Ya cuando estudiaba para
cura, allá en mi lejana pubertad, hacia 1967, y lo pasaba pipa traduciendo al
Tito Livio de los florilegios escolares (hay que ser bobo), eso de la Santísima
Trinidad me rechinaba.
Ahora
sé que es un mito copiado con profusión de tinta, aureolas y misticismos
teológicos —que dieron lugar, y lo dan, a ríos de tinta eclesiástica y
doctoral— que fue copiado, digo, de la mitología griega y que tuvo excelente
acogida en los territorios germánicos y célticos, integrados en los albores de
la edad media en la ecúmene cultural romana, gracias a la querencia hacia esa
institución de los pueblos llamados bárbaros, en especial de los celtas, los
más romanizados de todos... Salvo excepciones —ya lo sé, ya lo sé— como el
Solar Cántabro y el Solar Astur.
En efecto, en la teogonía hesiódica se detectan hasta quince
tríadas diferentes de dioses: Hades, Poseidón y Zéus, Hestia, Hera y Deméter,
grayas, harpías, erinias, hespérides, etc. Hasta la misma Hécate es una diosa
de tres caras. Y esto a los griegos les vino dado de las religiones del
Creciente Fértil, de las que tomaron las bases para su espiritualidad. Es
decir, que el concepto de la Tríada divina era conocido y manoseado por las
gentes religiosas desde tiempo inmemorial. El que luego los romanos cristianos
le dieran el nombre de Trinidad para referirse a su divinidad, o a sus
divinidades, es ya una cuestión terminológica y de oportunidad.
El paralelismo del mito cristiano de la Trinidad y el griego
es pasmoso. En la mitología griega, Caos es el principio original, Gea el
principio material y Eros el principio unificador. En la cristiana el principio
básico es el Dios Padre, el material es el Hijo y el unificador el Espíritu
Santo.
En la concepción celta de la divinidad, las tríadas también
están a la orden del día. Serían múltiples, es decir que afectarían a muchos dioses
y diosas que se nos presentarían siempre en forma tridimensional de patres y
matres: Un dios providente (función legislativa), un dios guerrero que viene a
traer la paz y no la guerra (función guerrera) y un dios providente, unificador
y cohesionador (función nutricia y provisoria). La personificación y concreción
de estos dioses era muy variopinta. Tenían tríadas para todo, hasta el punto de
que no queda aún claro si los celtas eran monoteístas camuflados en politeísmo
o no. ¿Eran tres dioses, pero, en realidad, uno solo? ¿Era un solo dios pero,
en realidad, dividido en tres y en múltiples tríadas? Esto no está claro, pero
fácilmente se entiende que la doctrina cristiana de la Trinidad se abriera paso
en tierras celtas como el cuchillo en la manteca, en especial cuando los
druidas se convirtieron en monjes, allá por los siglos IX a XI a más tardar, las
sagas fueron transformadas en cánticos adaptados a la Biblia y los poderosos
dioses celtas en meros duendes de los bosques.
Es
curioso en este sentido cómo la corriente herética cristiana del Priscilianismo
supuso un punto intermedio entre el celtismo y el cristianismo, pues para ellos
la Trinidad estaba compuesta por el Padre, claro, el Espíritu Santo, por
supuesto, y el Hijo —aquí radicaba la gran diferencia—, que era la tierra misma,
lo consistente, lo palpable, lo que establece el contacto entre la divinidad y
el hombre, la génesis de un cuerpo místico en el que todo se integra. Este
Cristo Cósmico equivaldría a la Gea griega y por eso lo adoraban los seguidores
del hereje gallego —que dicen está enterrado en Santiago en lugar del otro, del
inventado jinete matamoros— lo adoraban, decimos, en los bosques, en los viejos
németom sagrados, e iban con los pies
descalzos para mejor entrar en contacto
con la tierra, su madre, su padre.
Este
Prisciliano fue el primer hereje decapitado. Propugnaba una regeneración de la
Iglesia, dominada por obispos que, precisamente durante las persecuciones,
habían renunciado a la religión verdadera y jurado fidelidad al emperador (Itacio,
Hidacio, Higinio), readmitidos al redil tras el arrepentimiento, pues repudiaron
de nuevo a los falsos dioses y aseguraron que si abjuraron de Cristo en su momento
lo hicieron para evitar males mayores y con los dedos cruzaditos bajo la toga o
con una reliquia escondida en la mano. Pues bien, luego de perdonados se apropiaron
del poder eclesiástico y, claro, los que resistieron las persecuciones se sintieron
ofendidos y generaron grandes movimientos heréticos que, en realidad, eran reacciones
de pureza evangélica frente al cesaropapismo imperante. Con respecto a Prisciliano,
hasta el mismo Marcelino Menéndez Pelayo, en su gran cuaderno de fichas
heréticas, los Heterodoxos Españoles, cambió de opinión y lo consideró católico
entre los católicos cuando aparecieron algunos de sus escritos a finales del siglo XIX.
Si unimos este concepto de la Trinidad a la pervivencia de
la Cruz de Lug en el mundo celta como importante símbolo, tenemos la clave de
la fácil entrada de los misioneros cristianos en tierras célticas de toda
Europa... Claro, claro, en Cantabria no entrarían hasta la Reconquista, ya
sé...
También, como hemos dicho, jugaron importante papel los
druidas chaqueteros y ocultistas que se pasaron al cristianismo y reciclaron
las leyendas celtas, sobre todo en Irlanda y Gales, pero esto es otra historia,
quizá la de mañana. A lo mejor también les hablo de quiénes componen las
tríadas célticas en “Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar Cántabro”
Por cierto, que nadie se enfade porque llame mitología a las
creencias cristianas, de verdad, no se dice con mala intención, sino con la más
pura inocencia de quienes, racionales al cabo, no somos conscientes de haber
cometido ningún pecado original y, en consecuencia, repudiamos toda forma de
religión, filosofía o incluso ideología, porque cada uno hace de su capa un
sayo, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Amén.
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