La celtofobia es una actitud
irracional frente a lo celta, mantenida por un sector de la población
ideologizado. Su contrario es la celtofilia, tan irracional como el anterior.
No hablaremos de amebismo en ambos casos porque tras una y
otra postura, barricadas casi, no sólo se apostan gentes del común, sino
gloriosos académicos, y sería una actitud prepotente por nuestra parte la
descalificación de todos ellos.
Sí hay que hablar de ideologización. Las ideologías son
paquetes cerrados de interpretaciones. Se está con los colores del equipo
propio aunque pierda. Sostendré las posturas del partido al que voto, o en el
que milito, por muy irracionales que parezcan, pues son mis chicos. Los colores
ideológicos no son compatibles con los daltónicos, el que disienta en lo más
mínimo será excluido de la ideología en cuestión. Se trata de proporcionar al
adepto argumentarios completos y cerrados, parlamentos prefabricados, discursos acrisolados por el uso partidista
que no admiten discusión. Son programas de comportamiento cerrado e indiscutibles.
Una ideología resuelve todas las dudas de sus programados desde un punto de
vista angular: el suyo excluyente.
En este sentido, la celtofilia es el fleco irracional de una
ideología concreta, y la celtofobia de su contraria.
La celtofilia es más fácil de analizar. Cuando se echa mano
de sus argumentos es para acentuar el milenarismo. Se busca en los celtas el
paraíso perdido, la raza anterior a los tiempos de la que reivindicarse, una
presencia atemporal que, en el fondo, permanece inmutable. No hace falta decir
quiénes piensan así.
En la celtofobia, actitud contraria, sostenida con
virulencia por los otros, sí conviene detenerse porque la construcción de su
andamiaje es, en cierto modo, paradójica. Salvo en el mundo del galleguismo,
movimiento nacionalista centrífugo al que se opone el nacionalismo
contrapuesto, centrípeto, no existe mucho peligro de que los celtas constituyan
un ente separatista, mínimamente coherente. Sin embargo, lo celta pone los
pelos de punta a los celtófobos. ¿Por qué
razón?
Para mí que ello se debe a que lo celta cuestiona, por su
propia existencia, la trabajosa construcción de la nación española.
España no existió desde siempre, sino que fue creada por
liberales y conservadores del siglo XIX,
en un trabajo conjunto, contrapuesto pero enriquecedor, equiparable a los
procesos de formación de los estados modernos de toda Europa tras las guerras
napoleónicas. En estas murieron los estados patrimoniales y nacieron las
naciones tal y como las conocemos hoy, entes ficticios, titulares de derechos, incluso
el de la vida de sus hijos, que puede ser exigida. Antes se moría por el rey,
hoy por la patria, que puede reclamarnos nuestra única posesión: la existencia.
Esto conviene recordarlo cuando los descerebrados intelectuales y corifeos, los
sofistas mediáticos y los políticos uncidos al cocinu, hablan alegres de la
guerra, de Europa y de sacrificios.
La posmodernidad y el capitalismo depredador y agreste, el
liberalismo de los tiempos modernos tienden a la disolución de los estados en
el mercado, pero eso es otro asunto. Lo que nos interesa retener es que todas
las patrias se fraguaron en el siglo XIX, y la española también. Igual que hoy
día todas las banderas han sido fabricadas en China.
Lo celta es, en definitiva, un garbanzo negro en la
construcción de esa España tan trabajosamente diseñada, una piedra que impide
cerrar bien la puerta, una china en el zapato, un concepto del que hay que
desembarazarse por sistema, por coherencia, por precaución.
En la celtofobia, en el fondo, se halla, por ejemplo, la
razón última, inconsciente e irracional por la que muchos municipios potencian
y subvencionan expresiones culturales foráneas ─como las ferias de abril en medios
tan alejados como el Cantábrico─ en lugar de invertir en lo propio. Es
instintivo. Un baile por bulerías les suena más español que una jota a lo
ligero o a lo pesado.
La historia nos cuenta que los primeros resistentes contra
los romanos fueron los pueblos de Iberia. Viriato fue un pastor lusitano. Los
saguntinos, unos iberos rebeldes. Los numantinos, la quintaesencia de la
resistencia de los pueblos prerromanos contra el imperio. En mis tiempos de estudiante, los
celtíberos eran la mezcla de los celtas y de los íberos, según la escuela, bien
ilustrado el proceso de mezcolanza en la enciclopedia Álvarez. Tuve que llegar
a la edad adulta para enterarme de que celtíberos era la manera que tenían los
romanos de denominar a los celtas de iberia. Las guerras cántabras, por
ejemplo, fueron unas completas desconocidas en todos los planes de estudios
anteriores a la construcción del llamado estado de las autonomías.
