jueves, 29 de mayo de 2025

¡MORIRÁS, PERO CREARÁS! (Homenaje a Félix Bolado Oceja)

 


cantabricajaviertazon.blogspot.com

Eso dijo Yahavé a Adán y a Eva cuando los expulsó del paraíso por haber descubierto el secreto del bien y del mal tras el mordisco a la manzana, es decir, cuando se percataron de su condición mortal: “¡Moriréis, pero crearéis!”. Lo triste es que tan apabullante frase, con su carga de esperanza, no aparece en la Biblia... ¡Ay, Señor, estos transcriptores antiguos...!

Así expresa la misma idea Félix Bolado Oceja en “El último combate”, ediciones El Desvelo 2025:

«Hoy, aquí, en cualquier parte, alguien a quien no conocemos y del que ignoramos toda identidad trabaja para el futuro —si tal ilusión nos sobrevive— lo que se denominará un estremecedor relato de nuestra época. Lo que nos importa no es la vida maltrecha de cada cual, las siempre sombrías o secretas razones que impulsan a este hombre a expresar su situación. Esas se estudiarán en el futuro con mayor o menor erudición, pero sin objetivo final. Lo que realmente importa es que frente al hecho negativo por definición de la muerte, al final de todo, ante el silencio, sólo existe el acto positivo, definitivo y total de la creación».

No le falta coma a la frase. Frente a la muerte inevitable, definitiva, imparable, que cabalga a galope sobre nosotros, sólo se puede oponer una débil barricada, un muro de inútiles sacos terreros, un castillo de naipes en el que refugiarnos, un leve chopo al que subirnos, una nube en la que montarnos: la creación.

Esta es la capacidad diferenciadora de la especie humana. Los griegos llamaban a tal habilidad POIESIS. De ahí viene la palabra poesía.

Pero el concepto de creación humana, es decir su pericia compensatoria de la muerte, lleva a horizontes mucho más amplios que el de la poesía, que el de la literatura. Poeta no es sólo el trazador de versos o el diseñador de churros en prosa.

El creador, el fabricante, el constructor, el poeta es el que trabaja para el futuro —como dice Bolado—, sin saberlo, sólo por necesidad, quizá oscura, quizá inconfesable. ¡Vaya usted a saber por qué se escriben poemas, por qué se pinta, por qué se esculpe, por qué se cocina con esmero, por qué se otea el horizonte en busca del pájaro que no se ha visto y que inevitablemente pasará por aquel mirador!

¿Acaso importan las razones? Estas siempre serán morbosas, tenebrosas, quizá ancladas en fangos de soledad, en fallas oceánicas de afectos, en necesidad de compensar recuerdos tristes, en légamos de culpabilidad, hasta en la cristalina necesidad de remediar algún crimen inconfesable, ¿por qué no?

Pero, ya digo, nada de esto importa. El hecho es que el ser torturado por la idea de la muerte es capaz de abrir la caja de herramientas que le entregó Yahavé al expulsarlo del Paraíso, el único instrumental capaz de hacer frente al fin inevitable, repleta de brocas creativas, de metáforas, anáforas y analogías, de destornilladores de todos los tamaños, de tuercas de todos los calibres, de tropos y metonimias, el ánfora de Pandora, en fin, de la que nada escapa cuando se la abre: la cajita de la creación, esa que lleva cada humano en algún lugar escondido tras el entrecejo.

         Hay quien piensa que el escritor es el que presenta libros, el que publica; que el pintor es quien hace exposiciones; que el cocinero es el que participa en certámenes; que el artista ha de ser famoso, mediático, comunicativo, generador de riqueza; que ha de estar integrado en la cadena de producción cultural.

No, caramba, no nos confundamos. Eso es la bambolla, el mercado, el “tontintolín”, como dijo Antonio Tabucci en “Tristano Muere”, tonta pero expresiva palabreja de la que me he apropiado hace tiempo.

         El poeta (tallador de huesos, alfarero, cocinero, constructor, escritor, pintor, pajarero) no pasa de infeliz y desgraciado que no se puede permitir pensar en tales nonadas cuando crea. Es un ser que huye de la muerte, un caracol a la carrera que, en su escapada torpe y viscosa, deja el rastro de la genialidad, un reguero de baba, de excrecencia humana, que se petrifica al contacto con el aire y que desnuda al tiempo en que vive, lo encuera, le  quita la piel, lo deja en carne viva.

Sólo en el instante en que escribe, en que esculpe, en que otea el horizonte, en que sazona, en que compone la máquina de relojería que es el poema se siente el artista libre de la muerte, se mira en el espejo de la creación y se ve intocable, sublime, inmune, y es capaz de trazar las más bellas líneas ocultas en su materialidad, de extender al infinito sus células, de convertirse en un ente astral unido a lo material por la punta de la pluma, por la última cerda del pincel, por la punzante proa del escalpelo, por la giratoria tabla de alfarero con que modela su creación, por el filo del cuchillo de sílex con que talla el hueso neolítico.

         Tiene razón Félix Bolado Oceja, allá donde esté. Gracias a la muerte creamos, gracias a que somos conscientes del fin inminente construimos pasarelas en el aire, levantamos castillos de humo con aristas curvas que todo lo envuelven. Gracias a la muerte somos humanos, somos poetas, fabricantes del aire.

Pero, ¡ay queridos!... Sin aire, la Humanidad no podría respirar.


miércoles, 28 de mayo de 2025

APRENDIENDO DE ROMA. LECCIONES DE GENOCIDIO

 

Nuestros antepasados culturales, los romanos, no entenderían la palabra “genocidio”, pero aplicaban más que bien el significado actual del término. Su derecho de guerra estaba programado para reaccionar como una máquina jurídica de destrucción total sobre poblaciones y sobre culturas. Un derecho de guerra al que se retorna al día de hoy a velocidad ultrasónica.

