(Con
mis disculpas por la extensión del relato, facebookeros, pero la poesía es así;
no entiende de prisas. Quienes sientan el insuperable hormiguillo de sus pulgares de sube y baja, pasen de
largo, pues la salud es lo primero, y que la vida les sea leve).
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Cionín pisa despacio, quiere
sentir la tierra bajo sus pies, oír el sonido de las hojas al quebrarse, oler
el vaho que emana de ellas al descomponerse, percibir la flecha de unos ojos en
su espalda. Siempre siente lo mismo en aquel paraje, como si alguien la mirara,
como si fuera un protozoo en el portaobjetos del microscopio.
En otra dimensión del tiempo, pisa el mismo suelo
Voccareca, vadiniense del clan de Bod, los invencibles, adoradores de Casus
Bodo; concana por parte de padre. No tiene prisa. En el bosque se siente
protegida. Allí ha podido escuchar el silencio de los dioses y ha sentido a la
la mirada de su padre Dorulio en la espalda, el cariño de su madre Anna,
siempre atenta a donde pisa; son los espiritus de sus antepasados, los sagrados
trasgos que velan por ella. Siempre la acompañan en silencio mientras recoge
las hojas del roble para las predicciones y los ritos.
Las dos mujeres recorren igual sendero separadas por una
cortina de tiempo, de milenios trenzados, humeantes de Historia. Huelen los
hongos del aire, escuchan a los pájaros del misterio, ven los colores del
atardecer. Una recita para sus adentros oraciones a los antepasados que se
fueron, como ahora escapa el sol que se filtra, rojizo, por entre la hojarasca.
La otra escucha el silencio de los colores, contempla la luz de los trinos,
saborea la niebla que pronto se hace presente y anuncia la noche.
¿Quiénes
son? Una es Cionín, profesora de latín recién jubilada del instituto Rey
Pelayo, de Cangas, habitual de aquel németon sagrado en el que en la más remota
antigüedad se celebraban los ritos; ¡cuántas decisiones ha tomado entre
aquellos árboles! Otra Voccareca, la madre del gran castro de Concana que suele
acudir al santuario para recoger el espliego que cura las erupciones, la
siempreviva que hace mover los vientres, la hoja de laurel que ha nacido bajo
el altar de los sacrificios, a cubierto del gran roble, tan útil para los
dolores de pecho. Sólo en aquel santuario crecen las plantas más sanadoras
tocadas por el dedo de agua de los dioses.
Cionín
tiene a su único hijo, militar, destinado en el Líbano, en misión de los Cascos
Azules. Vocca es madre de Terencio, auxiliar de caballería con destino en
Panonia; conoce muy bien el latín y hasta dicen que sabe leer las tablillas de
los centuriones y transmitir las órdenes a los suyos.
¿Lo
verá de nuevo?, piensa Cionín, la profesora, y se estremece como tiemblan las
copas de los árboles en lo alto; se levanta el cuello del jersey. Vendrá cuando
haya muerto, piensa Voccareca, la vadiniense, y sólo recibirá mi sonrisa triste
reflejada en los pétalos de estas flores; se cubre con la capucha del sagum, lo
vestía él cuando aún era niño, todavía huele a leche.
Un
pinzón chapalatea justo encima de Cionín y un petirrojo le contesta cómico,
como burlándose; al coro se une un mirlo y el cetia ruiseñor dirige la orquesta
desde la lejanía. Saludan con sus trinos a la tarde que muere y a los rayos
oblicuos del sol que juegan al escondite entre los troncos de los árboles y
dibujan fantasmas con aureolas de fuego.
Voccareca,
en el otro rincón del tiempo, busca a tientas casi el ara sacrificial, tres piedras
acaballadas bajo las que descansará y pasará la noche que se aproxima,
¡necesita tanto que le hablen durante el sueño! De momento, se expresan por
medio del pico de las aves para asegurar que están ahí, y la corneja es la más
estridente, la que pone punto final a todas las conversaciones aladas. Bien
sabe Voccareca que tras ella se esconde Deva, la madre creadora, la que vestida
de negro la invita a descansar. En el silencio inmortal se manifestarán los
dioses y le entregarán el recuerdo de Terencio para que pueda mecerlo una vez
más entre los brazos del alma.