Y es que, en la construcción de España se distinguía muy
bien entre romanos malos y romanos buenos, entre paganos y cristianos. Los
iberos y también los celtas ─a los que no se podía barrer y esconder bajo la
alfombra histórica─ fueron los auténticos patriotas de los primeros tiempos,
los auténticos españoles que se lo pusieron difícil a los romanos. Pero, claro,
no a los romanos cristianos de los que descendemos, sino a los malos, a los paganos.
Luego se cristianizaron, pero no los celtas, sino los
celtíberos ─mezcla sempiterna, hispánica, de celtas e iberos, aquellos
disueltos en estos─, porque, para la construcción de España todos los ladrillos
han de recubrirse con el revestimiento imprescindible de la cristianización.
Y aquí viene a pelo una anécdota acaecida en Escalante tras
la guerra civil. Montehano era aún una isla que estaba separada del continente
por una estrecha carretera y por un puente llamado romano, en el paraje de
Rodiles. Cuando se destruyó el antiquísimo puente para aprovechar sus piedras
en la construcción, una paisana que pasaba por allí increpó a los obreros:
pero, hijos, cómo tiráis eso, ¿no veis que lo construyeron los romanos? Pues
señora, le contestaron ellos, lo que construyeron los romanos, lo tiramos los
cristianos.
Es decir, que según la educación transmisora de lo español, asimilada
hasta por unos obreros de la construcción, los romanos y los cristianos eran
dos cosas diferentes. Los romanos, los malos de la película, se encontraron con
la resistencia de los protoespañoles, los prerromanos, los iberos, y también
los celtas, aunque estos en su condición más de celtíberos que de otra cosa, que
viene a significar “celta”, aunque el término queda suficientemente diluido, a entender
de los diseñadores de la patria española.
Los visigodos, germanos rubios y con ojos azules, eran
también superespañoles, pues se convirtieron al cristianismo. Y, por supuesto,
el caudillo que se rebeló contra los moros era un noble visigodo que llegó a
Cantabria y a Asturia y levantó a los montañeses contra el infiel. Cantabria y
Asturia, entes de dudosa cristianización, fueron sustituidas en tiempos muy
tempranos por la cristianísima Asturias, que englobaba a ambas.
Sacar ahora a relucir lo celta, sostener que los lusitanos y
los gallegos fueron celtas ─o preceltas, que aún es peor─, y que también
pertenecían a esas gentes los numantinos, los cántabros, los astures, los
vacceos, los turmogos, los arévacos y demás pueblos que se opusieron a Roma,
distorsiona el relato tan trabajosamente levantado sobre la construcción de
España en el siglo XIX. Incluso cuando se dice que los descendientes más puros de
los celtas son los aragoneses, pues en su territorio se asentaron los inmigrantes
galos a los que llamaron celtíberos ochocientos años antes que los romanos, a los
puristas se les ponen los pelos de punta.
No es que un hipotético nacionalismo celta preocupe en
demasía a los nacionalistas españoles, más allá del caso de Galicia, pero, por
sí o por no, siempre conviene desconfiar de todos cuantos sostienen la
reivindicación de un pasado celta.
¡Ha costado tanto construir la patria española!
Y, en este edificio levantado ladrillo a ladrillo, discurso
a discurso, pintura patriótica tras pintura patriótica, educaciones primaria,
secundaria y universitaria bien hilvanadas a lo largo del tiempo, melodías de
lo hispánico, himnos y Covadongas, en este andamiaje tan complejo, decimos, que
se encuentre agazapada entre los muros una burbuja de aire como lo celta, un
pegote de cemento incendiario infiltrado entre el ladrillaje, puede ser
peligroso. ¡Que no nos toquen el punto flaco estos celtistas! ¡Hay que acabar
con ellos!, aunque sea "ad cautelam".
Para profundizar en este tema, recomiendo la obra de Tomás
Pérez Vejo «España imaginada». Trata sobre la construcción del concepto
colectivo de lo español a partir de la pintura patriótica del siglo XIX.
Es curioso este autor, un completo desconocido en Cantabria, pese a que en Méjico es toda una autoridad. Y digo curioso, porque es lebaniego, de reconocido prestigio e hijo de la legendaria panderetera lebaniega Lines Vejo. En fin, no todos los cántabros son reconocidos en su tierra. Aunque, en realidad, e este académico mejicano le debe de importar un bledo que se lo pondere o no en nuestra tierruca chiquita, en nuestro mundo diminuto como una lenteja, aunque eso sí, repleta de hierro, como pedúnculo de mazajón. Pero no nos engañemos, no pasamos de grano en las arenas de la Historia.
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