         Y es que sospecho —dado mi natural desconfiado— que un genocidio que está a la vista de todos en las sobremesas diarias, cuyo nombre no puedo citar por eso de la censura electrónica, es un experimento encaminado a la recuperación de viejas costumbres. Tras él, si resulta exitoso —que lo será si un milagro movilizador no lo remedia—, se generalizará la política de tierra quemada en cualquier lugar del mundo. Hoy son ellos. Mañana puede ser el vecino, pasado cualquier población en cualquier región del mundo, incluidos nosotros, sí, nosotros.

         Porque hay quien pretende retornar al viejo sistema romano de castigo del rebelde. En el mundo de nuestros antepasados culturales, quien se resistía a la ocupación sabía la que le esperaba: la destrucción, y también a quien rompía los pactos o a quien “atacaba” al poderío de la Urbe. Pero no una destrucción simbólica, sino la total, el olvido de su existencia, la DAMNATIO MEMORIAE.

         ¿Entonces, los cántabros fueron exterminados?, me preguntarás buen lector.  Pues no, te responderé, porque, probablemente, algunos de ellos, o no pocos, terminaron colaborando con los romanos —lo sentimos por aquellos a quienes estas palabras escandalicen—. De ahí las oleadas de rebelión año tras año desde el 26 antes de Cristo, primero unas tribus, luego otras, unas pactaron, otras no, unas se unieron a las vecinas, otras a Roma. Sí se sabe que los últimos resistentes, fueron, posiblemente, exterminados en los barrancos del Dulla y crucificados allá en sus alturas en castigo por ser esclavos asesinos de sus dueños. Pero muchos cántabros sobrevivieron —más o menos maltrechas sus poblaciones—, hecho histórico indiscutible porque durante siglos mantuvieron una cultura autóctona, sólo parcialmente romanizada —letras que trazaban como palotes y poco más, pues cometían faltas de ortografía sin recato en las inscripciones de las lápidas—. Sabido es que las aras funerarias y las grandes estelas discoideas eran de tiempos posteriores a la ocupación romana, y hasta el famoso dios Erudino del Dobra está datado hacia el siglo quinto después de Cristo. Es decir, que romanizados más bien poco, y que sobrevivieron. No, no fueron exterminados como alguno quiere hacer creer para cortar la hipotética línea sucesoria con los habitantes actuales de las montañas.

         Pero sí desaparecieron del mapa de la vida muchos pueblos galos por  el buen hacer de Julio César, adelantado asesino al que la Historia ha considerado genial militar y noble entre los nobles. Pero sí lo fue Cartago, hasta la última piedra. Pero sí lo fue Numancia. La lista de los genocidios romanos, en los que mataron hasta a los animales domésticos de las poblaciones y anegaron los campos con sal, sería interminable. Cuando más generosos se sentían, se limitaban a castigos benignos, traslados forzosos de poblaciones enteras y menudencias de ese tipo. Es el caso de los lugones que terminaron todos como mano de obra gratuita en las minas de Las Médulas, allá en la Gallaecia. ¿Suena todo esto a contemporáneo?  ¿Sí? ¡Buena vista!

         A eso vamos, y hay autores que han llamado a este nuevo-viejo estado de cosas BARBARIE.

         Para llegar a tan prometedor puerto, la primera medida consiste en acabar con la democracia, pues no es necesaria capucha al carnicero. Lo segundo provocar la desunión entre las víctimas. Lo tercero buscar la reducción del contingente humano, somos muchos para este planeta sin esquinas, y la maldición de Bentham está ahí, sobre nuestras cabezas —recursos que aumentan en progresión aritmética y población que lo hace en progresión geométrica—.

         El objetivo —que no creo sea planificado por una mano negra, sino por la inercia de los hechos y la lógica de las cosas— es llegar a una nueva sociedad poscapitalista de corte feudal, como diría Varufakis, de feudalismo tecnológico, o de corte depredador, como era la romana. No se olvide que la base genética del feudalismo estaba inserta en el genoma romano con la institución de la clientela.

         Los plutócratas de la vieja Roma no usaban caretas. No se escondieron en ademanes democráticos durante la monarquía, menos durante la república y mucho menos durante el imperio. No tenían piedad con el hambriento que les robase al despiste un chorizo de la barbacoa en sus insultantes mansiones.

         El pueblo, al que llamaban MULTITUDO o VULGUS estaba compuesto por una masa informe de gentes malvivientes, y muchas veces ociosas, que dependían de la generosidad del estado plasmada en las ANNONAS, los repartos periódicos de trigo, y del CIRCO para distraer la ociosidad y canalizar los descontentos, ¿redes sociales de la época? Los pobres carecían de conciencia de clase. Hoy llamamos a esa masa informe PRECARIADO.

         Igualmente, en nuestros tiempos no existe ya clase trabajadora propiamente dicha con un mínimo de capacidad movilizadora. ¿Quién trabajará cuando se consume el diseño de la nueva sociedad feudal, o depredadora tecnológica, última evolución del capitalismo? Está claro, no serán esclavos, sino robots, la ya doméstica y habitual  INTELIGENCIA ARTIFICIAL.

         La masa del pueblo, la que logre sobrevivir, será un ingente y deforme ejército de camareros y sirvientes, de domésticos, de libertos en el mejor de los casos, al servicio de la plutocracia y de los señores feudales intermedios que serán legión. El precariado no tendrá conciencia de clase y trabajará gratis para los plutócratas, los nuevos patricios y pondrá a su disposición sus culitos respingones, todo ello a cambio de repartos muy calculados de alimentos adulterados y medios tecnológicos de consumo, pues alguien tendrá que comprar lo que se produzca, para la buena marcha, subsistencia y relax de las familias patricias, únicas con derecho a la supervivencia, claro.

         ¿Es o no evidente que tenemos mucho que aprender de la vieja Roma en cuestión de genocidio, movimiento forzado de poblaciones, destrucción completa del enemigo, reducción a la condición de esclavos de hecho a poblaciones enteras? Hoy día, como entonces, ni siquiera la careta de la democracia es necesaria.

