El
primero de los nuestros que dejó referencia escrita sobre los druidas fue Julio
César en su memorable obra De Bello
Gallico. Le sorprendieron porque parecían gentes raritas esos señores del
roble.
Eran
sacerdotes con gran poder entre los galos, constituidos en una especie de
iglesia altamente jerarquizada y con especial amor por el oscurantismo. Sus
enseñanzas no eran rastreables, pues nunca las transcribían al entender que la
escritura perjudicaba la memoria, y no contaban todo lo que sabían sino a sus
discípulos; al pueblo lo justo y recortado, por si acaso.
Además,
conocían el griego, pues pese a su animadversión a los textos escritos, cuando
tomaban la pluma usaban ese idioma, el inglés de la época. Y, claro, quienes
conocen una lengua, sin duda están al corriente también de la cultura que lo
acompaña como la concha al caracol. Vamos, que no sólo sabrían griego, sino que
conocerían la obra del mismísimo Homero.
En
definitiva, estos druidas eran chamanes indoeuropeos evolucionados, cultivados
y, seguramente, dueños de grandes arcas repletas de conocimiento. Todo esto le llamó
grandemente la atención a César.
Las
notas recogidas por Julio eran referidas a Las Galias, pero nos consta de la
existencia de estos druidas en las Islas, en Inglaterra y en Irlanda porque
fueron perseguidos hasta esos rincones del mundo. Otro emperador se encargó de
ello, Claudio, el magnífico cojo y tartamudo tan bien moldeado por Graves. Acorraló
y exterminó a los rebeldes en la isla de Man, donde se refugiaran.
A
los romanos les molestaban muchas cosas de los druidas: primero su enorme poder
sobre la población, pero también su comportamiento un tanto insolente.
Cuentan
que estos sacerdotes tenían gran sabiduría y labia, y que se valían de
artefactos mágicos para convencer, como por ejemplo las llamadas piedras de
serpiente, según nos relata Lucano. Eran estas una especie de frutos de textura
recia en los que se agazapaban mil serpientes, piezas que convertidas en
artilugios por procedimientos mágicos, tenían la virtud de que quien los
llevara en la mano mientras hablaba, resultase todo un campeón de la oratoria y
podría manejar a su antojo a todo un tribunal o a cualquier auditorio.
Un
día descubrieron que un druida estaba dejando embobados a los jueces de un
pleito en el que era parte y le sacaron de debajo del sagum la mano, en la que
escondía uno de esos huevos. Claudio ordenó su ejecución. Ahí se inició la
persecución a los druidas.
Yo
no sé si será lo mismo, pero en una ocasión vi un extraño fruto colgado de un roble
en mi casa. No daba crédito a lo que veía —ya se sabe lo aficionado que soy a
las manzanas y a la sidra— porque aquello era una manzana de mediano tamaño
nacida de un roble. Lo estudié, lo investigué y me enteré de que esos frutos de
roble resultaban ser meros nidos de avispitas diminutas que apelotonadas viven apeguñadas
en ellos en la fase de larva, y sí, ciertamente parecen manzanas. Se llaman quejigos.
Digresiones
aparte, de la doctrina druídica, no nos queda más que una frase transmitida por
Diógenes Laercio, en la que se concentra el ideal de vida de los druidas: “Adorar a los dioses, no hacer nada indigno y
ejercitar el valor”. Cuánto debían de saber los tíos y cómo se llevaron sus
secretos a la tumba... ¡Le manda!
Pero,
ya aquí, de vuelta a esta tierra de garbanzos, cabe hacernos una malévola
pregunta, ¿hubo en alguna ocasión druidas entre los celtíberos? Y por
extensión, cabe preguntarse: ¿hubo druidas entre los cántabros y los astures y
entre los pueblos circundantes, habida cuenta de su cultura celta o celtizada?
