miércoles, 16 de julio de 2025

¿SOBREVIVIERON LOS CÁNTABROS A LAS GUERRAS CÁNTABRAS?

                                    

Hay quienes responden a la pregunta con un no categórico: los cántabros no sobrevivieron al enfrentamiento con Roma. Estos mismos  sostienen que la única resistencia que se opuso a las legiones estuvo en la vertiente sur de la cordillera, que en los valles del norte apenas hubo combates. También suelen considerar que los habitantes de la cordillera hacia el mar eran unos cántabros raritos, más tirando a vascos, especialmente en la zona oriental, del Besaya hacia naciente, con un régimen social matriarcal, opuesto al patriarcal propio de los indoeuropeos ─es decir, celtas─ que habitaban los valles occidentales, del Besaya hacia Asturias. Por último, estos teóricos consideran que las Guerras Cántabras fueron más ficticias que reales, una pantomima de la propaganda imperial de Augusto.

         Con estas teorías ─suelen presentarse como paquete integrado─ se desautorizan aquellas voces que proclaman el celtismo de los antiguos cántabros, pues habría una Cantabria celta, patriarcal, de corte indoeuropeo, la lindante con la actual Asturias, otra matriarcal, vascoide, la del oriente y una tercera evolucionada y auténtica, también de corte celta, la del sur, la que hoy pertenece a tierras castellanas, la auténtica resistente. Es decir, que lo celta quedaría más bien difuminado en el conjunto de esta Cantabria dividida.

         Con la idea de que los únicos que hicieron frente a Roma fueron los del sur, queda deslegitimada la resistencia global de los cántabros, y al rebajar la importancia militar del avatar histórico, justificado como mera acción de propaganda augustea, se atempera la consideración tradicional del enfrentamiento como un hito histórico de los montaraces pueblos de la Cornisa.

         Por último, al sostenerse que los cántabros fueron todos exterminados por la imparable maquinaria militar romana, se rompe la hipotética continuidad de este pueblo a lo largo de la Historia.

         Si eran pocos y, encima, estaban divididos; si las guerras no fueron tan importantes; si en la cordillera hacia el mar no hubo resistencia; si los cántabros eran más vascos matriarcales que otra cosa y si fueron todos exterminados, ¿qué justificación tiene hablar hoy de Cantabria, llenar la boca con este nombre de tanta evocación, reivindicarse continuadores, herederos, descendientes de los antiguos combatientes?

         Tras retener las anteriores ideas, situémonos en los años setenta del siglo XX. Comienza el régimen postfranquista de las autonomías. Se dan dos opciones políticas: Cantabria autónoma y Cantabria integrada en Castilla. Esta segunda opción quedaba como más española, más continuista, menos peligrosa.

         La primera alternativa era impulsada por ADIC, Asociación para la Defensa de los Intereses de Cantabria. La segunda respondía a los planteamientos de ACECA, la Asociación de Cantabria en Castilla.

         ¿De cuál de las dos organizaciones serían propias las ideas que minimizaban lo cántabro: cántabro-vascos, despoblamiento, resistencia sólo en las tierras castellanas, división, escasa importancia militar del conflicto y exterminio de los resistentes? Salta a la vista, de la ACECA, la Asociación de Cantabria en Castilla. Ese era su paquete ideológico integrado.

         Lo curioso es que su discurso ha permanecido latente en un sector de la población que desconfía de lo celta, que añora otros tiempos menos cantabrizados, que prefiere los bailes por sevillanas a las jotas montañesas, pues les dan más seguridad, los faralaes les parecen más españoles, más patrióticos. Las jotas, los pericotes, los pitos y las gaitas son eso: toda una gaita peligrosa.

         Una de las obras más documentadas sobre este tema es la de Manuel Alegría "Historia de ADIC", en la que se investigan estas posturas políticas en los turbulentos años setenta del siglo pasado, pero que es de recomendable lectura hoy día, tras este largo desfile de años y décadas.