         Son los tiempos de la Oscuridad.


martes, 27 de mayo de 2025

CUEVA DE ONGA. LA CREACIÓN DEL MUNDO

 


 

Como en toda mitología, en “Cantábrica” hay una cosmogonía, una creación del mundo. Sucederá en la Cova de Onga, Covadonga, territorio concano. Turo, el druida viajero, será testigo de la misma por medio de artes mágicas. En una memorable visión contemplará cómo nacen todos los seres vivos y los no vivos, que desfilarán desde una abertura en la tierra sobre el Arco Iris para perderse en la lejanía y poblar el mundo. Ahí va un pequeño extracto:

«Comienza la creación del mundo, la sucedida ante los ojos de Turo, la acontecida hace cientos de miles de años, la que tiene lugar ahora mismo, la que se repetirá por los siglos, la inagotable vida que no cesa.

El primer ser en aparecer es la Luz. Un rayo, nacido de la Oscuridad, escapa del fondo de la grieta, cada vez más amplia. Su blancura de nieve hiriente se trueca en el color de la sangre, el de la sangre en el del fuego, el del fuego en el color del mar antes de la tormenta, el del mar en el de la mora en verano, el de la mora en el color del oro, así hasta siete colores trenzados, hilos de sembradura que descansan uno al lado del otro, fundidos en un camino en el aire, calzada que desciende hasta la tierra misma desde la puerta de la cueva por la que saldrá la vida en forma de dioses, de hombres, de cosas, de animales, de vivos y de muertos. Ha nacido el Arco Iris, ese cordón umbilical que une todo lo creado. Ahora comienza la procesión del parto, eso es lo que el vapor del vino forjado le muestra a Turo.

En efecto, por el Arco Iris desfilarán los hijos de Deva y se perderán en la tierra, la poblarán, la adornarán. Una nuétaca escapa la primera del interior de la roca. Es el ave que anuncia el parto, la que sobrevuela la alfombra de colores, la que mide su consistencia. Es la diosa de la vida y de la muerte, la que prepara la una y anuncia la otra, la que asiste a los alumbramientos y la que avisa de la inminencia del final; es tan silenciosa en su vuelo que corta el aire con un silbido apenas audible, ¿quién podría escucharla a su debido tiempo? Sólo silba una vez.

Tras ella, aparece Dis Pater que a todos lados saluda, todo un actor de teatro, aunque no haya más espectador que Turo.  Lo sigue Ler, dios del mar, niño y hombre a la vez que ahora juega con las focas y luego con las ninfas, que se entrega al amor con estas en el aire, como los vencejos, pues vuela por los cielos tan bien como nada por la mar...»... Continuará...

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Se dan por reproducidas las advertencias antiplagio insertadas en otras entradas de esta página de Facebook... Es que me canso...


LOS PIES DE POMPEYO SON ENORMES

 

                                                         


Esta pieza está sacada de mi obra “Cornelia de Gades”, publicada por Pàmies en 1917. César acaba de ser apuñalado. Agoniza como cuenta la historia a los pies de la estatua de su rival Pompeyo. En torno a él los asesinos que no cesan de apuñalarle. He aquí su pensamiento, los últimos instantes de la vida de Julio César:

«“Los pies de Pompeyo son enormes”, comenta entre dientes ensangrentados el hombre que se cubre con su toga para no ver el rostro de los asesinos. Acaba de apoyarse sobre la peana en la que se alza la gran estatua de su viejo rival. Las puntas de cada puñal transportan al fondo de sus entrañas el odio vengador, interesado, mostrenco, y se   queda allí como un punto frío indeleble, quemante, que se expande por sus entrañas. Los enemigos se toman su tiempo, o al menos eso es lo que le parece a la víctima, como si se dieran la venia los unos a los otros entre puñalada y puñalada. ¿Será aquello la muerte, tan tonta, tan simple, tan silenciosa? “Los pies de Pompeyo son enormes”, insiste. Solo los dioses saben cómo traducirá la Historia estas últimas palabras… ¿Entrará en ella? Nunca tuvo tiempo de pensarlo… Otra puñalada, es de Casca, que repite su furia; su voz resulta inconfundible; la primera vez apenas le ha pinchado, debe de tener miedo, hasta parece que se le hubiera caído el puñal de la mano… ¿Por cuál de sus favores le condena? Esta otra le ha penetrado por el hígado, toda una rasgadura; se le escapan las lágrimas, las últimas, las primeras. Terrible impacto. Siente que la boca se llena de sangre, es dulce como el vinillo del Ponto que le gustaba beber recostado en los dormitorios de ella, su gata asiática, dulce pezón que amamantaría al mundo, Venus Génetrix… ¡Oh, Zeus, solo necesitaba un poco más de tiempo! Otra, otra, otra, frío en el pulmón, en la vejiga, en el estómago… Siente como barras de hielo que le perforasen, cada vez menos dolorosas, cierto, como uñas de cortesana… ¡Su esposa siempre fue muy sabia! ¡Ay, tus predicciones! El hombre extiende más la mano izquierda en busca de agarradero, palpa el talón de Pompeyo, se intenta sujetar a él, clava las uñas en algún desperfecto del mármol, resbala… ¡La corona estaba tan cerca…! ¡Cesarión…! ¡Es tu fin, pequeño competidor de labios ansiosos! Siente cómo las columnas de hielo le penetran por los mismos agujeros, casi, no se esmeran estos asesinos vergonzantes por abrir nuevos caminos en sus carnes… ¡Inútiles! No quiere ver sus rostros, solo escucha las voces destempladas que arrojan inmundicia sobre él; ni siquiera entiende los insultos e imprecaciones… Esta se la ha clavado Casio Longino, seguro, enemigo de siempre. ¿Fue un error tenerlo tan cerca? ¡Ah, si lo hubiera ejecutado a su debido tiempo…! Aunque ¿habría servido para algo? ¡Pompeyo! ¡Qué alto está ahora! Clava aún más las uñas en los diminutos desconchones de la piedra. La cáliga es enorme, el pie también. Cuánto sufriría Magno cuando el eunuco Potino le clavó al suelo como si fuera una mariposa… Esta otra es la peor, de uno que nada dice mientras remeje con furia. Siente el hielo invadir sus entrañas, a la altura del estómago, subiendo pecho arriba, como si quisiera llegar al corazón. El asesino no habla, pero bien sabe de quién se trata. ¿Por qué tú, hijo de Servilia? Nota el moribundo en la furia del atacante algo femenino, quizás la saña, como si clavara el hierro dos veces, una por él, otra por la madre. ¿Por qué tú, hijo de César? ¿Acaso lo sabías? ¿Acaso querías haberlo oído de sus labios? ¿Pagas con hierro el silencio del padre? Sabe bien que es Bruto aunque no lo ve, aunque es el único que al empujar más y más adentro el puñal nada dice; lo reconoce por su respiración agitada, que le sopla en la oreja, es el que más se ha acercado, como si quisiera decirle algo al oído. De los labios del dictador quiere escapar una sola palabra temblona, dubitativa, admirada, pero calla; la Historia se encargará de rellenar su silencio… El moribundo no se resiste. Ahora son los dos brazos los que extiende hacia el enorme pie de Pompeyo, los dedos como sierpes que quisieran escapar de una cárcel, que se estiran, se descoyuntan buscando la salvación en aquel pie inmenso de su enemigo amado. Imagina en lo alto el rostro del de Picenum, la mueca burlona, superior, magnífica; su eterno enemigo, al que hace cosquillas en los pies. ¿Dónde ha quedado la inteligencia proverbial de este hombre ensangrentado? ¿Dónde su arrogancia? ¿Dónde el ariete viril ansiado por toda Roma? ¿Dónde el joven que lloró ante la estatua de Alejandro y que soñó haber violado a su madre Venus en el Herakleion, allá en la lejana Gades? ¡Qué enorme es tu pie, Pompeyo, qué enorme! Si pudiera trepar a ti, el pueblo le salvaría… Dos puñaladas más de sendos rastreros indecisos, ¿serán las últimas?, ¿le dejarán un instante solo para que pueda morir? Respiraría la última bocanada, arrojaría el último chorro de sangre por la boca sin sentir la presencia de esos cobardes; son solo dos los que quedan… Ni lo ha sentido esta vez. Limpian las dagas sobre su toga inmaculada, la que podía haber bordado con una cenefa púrpura. Ya huyen; quizá esos dos últimos sean Vercingetórix y Ariovisto. ¡Quién sabe! El frío se extiende por su interior y se une al de la estatua de Magno formando un todo. En un último latido, la sangre tibia del moribundo trepa hasta sus uñas y escapa por ellas hacia la libertad. Manchado de rojo queda el enorme pie del derrotado en Farsalia, del decapitado en Egipto, del gran enemigo admirable y llorado. El cuerpo del hombre cae lentamente, cubierta aún la cabeza con la toga vergonzante, las garras arañando la piedra, dejando diez regueros con su sangre generosa. En lo alto, Cneo Pompeyo Magno sigue sonriendo sin perder la compostura. A sus pies solo queda un despojo con el alma congelada por tanto odio. ¡Que la tierra te sea leve, Cayo Julio César!».









lunes, 26 de mayo de 2025

CORONOEGO versus COROCOTTA. JEFE JOVEN frente a JEFE VIEJO

 


 

¿Crees que Corocotta existió? ¿Crees por el contrario que ha sido un invento de alocados patriotas cántabros del presente?, ¿Crees que se puede equiparar a los Viriatos, a los Vercingetorix, a los Indíbiles o a los Mandonios?... ¿Qué piensas al respecto?

          Yo te voy a ser sincero, todo eso me es por completo indiferente.

Tengo mi idea, claro, pero es intrascendente: que el tipo no existió, que fue inventado, que la figura de esta entelequia ha cuajado en la población bautizando con su referente marcas de orujo, rótulos de establecimientos, nicks internáuticos y clubes deportivos. No me parece mal. La imaginación está al alcance de todos, es como eso que nos cuelga o nos palpita, besugo o pescadilla, artificio en todo caso de masturbaciones varias multicolores, con o sin coreografía. Cada cual sea feliz como mejor pueda y quiera.

(Para una completa información sobre este tema de Corocotta puede leerse el mejor tratado que conozco —lo venden en Adic— “Augusto y Corocotta”, de Ángel Ocejo Herrero. Merece la pena; es un libro que tiene la virtud de atar las lenguas para impedir que suelten bobadas).

         Yo sólo constato un hecho: el pueblo español, y quizá cualquier pueblo del mundo, lleva en algún rincón de su cerebro, enquistado, el tumor de la anulación como pueblo; un cancro dispuesto siempre a manifestarse en el momento más inoportuno; se trata del ansia, de la necesidad, del amor y del seguidismo por los líderes, por los dirigentes, por los pastores.

El mito del buen bandido, del gran líder, está en el ADN de nuestra estupidez como una oportuna bomba de relojería dispuesta a estallar y paralizarnos cuando más necesitamos la energía para lanzarnos contra los que vienen de fuera a destruir nuestro hábitat.

         Por eso, en «Cantábrica», dejando aparte las discusiones teóricas, que son más bien debates sobre si los ángeles tienen colgajos entre las piernas o no, se reprueba esa querencia a buscar jefes o a imaginarlos si no se encuentran.

         Sin embargo, no le hacen falta dirigentes a un pueblo que se levanta contra la opresión. Es más, son perjudiciales porque, tarde o temprano se corrompen. Todo prohombre termina por llevarse a su casa los réditos de la heroicidad de sus paisanos y por convertirlos en lingotes de oro. El brillo de su persona, que tiende a opacar siempre al de los compañeros de lucha, le hace olvidar que no es nada sin su pueblo. En fin, entre los pliegos de su sagum se esconderá la polilla de la traición. Por eso, en la ficción nos cargamos a Corocotta, sea imaginado o real, asunto histórico intrascendente, y lo sustituimos por Coronoego.