Cionín
se siente observada. Sabe que cualquier movimiento será captado, que cualquier
pensamiento podrá ser conocido por alguien invisible, ¿los dioses quizá! ¡Qué
tonterías piensa! Pero, claro, son tantas las lecturas, tantas las visitas al
németom sagrado, tantas las lecciones que impartió a sus alumnos, tantos los
cuentos narrados entre besos al pequeño que es ya un sargento barbado, marcial y
de mirada fría; en fin, es tan exuberante la patria de su imaginación, que la
divinidad arcaica ha adquirido ya naturaleza palpable. Cómo le gustaban los
relatos de los viejos dioses a su sargentín. ¡Qué hará a esta hora!, ¿habrá
cenado?, ¿beberán mucho en la cantina?, ¿irá con mujeres? ¡Qué lindo era, cómo
chupaba nada más nacer, insaciable, nunca podrá olvidar la sensación.
Voccareca
ha logrado sentarse junto a la roca del altar. Pronto necesitará ayuda y no
podrá acudir al santuario porque en sus ojos ha penetrado una cortina de humo.
Sabe que no volverá a ver a Terencio, pero si regresara, al menos podría
tocarlo, sentirlo, oler el cuero de su armadura, el hierro de sus armas, el
sudor del guerrero, y sonríe. Ha cerrado los ojos, pero sabe que otros muchos
la miran. Nemedo Sediago calma su espíritu; Madre Cantabria le asegura que en
otro lugar lejano, Terencio está postrado ante su altar y que ruega en sus
oraciones que la proteja; Madre Astura le asegura que está bien de salud; Epona
relincha en la lejanía para ratificar las palabras de sus compañeras y las
pequeñas janas han debido tomar a pulso a la anciana, pues siente como si
flotara.
También
se acomoda Cionín sobre una piedra musgosa. Ha extendido un pañuelo para
protegerse de la humedad. Atiende a los mil sonidos del bosque que se oscurece.
Escucha el leve oleaje de los chopos cantores cuyas hojas hace sonar un viento
de campanillas. Un perro ladra muy lejos. Los sonidos civilizados no se atreven
a penetrar en el misterio. Sigue con la sensación de que la miran, ¿será la voz
de los dioses? Son deidades, en todo caso, diferentes a las descreídas
generadoras de ateos. Estas, las emanadas de la tierra, no se sienten como intrusivas
y son irrepresentables, pues carecen de contornos, su presencia se limita a
dibujar sonidos en el aire, a fabricar música con los colores del sol que ya
cae, que pasa del rojizo —el pelo de su sargento cuando era niño— al negro de
su propia juventud. ¡Qué melena tenía! Se la cortó cuando sacó las oposiciones
a secundaria. Parecía una niñina. Todos admiraban a la jovencísima profesora, no
había alumno que no estuviera enamorado de ella, se quedaban con la boca
abierta cuando les contaba las inauditas historias de los astures y de los
cántabros. No lo hacía mal. Se siente satisfecha con su trayectoria profesional.
Los mejores tiempos. Qué atrás quedan esos recuerdos, amontonados en la misma
caja en la que guarda el rosario que usó el día de la primera comunión. Una
urraca parece asentir con su graznido a todos sus pensamientos, como dándole la
razón en bloque, ¿o es una diosa innominada?