No se han encontrado restos documentados parece ser la respuesta. ¿Eso quiere
decir que no los hubo? No, sólo que no se han hallado aún, que es muy diferente. Porque la tierra
escupe poco a poco sus digestiones históricas y la arqueología hace lo que
puede, nunca milagros, aunque a veces algunos descubrimientos lo parezcan, como
los de la Espina del Gállego y de La Loma.
Se
tiene, sin embargo, la sospecha de que algo parecido a druidas tuvo que haber.
Por ejemplo, en Peñalva de Villastar, en una esquina de la Celtiberia, existió
un santuario dedicado al dios Lug que debían de gestionar sacerdotes, quizá una
familia concreta de ellos, los Turos, ¿no suena la relación de este nombre con
Teruel? Turo viene a significar fuerte, de dura corteza, recio, poderoso...
¿como el roble?
También
hay algún santuario lusitano que, seguramente, estaría regentado por una casta
sacerdotal, como el de San Miguel de la Mota, dedicado al dios Endivélico,
donde se atendía a los enfermos y a los que allí acudían en busca de oráculos.
Por
último, se tiene el ejemplo del jefe celta Olíndico, propagandista y
organizador del levantamiento de los celtíberos contra Roma, que recorría los
castros predicando algo parecido a una guerra santa frente el imperio y que se
sacrificó, al estilo druida, entrando sólo en un campamento romano para
ejecutar a su comandante, señal generalizada para el levantamiento.
Sobre
este asunto es aconsejable la lectura de Eduardo Peralta (los Cántabros antes
de Roma, páginas 252-253), la de Carlos Jordán (El topónimo Teruel) y la de Francisco
Beltrán (Epigrafía de Peñalva de Villastar), a los que este humilde divulgador
y poeta épico sigue como mejor puede y sabe.
En
definitiva, que algo habría, un chamán en cada pueblo por lo menos, y que estos
estuvieran organizados bien podría ser, y que tras ellos existiera un colegio
familiar, el de los Turos por ejemplo, pues también, y que constituirían el
núcleo ideológico de la resistencia contra Roma, más que probable.
De
lo que no cabe duda es del papel que muchos de estos sacerdotes del roble
desempeñaron en la transmisión de las leyendas de los últimos pueblos célticos,
los irlandeses y los galeses, las cuales fueron compiladas —trabajo meritorio y
digno de agradecer—, además de modificadas, trafulcadas y hechas cuadrar a
martillazos con la Biblia por monjes cristianos que, según Arbois de
Jubainville eran druidas reciclados en brazos del cristianismo: la rosa y la
espina, la luz y la sombra, la preservación de las leyendas y, al tiempo, la
aculturación. ¡Qué le vamos a hacer!
En Cantábrica se habla de druidas, pues el
término es altamente literario, conocido por cualquier lector y suficientemente
significativo de la imagen de estos sacerdotes celtibéricos. Además, el
protagonista del segundo tomo es Turo, un druida itinerante que al estilo de
Olíndico, recorre los castros —todos los que en la actualidad se han excavado,
de ahí las más de quinientas páginas del segundo tomo de Cantábrica—, y los recorre, digo, durante los años inmediatamente
anteriores a las Guerras Cántabras para predicar la necesaria unidad frente al
portentoso enemigo que se les echaba encima, para contar historias y para sanar
a los enfermos.
En fin, esto es todo por hoy, buena gente del Solar Cántabro
sedienta de mitología.
AVISO... El anterior texto
no pertenece a “Cantábrica. La Gran
Epopeya del Solar Cántabro”, sino que refunde, comenta y explica en formato
divulgativo algunos de sus contenidos.
También se quiere hacer
constar que este texto está protegido por DERECHOS DE AUTOR, y que
periódicamente, gracias a la IA, hacemos barridos en la Red para detectar
plagios. Según la normativa de Facebook, la inserción de un texto o una imagen
en esa red social no implica la pérdida de los derechos de autor frente a
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expediente 2024/5095 del RPI-España-UE. (Tazón. Abogados)
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