Coro en el viejo idioma de los celtas viene a significar Jefe, general, dirigente de guerreros, fuerte, grandón —¿Será el apellido COBO superviviente de tal concepto?; me gustaría creer que sí—. “cotta” sería viejo, y “noego” joven. Se sustituye al Jefe Viejo por el Jefe Joven, pero no se trata de quitar a un héroe ficticio y poner a otro que lo sea más, porque Coronoego viene a significar en el texto otra cosa, justo la contraria de un líder al uso.

         Ataca siempre con máscara de combate, sin rostro. No tiene personalidad. Es una figura épica. No es un hombre individual, sino que representa a su propio pueblo, con el que se identifica y por el que se sacrifica. Es una emanación de la voluntad de resistencia de los suyos. En su persona se aprecia la continuidad de los antepasados, pues se le establece una genealogía que lo enraíza con todas las gestas del pueblo cántabro y astur. Incluso, como todo héroe épico que se precie, llegará a los infiernos, es decir, al Sid y nos ofrecerá su testimonio sobre el más allá. Es un Ulises, un Aquiles, un Héctor, en fin, un reflejo de los suyos, la piel del león que envuelve a su raza y que se fija a ella en una continuación inseparable de músculo y epitelio, de fuerza y coraza.

         Cuando un combatiente de las montañas se miraba en Coronoego no veía a un hombre, sino a sí mismo, a sus antepasados, a la tierra, al olor a cabra y a caballo, al cocido de la trébede, a leche cuajada, a queso y al pezón de la madre, porque eso ha de ser un líder, un simple espejo en el que mirarse.

         Este juego de manos literario, esta trasposición de conceptos, esta sustitución de lo desmovilizador por lo galvanizador, sólo puede lograrse por medio de la poesía, de la poiesis, de la creación literaria.

         ¡Corocotta ha muerto! ¡Viva Coronoego! Ha muerto el cántabro acomodaticio, canto rodado, viejo, traidor, contemporizador con Augusto; ha brotado el pueblo joven que renace de sus cenizas, porque la masa combatiente genera sus propios líderes en tiempos de crisis y malandanzas históricas, ya lo decía Rosa Luxemburgo.

Por todo esto, en fin, sacrificamos en “Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar Cántabro” la controvertida figura de Corocotta, sospechoso de connivencia con los romanos, y sacamos a Coronoego de la chistera del mito, gracias a la varita mágica de la ficción, de la poesía.

La literatura es la magia que se esconde en los engranajes del mundo, invisible para cualquier poder, ¿cómo va a ser vista con buenos ojos por los bienpensantes? ¿No decía Platón que era imprescindible expulsar a los poetas de su idílica República?


domingo, 25 de mayo de 2025

EL MITEMA DE LA MADRE Y EL HIJO

 


La imagen es la fotografía de una escultura creada en hierro fundido por EMILIO BARRERO, de Santoña, autor prolífico y polifacético que dejó una importante obra escultórica y pictórica, por desgracia poco conocida y que se inserta en "Cantábrica" por gentileza de la familia. Encabeza “Mitología Cántabra”, la parte central de la obra, tomo tres, y representa a Quemia, madre de Lucobos.

El gran tamaño del niño, en relación con la fragilidad de la madre, quiere expresar que se está ante un dios que llegará a ser todo un mito en la religión de los pueblos del norte: Lug, la deidad pancéltica por excelencia.

            El mito de la madre divina y su hijo trasciende la mitología indoeuropea, pues tiene reflejo en todas las construcciones religiosas. Incluso en la cristiana es extremada la presencia de la Virgen y su Hijo, aunque se discuta lo que sea mitología y lo que sea religión. Entendemos que la mitología no es más que religión elevada a la categoría de mito como consecuencia del paso del tiempo.

            El Hijo está siempre relacionado con su muerte y con su transformación en regulador de las estaciones. ¿Cómo han explicado los pueblos de todos los tiempos la sucesión anual del frío y la bonanza?: con la presencia del dios nacido de diosa que muere para resucitar. Se trata de una deidad que lleva una vida privada oscura y clandestina, protegido y alimentado por su madre, que posteriormente es sacrificado para que se ejecute el ciclo vital de renovación que beneficiará a la especie humana.

            En alguna mitología, como la griega, la presencia de estos dos personajes, el dios y su madre, no es privativa de una sola deidad, sino que varios dioses también pueden tener su madre, su infancia, su muerte y resurrección, como Dioniso y Hércules. En otras ocasiones, es la madre la que muere para que su hijo viva, de manera que madre e hijo tengan un mismo destino. El caso más visible de este hecho es la muerte de Teltiu, nodriza de Lug, que murió de agotamiento tras el ímprobo trabajo de acondicionar los campos de Irlanda para que en ellos se pudiera desarrollar la agricultura todas las primaveras. Incluso se da el caso de que la relación se establezca entre una madre y su hija, como sucede con Deméter y Perséfone en la mitología griega.

            En la mitología celta tenemos dos casos claros de hijo y madre divinos interrelacionados con los ciclos vitales y con la función de regulación social, de vigilancia y eliminación de malhechores. Me refiero a Lug y a Cuchulain. Sobre este último ya hemos hablado en otra entrada, y se pasea por “Cantábrica” bajo el nombre de PALARO.

            ·En el caso de Lug, falta un elemento importante en el esquema, y es la muerte y resurrección del dios, pues Lug, dios de dioses celtas —aun sin ser engendrador de los mismos— es hijo de Etniu, hija de un rey oscuro, fomoriano llamado Belor, al que Lug, dios solar y luminoso pese a su inicial origen oscuro, sustituye —al menos en lo tocante a la fuerza de su mirada que lo obliga a llevar siempre un ojo tapado— tras matarlo en duelo personal. Se produce así la sustitución de un poder divino a favor del dios niño que ha permanecido oculto.