En
las noches de plenilunio, Voccareca y todos los de su pueblo danzaban a la luz
de la luna en honor a ella, la Innominada. No eran muchas las noches que desde
el castro de Concana podía contemplarse el espectáculo de un cielo despejado,
por eso había que aprovecharlas. En las mismas puertas de las casas se iniciaba
el baile, sacaban todos los maderos, todos los bronces sobre los que se pudiera
percutir, el ruido era ensordecedor. Luego se tomaban de la mano y bajaban
hasta la alberca, donde el espacio se ampliaba, y allí gozaban hasta el
amanecer. Eran viejos tiempos. Cuando Terencio nació no tuvo ya ánimo para
tales esparcimientos propios de jóvenes, el mamoncete le llevaba la leche, el
tiempo y la vida, pero todo lo daba con gusto. Y ahora, vieja y casi ciega,
sólo piensa en dormir, en reposar en el silencio de los dioses, quizá la
reciban pronto en el Sid, una pena no haber nacido varón para participar en la
Gran Cabalgada de Lucobos, de Lug como dicen los vecinos lugones.
Cionín
recuesta su cuerpo en el tronco de una encina. Un sopor la invade. ¿Será
Erudino, señor de la sabiduría y de la ensoñación quien está a su lado? También
Voccareca dormita, y sabe que Obelégino la llevará de la mano hacia mundos
desconocidos. Qué hermoso sería poder volar entre las capas del tiempo.
Y el
sopor se hace piedra. Las dos mujeres, separadas por más de dos milenios, sienten
que se elevan, y que volando se entrecruzan. Se ven, mira qué curioso, otra vieja
como yo, o quizá más, seguro que más. Son dos númenes que se interpenetran,
hombro con hombro, pecho con pecho, cabeza con cabeza, se superponen, se
unifican, siamesas oníricas, ¿quién es esa otra?, ¡qué más dará! yo misma,
quién va a ser si no. Y como cigüeñas atraviesan el cielo del tiempo, y se
disipan las nubes de los ojos y torna a crecer el cabello y su blancura se compacta,
convertidas las melenas en toboganes de nieve por los que se deslizan las dos
mujeres que se aproximan, que chocan sin dolor, que se entremezclan definitivamente,
que se confunden sin que ni el espacio ni el tiempo puedan impedirlo.
Se
ha producido el milagro, Voccareca es profesora de latín recién jubilada del
instituto Rey Pelayo, de Cangas de Onís. Cinonín, matrona del castro de
Concana, junto al Sella, es madre de un legionario de la Cohors III Cantabrorum
con destino en Panonia Occidental.
Este
prodigio acontecee pocas veces en los németom sagrados, en los santuarios que
aún perviven, en los fanos que siempre fueron morada de los dioses. Para que el
milagro se produzca es preciso que se den varias circunstancias: que los
transportados no teman la muerte más que la vida, que la luna llena muestre la
cara de la Innominada, que la urraca y la corneja, representantes de Deva y de
Epona, graznen al atardecer, y que los rayos del sol poniente entremezclen el
recuerdo de los vivos y la presencia de los muertos.
Si
todo esto sucede, cualquiera puede viajar en el tiempo hacia adelante o hacia
atrás para evadirse del presente incierto, y levitará con alas entre los
robledales de un pasado heroico. Se sentirá libre en el momento y en el espacio,
mientras dure la somnolencia arrullada por el trino de los pájaros, por el soplo
de los dioses.
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En
“Los Cántabros”, de Joaquín González Echegaray, Estudio 1997, pg. 200, se
recoge la siguiente ara sepulcral: “Monumento a los dioses manes. Terencio
Boddegum, vadiniense, se lo dedicó a su querida madre Voccareca, de ochenta y
ocho años”. Hallada en el Collao, Cangas de Onís.
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Nota.- Este texto no es de los
incluidos en “Cantábrica”. También se quiere hacer constar que este texto está
protegido por DERECHOS DE AUTOR, y que periódicamente, gracias a la IA, hacemos
barridos en la Red para detectar plagios. Según la normativa de Facebook, la
inserción de un texto o una imagen en esa red social no implica la pérdida de
los derechos de autor frente a terceros usuarios. En este caso, la propiedad
intelectual está reconocida en el expediente 2024/5095 del RPI-España-UE. (Tazón. Abogados)