Esta entrada no va de romanos, pero casi. Va de cántabros romanizados del presente, esos que miran el calendario y ven la fecha de hoy, quince de julio de 2025 y tienen los pies en el Solar Cántabro, gentes del aquí y el ahora, esos que miran por la ventana y ven las calles llenas de invasores: el miedo, la culpa y el engaño, las tres columnas que penetran por nuestros valles y que nos sorprenderán por la retaguardia a poco que nos despistemos.
«¡No importa!, ¡mañana venceremos!» Es esta una frase
habitual de un personaje histórico que ya estuvo presente en mi obra, en mi
malhadada novela «La Estirpe de
Velarde». Así decía en el apéndice de la misma donde relacionaba a los
personajes, en la dramatis personae:
Menéndez
de Luarca y Queipo de llano, Rafael Tomás.- Obispo de
Santander, presidente de la Junta de Defensa, Regente de Cantabria. Tenía la costumbre
de pasearse por la ciudad, e incluso de decir misa armado con dos grandes
pistolones. Organizó el Armamento Cántabro, al que proveyó de meras municiones
místicas y terminó en desastrosa aventura por la que Santander pudo haber sido
castigada con el saqueo. Cuando regresó del exilio acusó a don Bonifacio
Rodríguez de la Guerra, alcalde que salvó a la ciudad del desastre, de
afrancesamiento.
Este peculiar personaje vivía en Maliaño, hasta donde por
aquellos tiempos llegaba la mar, y solía ir a Santander en barca. Era fácil
verlo llegar como un profeta bíblico, en la proa de la misma, cara al viento y
con los pistolones en la cintura. Lo cierto fue que, para bien o para mal,
organizó una unidad militar a la que dio el arcaico nombre de Armamento
Cántabro y, por primera vez en la Historia, desde tiempo de los visigodos,
Cantabria fue una unidad política con total independencia, donde incluso se
llegó a emitir moneda.
Pasado el tiempo, el hombre huyó como Dios manda, pues era
preciso ponerse a salvo, ¡faltaría más! Pasado más tiempo, regresó a recoger el
fruto de su postureo antifrancés y echó en cara al alcalde de Santander no se
sabe qué comportamiento antipatriótico, pese a que era de dominio público que
salvó a la ciudad tres veces de ser arrasada de entendimiento con los también
descerebrados franceses. Curioso este alcalde olvidado que no tiene ni una
calle en la capital, don Bonifacio Rodríguez, quien, encima, era de Torrelavega,
¡le manda! Pudo, sin embargo, demostrar que había sido fiel.
El Pistolones demostró que se había dejado llevar por su
pasión histórica. Se vio a sí mismo como un Pelayo redivivo y quiso en Lantueno
enfrentarse al ejército francés, el más potente y adiestrado de Europa, con
voluntarios cántabros que salieron a escape del campo de batalla al primer
cañonazo. Luego, llegaron los gabachos a Santander y ordenaron la destrucción
de la ciudad, algo que Bonifacio logró evitar a costa de su patrimonio
personal, pues los generales franceses, todos jovencísimos y dispuestos, como
los antiguos legados romanos a enriquecerse, eran capaces de vender sus
banderas por una buena bolsa de pelucones contantes y sonantes.
Lo cierto fue que este Rafael Menéndez de Luarca, convencido
de que era la reencarnación moderna del resistente montañés don Pelayo, rey
cántabro de Cangas, no lo tuvo fácil y, siguiendo la tónica de los tiempos,
recibía en el exilio la noticia de esta o aquella derrota de las armas
españolas, que se producían cada dos por tres y que se remontaba una sobre las
espaldas de la anterior, hasta que, finalmente advino la victoria. Siempre que
le llegaban con una mala nueva comentaba eso de «¡No importa!, ¡mañana
venceremos!» Y lo cierto fue que se venció, se expulsó al francés tras una
sangrienta guerra civil que estirada, alargada e interminable, llegó hasta
nuestros días y aún colea.