Pero, esta figura materna de Etniu se compagina con otra, con su nodriza Teltiu, con la que mantiene una íntima relación, hasta el punto de que el dios adulto le dedica una ciudad que llevará su nombre y consagra a su memoria unos juegos que se convirtieron en los más importantes del mundo celta de las islas.

Por otra parte, Lug, que como Odín y otros muchos dioses celtas y germanos, es deidad combatiente, organiza la Cacería Salvaje contra las fuerzas de la Oscuridad. Esta lucha eterna está relacionada con los ciclos vitales, pues comienza la gran guerra del Sid con el año nuevo celta, el primero de noviembre, durante la fiesta guerrera de Samonios y dura todo el invierno hasta la llegada de la primavera y la consiguiente victoria de las fuerzas de la Luz, en Giamonios, en mayo.

En la mitología cántabra reconstruida a partir de los escasos elementos de que se dispone, Lug será LUCOBOS, habida cuenta de la lápida que apareció en su día en Peña Amaya, en la que se lo considera como dios de dioses. Su madre, QUEMIA, diosa auxiliar y de generación poética, muere convertida en estatua de oro por amamantar a su vástago con leche dorada y éste es cuidado hasta su mayoría de edad por una madre sustituta como Taltiu, a la que llamaremos APLECA, nombre que posiblemente tuvo la ciudad de San Vicente de la Barquera en tiempos alto medievales. El padre de Quemia, como el Belor irlandés, sería AIRÓN, señor de la oscuridad que figura documentado en la toponimia menor de Cantabria, al que su nieto dará muerte.

Todos estos arquetipos mitológicos son imprescindibles para la creación poética de un cuerpo fantástico reconstruido de la religión celta y cántabra en el Segundo Hierro, cuando aparecieron por las esquinas de los montes las águilas romanas.

En este entretejimiento de leyendas celtas isleñas, celtas continentales, celtíberas y clásicas grecorromanas, todo ello debidamente cantabrizado, hemos procurado no dejar cabo suelto, de manera que se ofrezca al lector de “Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar Cántabro” toda una mitología completa y cerrada, basada en los escasos datos de que disponemos, pero ampliamente enriquecida por la mitología comparada.

No se trata de una mera mitología de dispersos seres sueltos, inofensivos y representados como dibujos naif, sino de la historia racial de los dioses más parecidos a lo que tuvo que ser en su momento la vida de los dioses cántabros.

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jueves, 22 de mayo de 2025

NÉMETON SAGRADO. ESPEJO DEL TIEMPO




(Con mis disculpas por la extensión del relato, facebookeros, pero la poesía es así; no entiende de prisas. Quienes sientan el insuperable hormiguillo de sus pulgares de sube y baja, pasen de largo, pues la salud es lo primero, y que la vida les sea leve).

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Cionín pisa despacio, quiere sentir la tierra bajo sus pies, oír el sonido de las hojas al quebrarse, oler el vaho que emana de ellas al descomponerse, percibir la flecha de unos ojos en su espalda. Siempre siente lo mismo en aquel paraje, como si alguien la mirara, como si fuera un protozoo en el portaobjetos del microscopio.

            En otra dimensión del tiempo, pisa el mismo suelo Voccareca, vadiniense del clan de Bod, los invencibles, adoradores de Casus Bodo; concana por parte de padre. No tiene prisa. En el bosque se siente protegida. Allí ha podido escuchar el silencio de los dioses y ha sentido a la la mirada de su padre Dorulio en la espalda, el cariño de su madre Anna, siempre atenta a donde pisa; son los espiritus de sus antepasados, los sagrados trasgos que velan por ella. Siempre la acompañan en silencio mientras recoge las hojas del roble para las predicciones y los ritos.

            Las dos mujeres recorren igual sendero separadas por una cortina de tiempo, de milenios trenzados, humeantes de Historia. Huelen los hongos del aire, escuchan a los pájaros del misterio, ven los colores del atardecer. Una recita para sus adentros oraciones a los antepasados que se fueron, como ahora escapa el sol que se filtra, rojizo, por entre la hojarasca. La otra escucha el silencio de los colores, contempla la luz de los trinos, saborea la niebla que pronto se hace presente y anuncia la noche.

¿Quiénes son? Una es Cionín, profesora de latín recién jubilada del instituto Rey Pelayo, de Cangas, habitual de aquel németon sagrado en el que en la más remota antigüedad se celebraban los ritos; ¡cuántas decisiones ha tomado entre aquellos árboles! Otra Voccareca, la madre del gran castro de Concana que suele acudir al santuario para recoger el espliego que cura las erupciones, la siempreviva que hace mover los vientres, la hoja de laurel que ha nacido bajo el altar de los sacrificios, a cubierto del gran roble, tan útil para los dolores de pecho. Sólo en aquel santuario crecen las plantas más sanadoras tocadas por el dedo de agua de los dioses.

Cionín tiene a su único hijo, militar, destinado en el Líbano, en misión de los Cascos Azules. Vocca es madre de Terencio, auxiliar de caballería con destino en Panonia; conoce muy bien el latín y hasta dicen que sabe leer las tablillas de los centuriones y transmitir las órdenes a los suyos.

¿Lo verá de nuevo?, piensa Cionín, la profesora, y se estremece como tiemblan las copas de los árboles en lo alto; se levanta el cuello del jersey. Vendrá cuando haya muerto, piensa Voccareca, la vadiniense, y sólo recibirá mi sonrisa triste reflejada en los pétalos de estas flores; se cubre con la capucha del sagum, lo vestía él cuando aún era niño, todavía huele a leche.

Un pinzón chapalatea justo encima de Cionín y un petirrojo le contesta cómico, como burlándose; al coro se une un mirlo y el cetia ruiseñor dirige la orquesta desde la lejanía. Saludan con sus trinos a la tarde que muere y a los rayos oblicuos del sol que juegan al escondite entre los troncos de los árboles y dibujan fantasmas con aureolas de fuego.

