en la dimensión paralela del mundo de los muertos. Eso de las lucecitas en las calabazas que los llamaba en el Año Nuevo celta, debía de ser una lata para ellos, pues tendrían que dejar los buenos manteles para ver lo que hacían los desgraciadillos que aún no habían muerto, a los que tanto quisieron en vida.
Los guerreros fallecidos en combate tenían, sin embargo, un trato especial. Además de esas juergas monumentales y eternas, se les encomendaba una misión guerrera, pues entraban a formar parte de la Gran Cabalgada de Lug, de Lucobos para los cántabros, y es que también en el Sid se luchaba contra las fuerzas de la Oscuridad, amenaza permanente y ubicua. Por lo tanto, los caídos en combate también pasaban la eternidad comiendo y bebiendo y, además, guerreando. ¿Se podía pedir más? Con tales creencias, cómo se iba a temer a la muerte, cómo no iban a desear morir en combate. Si no lo lograban y llegaban a viejos, tomaban el tejo que era una especie de convalidación de la muerte en batalla, y si moría el jefe, los soldurios se suicidaban también para seguir cabalgando con él bajo las órdenes de Lucobos en el Sid.
¿Y las mujeres? ¿Lo pasaban tan bien como los hombres? Por supuesto. En las crónicas irlandesas Mider corteja a Etaín por medio de un canto que es el mismo que el dios encargado de conducir al alma de las mujeres al Sid les canta a estas tras la muerte. Así le decía el dios a la difunta al oído:
“Oh bella mujer, vendrás conmigo a la maravillosa tierra donde se oye una hermosa música, donde se lleva sobre los cabellos la corona de primavera, donde el cuerpo es de color de nieve de la cabeza a los pies, donde nadie está triste ni silencioso, donde los dientes son blancos y negras las cejas... La cerveza de Irlanda embriaga, pero la de la Gran Tierra es mucho más embriagadora... Allí no se envejece, ¡qué maravilloso país! Lo recorren arroyos de un cálido líquido que unas veces es hidromiel y otras vino, pero que siempre es excelente... Los hombres son encantadores, perfectos, y el amor no está prohibido... ¡Oh, bella mujer! ¿Vendrás conmigo?” (Arbois de Jubainville. “El ciclo mitológico irlandés”, pg. 209).
Bueno, supongo que si todos en el Sid seguían con el mismo estatus que tuvieron en vida, y los señores permanecían como señores y los siervos como siervos, las mujeres seguirían siendo mujeres y, claro, en tal condición, ¿servirían la mesa del Sid durante toda la eternidad?... No, claro, eso no sería vida bienaventurada y entraría en contradicción con lo dicho en el párrafo anterior... No, ¡qué hacer!, no hay que ser mal pensados, las comidas llegarían solas a la mesa y se recogerían también solas, como en los dibujos animados de Merlín, platos que van y vienen por el aire volando a ritmo de gaita y tambor. Porque, ¿quién puede pensar que el paraíso celta, el Sid, estuviera pensado sólo para chicos, tan tragaldabas ellos?... ¡Qué hacer! ¡Qué pensamiento tan tonto!
El mito celta de Mider y Etaín al que arriba se ha hecho referencia es reproducido, aunque con notables modificaciones adaptadas al Solar Cántabro, en el segundo tomo de la epopeya “Cantábrica”, en el capítulo 29, donde se habla de “Calaeta, la disputada”, escena desarrollada en el castro de Peñarrubia, por Pámanes, que en la ficción se llama castro de Rud, perteneciente al pueblo de los blendios y es uno de los pocos casos en los que la reencarnación celta se produce en el mundo del más acá.
En definitiva, que la llegada al Sid para hombres y para mujeres, para buenos y para malos, era toda una gozada. ¿Cómo no iban a morir cantando los señores cántabros si sabían que al caer el sol participarían junto a Lucobus en su Gran Cabalgada, tras una fiera borrachera ceremonial y con un cuerpo joven y poderoso? Vamos, yo cantaría por lo alto, por lo bajo y por lo ligeró, aunque estuviera clavado en una cruz.
Nota.- Este contenido no pertenece a «Cantábrica, la gran epopeya del Solar Cántabro», sino que es mera aproximación, síntesis o reseña si se quiere de varias entradas de esa obra, en la que estos temas son tratados con gran amplitud, y con una notable bibliografía de referencia.
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Javier Tazón Ruescas, abogado.
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