lunes, 21 de abril de 2025

LA INVENCIÓN DE LA MITOLOGÍA ROMANA

 


 Sostengo, frente a quienes creen que el MITO es la base de la MITOLOGÍA y que la principal fuente de esta es la LITERATURA. Es decir, el trabajo METAPOYÉTICO, la creación literaria de la leyenda, eje en el que se mueve CANTÁBRICA. Y, para ejemplo entre los ejemplos, el de la mitología romana.

Todos sabemos que LA ENEIDA, junto con la Iliada y la Odisea, es la tercera pata de las epopeyas que marcaron la conciencia mitológica de nuestra cultura durante algún que otro milenio. La Eneida, además, está escrita en LATÍN, lo que la hace más cercana aún a nosotros pues, pese a quien pese, con perdón y mejorando lo presente, casi de rodillas lo digo, somos herederos de los romanos y el latín es nuestro idioma padre y madre —incluso padre también del llamado cántabru y del asturianu—, en fin, que nadie es perfecto.

Pero, ¿quién, por qué y cómo se escribió la Eneida? La parió el gran Virgilio, casi un santo pagano, por orden de Augusto. Este rabiaba porque los griegos, tan inferiores al no tener para los romanos ni media bofetada, pueblo de esclavos, contaban con una mitología que quitaba el hipo y los romanos, aunque imitaban cuanto podían, no les llegaban a la altura del coturno. Total, que le dijo Augusto a Virgilio que...

Asistamos, mejor, a su conversación en vivo y en directo:

Oye, Publio, dice Augusto, ¿serías capaz de escribir una epopeya que vinculara a mi familia con la divinidad? No te entiendo, dice el otro. Sí, hombre, quiero decir que vendría bien que nos hicieras descender de Venus por ejemplo. Publio Virgilio contesta que sin problemas, y pregunta si tiene alguna idea más concreta, alguna instrucción que darle, algún hilo del que tirar. Pues sí, responde Augusto, mira, ¿te acuerdas de cuando Julio César sacó las efigies de Mario, el enemigo de Sila, en la primera guerra civil? Claro, no había nacido pero oí hablar mucho de aquello, es ya un mito. Pues mira, Publio, dice el emperador, mi papá adoptivo en aquel memorable discurso funerario sostuvo que los Julios éramos descendientes de Venus y de Anquises. Ya sé por dónde vas, gran Octaviano, se refería al desliz de la diosa del amor con ese mortal, Anquises, al que su hijo Eneas se echó al hombro cuando huían de Troya. Veo que lo pillas, me encantaría una buena obra, pero buena buena, vamos que no se sonrojara ante la Iliada, ¿serías capaz? Por supuesto, señor, contesta el lince de Publio, y te haré descender de Eneas, de Anquises y de Venus, y además, de los troyanos y de Príamo porque sí que me acuerdo sí, Homero y Hesíodo hablan del tal Anquises, pero... Y aquí duda un poco el gran literato, casi santo pagano, pero nada dicen de que viniera después al Lacio para fundar Roma. Bueno, responde misterioso Augusto mientras ordena que le rellenen la copa al poeta con el excelente vino de Palermo usado días antes para agasajar a los embajadores de Partia, creo que Ennio escribió algo sobre ese asunto. ¿Quinto Ennio?, pero hombre, si era pésimo poeta y, además vivió hace casi doscientos cincuenta años... Mira, Publio, si vivió hace tanto tiempo mejor, y si era malo mejor que mejor, porque tú vives hoy y eres pero que muy buen poeta... Visto así... No lo dudes, buen Virgilio, verás, hace poco tuve en mis manos una obra suya... ¿No serán los Anales? La misma. Pues creí que se había perdido, dice el poeta. No del todo, mira, un ejemplar lo tenía mi papá Julio César y de ahí sacó eso de que era descendiente de Venus. A ver, Augusto, corta Publio, ¿me estás diciendo que copie a Ennio? Pues sí, querido amigo, porque te voy a decir la verdad tal y como yo la veo, y es que no he conseguido saber si ese escritorzuelo se inventó lo de Eneas, su hijo Ascanio y su padre Anquises, y por supuesto lo de la liada con la inmortal Venus, o lo recogió de alguna leyenda perdida que corriera en boca del pueblo, no lo sé, pero sí me consta que entre la porquería que escribió había alguna que otra joya, al menos para mí y para la propaganda que precisa mi familia y, de rebote, mi política de endiosamiento, ¿me entiendes? Publio Virgilio queda pensativo, saborea el excelente palermo que abriera Augusto el día anterior para agasajar a los partos, creo que ya se ha dicho, y tras un silencio algo embarazoso responde: ¿Sabes lo que pienso, Octaviano, Augusto, padre de la Patria? ¿Qué, dime, dime...? Que recogeré el oro que se esconde entre el estiércol de Ennio y que escribiré para tu familia una obra memorable. ¡Bravo! ¡Gracias!, no esperaba menos de ti Publio Virgilio, pero dime, ¿podrías darle el título de La Eneida? Eso está hecho, César, tus sugerencias son órdenes. ¿Y hablarás en ella de Rómulo y Remo, y vincularás a estos con Eneas? Hombre, Augusto, eso es más difícil porque entre estos, el final de la guerra troyana y Eneas, pues no sé, hay un gran vacío, ¿no?, las fechas como que no cuadran... ¡Ay, poeta, poeta!, dice Augusto y golpea cariñoso el hombro de Publio, seguro que te las apañarás para atar unas cuantas hilachas. Al menos lo intentaré. Pues sí, gran poeta, porque te diré que son las costumbres y los héroes de antaño los que hacen la grandeza de Roma. ¡Gran frase! Pues mira, Publio, eso lo dijo Ennio, responde Augusto para sorprender a su interlocutor y cambia de tema: Por cierto, ¿qué tal está el vino? Bueno, no digamos que digamos, pero tampoco digamos que no digamos. Me encanta la ambigüedad en los literatos, Publio, ¡qué buen comentario, tú sí que sabes!... ¡A tu salud y a tus pies, padre Augusto, sólo tú eres digno de pisar mi sombra! ¡Grande, Publio Virgilio, eres grande!

         Y se baja el telón. Se admiten aplausos.

 


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