Esa frase, «¡No importa!, ¡mañana venceremos!» sin embargo,
con independencia del fervor o la repulsión que pueda arrancar de cada uno de
nosotros la figura del esperpéntico personaje que la inventó, es una sentencia
acertada y, si me permiten, genial.
Podía haber sido pronunciada por los resistentes del Solar
Cántabro contra los invasores romanos. Y, en cualquier caso, resumiría la
contumaz capacidad de rebeldía del pueblo cántabro.
Quizá, pienso ─procurando no ofender a nadie─ haya llegado
el momento de sacarla del cajón de la Historia y elevarla a la categoría de
consigna, en unos tiempos en los que la población está envejecida, en unos
tiempos en los que el miedo al futuro es el rey y las falacias se columpian
entre las ondas invisibles del aire, en unos tiempos en los que las derrotas de
los de siempre se suceden una tras otra, en unos tiempos marcados por el
marchamo del sentimiento de culpa, podría servir para algo la esperanza, quizá
irracional, lo admitimos, en la victoria final. Dicen que la esperanza es
el único mal que no escapó del ánfora de
Pandora cuando esta la abrió por curiosidad. ¡Vaya usted a saber!
Pero, sí, quizá sea el momento de exhibirla de nuevo, porque
la esperanza en la victoria, sea o no viable, es un laxante contra el pavor al
futuro que agarrota nuestras entrañas, una garantía de equilibrio mental contra
las tres legiones que penetran en cuña por los montes de Cantabria en el
presente, como hace dos mil veinticinco años, sus águilas al viento: el miedo,
el engaño y la culpa,
La voluntad de resistencia de los pueblos que ocupan hoy el
Solar Cántabro, bien podría resumirse en esa frase lapidaria y pertinaz: «¡No
importa!, ¡mañana venceremos!». Quizá las Guerras Cántabras aún no hayan
terminado.
Y, para ir haciendo boca, vaya un poema a los inevitables
resistentes de la Cordillera, a quienes protagonizarán pronto una nueva
rebelión de esclavos sin Espartacos que los dirijan, un poema fabricado en
cuartetos encadenados terminados en serventesio doble por la insigne poeta
conocida como La Tocha de Sierrapando, incluido en la «Coda Poética» de
«Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar Cántabro», tomo tercero, página 364.
QUE REVIENTEN DE MIEDO
Esos que nada poseen,
nadas que mal se amontonan,
son quienes más hoy padecen
pánicos que los devoran
Sólo mal humo retienen.
No esperan ninguna gloria,
ni estandartes ni placeres,
y hasta a los dioses ignoran
Son los que pierden, que pierden.
Son los que lloran, que lloran.
Son los que sueñan que sienten
mal hambre en maldita hora.
Y desunidos se mueven,
y hasta compasión imploran.
¡Que juntos todos revienten!
Grita el dueño de la Historia.
Pero en la tarde se siente
la energía poderosa
de una luz menguada, tenue,
que en pregunta se transforma:
¿Cómo encarrilar las penas
hacia flagrantes victorias?
Sólo un camino hallaremos:
Recitar todas las coplas,
celebrar cien mil concejos
con quienes sufren y lloran,
recuperar los anhelos
que cayeron por la borda.
Vamos a unir los cabellos
y a trenzar nuestras neuronas
con cintas de anudar versos
nacidos entre amapolas
Diseñemos los cimientos
de una patria acogedora.
En cada mano los dedos
alas son de aves cantoras,
pluma y coraza los pechos,
picos de águila las bocas.
La Tocha de Sierrapando
Porque, a fin de cuentas, la verdad es que, pese a quien
pese, con paciencia de viejos topos que habitan en el subsuelo, siempre diremos
cuando nos venga la noticia de alguna derrota de nuestro estandarte, el
Cántabrum: «¡No importa!, ¡mañana venceremos!».
Notas a los plagiarios:
Somos abogados, seguimos nuestros escritos en las redes esquina a esquina
gracias a la IA, y pleitear no nos cuesta dinero. ¿Hay que decir más?
No hay comentarios:
Publicar un comentario