Voccareca, en el otro rincón del tiempo, busca a tientas casi el ara sacrificial, tres piedras acaballadas bajo las que descansará y pasará la noche que se aproxima, ¡necesita tanto que le hablen durante el sueño! De momento, se expresan por medio del pico de las aves para asegurar que están ahí, y la corneja es la más estridente, la que pone punto final a todas las conversaciones aladas. Bien sabe Voccareca que tras ella se esconde Deva, la madre creadora, la que vestida de negro la invita a descansar. En el silencio inmortal se manifestarán los dioses y le entregarán el recuerdo de Terencio para que pueda mecerlo una vez más entre los brazos del alma.

Cionín se siente observada. Sabe que cualquier movimiento será captado, que cualquier pensamiento podrá ser conocido por alguien invisible, ¿los dioses quizá! ¡Qué tonterías piensa! Pero, claro, son tantas las lecturas, tantas las visitas al németom sagrado, tantas las lecciones que impartió a sus alumnos, tantos los cuentos narrados entre besos al pequeño que es ya un sargento barbado, marcial y de mirada fría; en fin, es tan exuberante la patria de su imaginación, que la divinidad arcaica ha adquirido ya naturaleza palpable. Cómo le gustaban los relatos de los viejos dioses a su sargentín. ¡Qué hará a esta hora!, ¿habrá cenado?, ¿beberán mucho en la cantina?, ¿irá con mujeres? ¡Qué lindo era, cómo chupaba nada más nacer, insaciable, nunca podrá olvidar la sensación.

Voccareca ha logrado sentarse junto a la roca del altar. Pronto necesitará ayuda y no podrá acudir al santuario porque en sus ojos ha penetrado una cortina de humo. Sabe que no volverá a ver a Terencio, pero si regresara, al menos podría tocarlo, sentirlo, oler el cuero de su armadura, el hierro de sus armas, el sudor del guerrero, y sonríe. Ha cerrado los ojos, pero sabe que otros muchos la miran. Nemedo Sediago calma su espíritu; Madre Cantabria le asegura que en otro lugar lejano, Terencio está postrado ante su altar y que ruega en sus oraciones que la proteja; Madre Astura le asegura que está bien de salud; Epona relincha en la lejanía para ratificar las palabras de sus compañeras y las pequeñas janas han debido tomar a pulso a la anciana, pues siente como si flotara.

También se acomoda Cionín sobre una piedra musgosa. Ha extendido un pañuelo para protegerse de la humedad. Atiende a los mil sonidos del bosque que se oscurece. Escucha el leve oleaje de los chopos cantores cuyas hojas hace sonar un viento de campanillas. Un perro ladra muy lejos. Los sonidos civilizados no se atreven a penetrar en el misterio. Sigue con la sensación de que la miran, ¿será la voz de los dioses? Son deidades, en todo caso, diferentes a las descreídas generadoras de ateos. Estas, las emanadas de la tierra, no se sienten como intrusivas y son irrepresentables, pues carecen de contornos, su presencia se limita a dibujar sonidos en el aire, a fabricar música con los colores del sol que ya cae, que pasa del rojizo —el pelo de su sargento cuando era niño— al negro de su propia juventud. ¡Qué melena tenía! Se la cortó cuando sacó las oposiciones a secundaria. Parecía una niñina. Todos admiraban a la jovencísima profesora, no había alumno que no estuviera enamorado de ella, se quedaban con la boca abierta cuando les contaba las inauditas historias de los astures y de los cántabros. No lo hacía mal. Se siente satisfecha con su trayectoria profesional. Los mejores tiempos. Qué atrás quedan esos recuerdos, amontonados en la misma caja en la que guarda el rosario que usó el día de la primera comunión. Una urraca parece asentir con su graznido a todos sus pensamientos, como dándole la razón en bloque, ¿o es una diosa innominada?

En las noches de plenilunio, Voccareca y todos los de su pueblo danzaban a la luz de la luna en honor a ella, la Innominada. No eran muchas las noches que desde el castro de Concana podía contemplarse el espectáculo de un cielo despejado, por eso había que aprovecharlas. En las mismas puertas de las casas se iniciaba el baile, sacaban todos los maderos, todos los bronces sobre los que se pudiera percutir, el ruido era ensordecedor. Luego se tomaban de la mano y bajaban hasta la alberca, donde el espacio se ampliaba, y allí gozaban hasta el amanecer. Eran viejos tiempos. Cuando Terencio nació no tuvo ya ánimo para tales esparcimientos propios de jóvenes, el mamoncete le llevaba la leche, el tiempo y la vida, pero todo lo daba con gusto. Y ahora, vieja y casi ciega, sólo piensa en dormir, en reposar en el silencio de los dioses, quizá la reciban pronto en el Sid, una pena no haber nacido varón para participar en la Gran Cabalgada de Lucobos, de Lug como dicen los vecinos lugones.

Cionín recuesta su cuerpo en el tronco de una encina. Un sopor la invade. ¿Será Erudino, señor de la sabiduría y de la ensoñación quien está a su lado? También Voccareca dormita, y sabe que Obelégino la llevará de la mano hacia mundos desconocidos. Qué hermoso sería poder volar entre las capas del tiempo.

Y el sopor se hace piedra. Las dos mujeres, separadas por más de dos milenios, sienten que se elevan, y que volando se entrecruzan. Se ven, mira qué curioso, otra vieja como yo, o quizá más, seguro que más. Son dos númenes que se interpenetran, hombro con hombro, pecho con pecho, cabeza con cabeza, se superponen, se unifican, siamesas oníricas, ¿quién es esa otra?, ¡qué más dará! yo misma, quién va a ser si no. Y como cigüeñas atraviesan el cielo del tiempo, y se disipan las nubes de los ojos y torna a crecer el cabello y su blancura se compacta, convertidas las melenas en toboganes de nieve por los que se deslizan las dos mujeres que se aproximan, que chocan sin dolor, que se entremezclan definitivamente, que se confunden sin que ni el espacio ni el tiempo puedan impedirlo.