         Lo cierto es que, en relación con el tema que hoy nos ocupa, la respuesta a si los cántabros sobrevivieron al empuje de las legiones romanas, hemos de decir que sí. De lo contrario, no se explicarían ciertos fenómenos históricos indiscutibles.

         La religión arcaica se mantuvo durante setecientos años tras las Guerras Cántabras, hasta la llegada de los inmigrantes cristianos de la meseta tras la invasión musulmana.

         ¿Quiénes adoraban, si no, a Erudino en la cima del Dobra, cuyo ara data del siglo tercero, creo recordar, después de Cristo? ¿Quiénes dejaron en las lápidas y aras sus nombres prerromanos, todas datadas en los siglos posteriores a las Guerras Cántabras? ¿No fueron exterminados? ¿Quiénes erigieron las grandes estelas discoideas, que si no fueron posteriores a las Guerras, sí se tallaron al filo de las mismas o en los años que siguieron?

         En cierto modo, es muy difícil exterminar a todo un pueblo. Lo fue en la antigüedad y lo es en el presente. Además, estas comunidades indígenas eran  valiosas para el mantenimiento de la tierra, por eso fueron bajados a los valles por Augusto, y como mano de obra en las minas. Eliminarlos físicamente habría sido antieconómico.

         Pero es que, además, del mismo relato histórico, de la secuencia de las Guerras, con intervención alternativa de los pueblos cántabros en el enfrentamiento con Roma se deduce: primero, que el nivel de unidad y de organización del bando cántabro no fue desdeñable, habida cuenta del tiempo que mantuvieron en jaque al poderoso ejército romano que, según está documentado, intervino en el enfrentamiento, pues con una población y una superficie cien veces inferior a la de la Galia, resistieron  diez años, mientras que a César le costó sólo dos dominar la Galia toda. No estaban, pues, tan desunidos como alguno pretende hacer creer.

         Segundo, la unidad de los populii cántabros no fue completa, como lo demuestran las crónicas latinas, en las que se hace referencia a que en las diversas rebeliones cántabras, de aquel Vietnam para Roma que fueron las Guerras, intervinieron unos pueblos en unas, otros en otras. Es decir, que la resistencia cántabra, aun siendo fuerte y con cierto nivel de unidad, no fue absoluta.

         En otras palabras, y aquí va un jarro de agua para los montaraces, hubo colaboracionistas entre los cántabros, si tal nombre pudiera aplicarse a unos paisanos del Segundo Hierro, y los amigos de Roma no suelen ser exterminados. ¿Cómo se explica, si no, la presencia de cántabros con el cargo propio de la administración romana, el de Princeps Cantabrorum, algún siglo después?

         No nos quepa duda, igual que entre los astures, los brigaetinos trabajaron con eficacia a favor de Roma en Lancia, entre los cántabros hubo también colaboracionistas, aunque desconocemos los nombres de sus pueblos. Ya hablamos hace tiempo de ello cuando dibujamos la controvertida y dudosa figura de Corocotta. Pensar lo contrario sería ir contra la naturaleza misma de las cosas. Y, claro, los colaboracionistas, por lo menos, no fueron exterminados.

         ¿Acaso no participaron después de las Guerras los cántabros en las legiones romanas? ¿Qué cántabros si fueron exterminados? ¿No se habla del estandarte Cantabrum como signo de la caballería romana? Esta incontrovertible realidad histórica es poco compatible con el exterminio.

         Y es que, repetimos la idea, la aniquilación de todo un pueblo es factible, sí, ejemplos hay en la Historia, cierto, incluso César, el magnánimo Julio, las armó pardas en la Galia, pero, claro, pasar por el filo a muchos es trabajoso, cansado, requiere gran preparación y notable logística macabra.

         Muestras tenemos en la historia y, sobre todo en el presente inmediato y televisivo, que avalan esta idea.



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