Se ha producido el milagro, Voccareca es profesora de latín recién jubilada del instituto Rey Pelayo, de Cangas de Onís. Cinonín, matrona del castro de Concana, junto al Sella, es madre de un legionario de la Cohors III Cantabrorum con destino en Panonia Occidental.

Este prodigio acontecee pocas veces en los németom sagrados, en los santuarios que aún perviven, en los fanos que siempre fueron morada de los dioses. Para que el milagro se produzca es preciso que se den varias circunstancias: que los transportados no teman la muerte más que la vida, que la luna llena muestre la cara de la Innominada, que la urraca y la corneja, representantes de Deva y de Epona, graznen al atardecer, y que los rayos del sol poniente entremezclen el recuerdo de los vivos y la presencia de los muertos.

Si todo esto sucede, cualquiera puede viajar en el tiempo hacia adelante o hacia atrás para evadirse del presente incierto, y levitará con alas entre los robledales de un pasado heroico. Se sentirá libre en el momento y en el espacio, mientras dure la somnolencia arrullada por el trino de los pájaros, por el soplo de los dioses.

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En “Los Cántabros”, de Joaquín González Echegaray, Estudio 1997, pg. 200, se recoge la siguiente ara sepulcral: “Monumento a los dioses manes. Terencio Boddegum, vadiniense, se lo dedicó a su querida madre Voccareca, de ochenta y ocho años”. Hallada en el Collao, Cangas de Onís.

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Nota.- Este texto no es de los incluidos en “Cantábrica”. También se quiere hacer constar que este texto está protegido por DERECHOS DE AUTOR, y que periódicamente, gracias a la IA, hacemos barridos en la Red para detectar plagios. Según la normativa de Facebook, la inserción de un texto o una imagen en esa red social no implica la pérdida de los derechos de autor frente a terceros usuarios. En este caso, la propiedad intelectual está reconocida en el expediente 2024/5095 del RPI-España-UE. (Tazón. Abogados)


miércoles, 21 de mayo de 2025

ESTÁN AYUDÁNDOME A REDACTAR EL CUARTO TOMO, SIN DARSE CUENTA


 

 “Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar Cántabro” es una obra de la que se dirán abundantes maldades, me consta —yo he sido, soy y seré mi peor crítico—, pero nadie podrá negar dos cosas: su tamaño catedralicio y su originalidad. Pronto podrán comprobar lo que digo.

Es una obra grandota, enorme, descomunal, impropia, un océano de letras superfluas, prescindibles, un arma arrojadiza de contundente golpe, tres guijarros del camino alfombrado de guijarros, o mejor tres cacho piedrolas que espero no acierten en la cabeza del autor. También es original pues, que yo sepa, nunca se ha escrito nada igual, y si alguien sostiene lo contrario que me lo diga; me pondría en contacto con el autor o autora para tomar un café que espero pague él o ella.

Por otra parte, a lo mejor es aceptable porque, como decía Cervantes, para que una novela sea considerada buena ha de tener un poco de todo.

Este requisito cervantino de bondad preventiva también lo cumple “Cantábrica”, pero la virtud o los defectos de una obra literaria no vienen determinados sólo porque acate el requisito de ser un caleidoscopio por acumulación, como es el caso, sino que ha de contar con otros muchos elementos que, una vez publicada, dependerán de la opinión de los lectores, jueces en última instancia. En cualquier caso, no hay libro malo que no tenga algo de bueno. El tiempo dirá.

            Pues bien, tirando del hilo de esta originalidad, comunico a mis fieles seguidores que están colaborando, y con intensidad, en la elaboración del CUARTO TOMO de esta “enciclopedia” mitológica. Y creo que lo hacen sin darse cuenta.

            Sí, porque todas estas entradas en Facebook —aparte de su función propagandística, aparte de su pequeño recorrido en número de “likes” y comentarios— siguen cierto diseño preconcebido y serán la base para un cuarto tomo que se titulará APROXIMACIONES. Espero que no me reclamen parte de los derechos de autor, porque esto no es más que un juego salido de un arcón apolillado perteneciente al Barroco español, guardado en los últimos camaranchones del cerebro, a la altura de mis retretes anímicos.

Por mi parte, seguiré escribiendo al dictado de los dioses todos los amaneceres. Estas inserciones no aspiran a la tan codiciada viralidad, sino a servir de puerto y descanso, publicación refugio, a los interesados en el tema de la Vieja Cantabria, de la resistencia heroica de un pueblo del pasado, con tantos reflejos en el presente. Esto sólo se puede lograr con una gran oferta de materiales de calidad. Ahí van, se hace lo que se puede...

            El cuarto tomo que se pergeña se publicará o no, dependerá de lo que dicte el respetable, quebrantas en las que naufragan tantos proyectos literarios pero, al menos, en su confección todas vuestras opiniones, “me gustas” y el detalle de compartir son comportamientos valiosos en extremo, y determinarán la redacción final.

            Por eso, queridos conejillos de indias, lectores míos, pocos pero selectos, gracias. Pasaréis a las páginas de la literatura... O iremos todos juntos al cubo de la basura, que es lo más probable.

En ese revoltijo de papeles movido por el viento, ese viento sur que eleva los residuos callejeros hasta los primeros pisos de la Vetusta parida por el amigo Clarín, nos veremos todos los escritores y los lectores, los grandes, los pequeños, los afortunados, los desgraciados, los mediáticos y los desconocidos, los mediocres, los genios, los escritores necios y los inteligentes, los lectores de “bestsellers” y los que devoran el Ulises. Al final, hijos, todos calvos y olvidados.

Pero insisto, ¡Gracias, lectores buenos!


SOCIEDADES IDÍLICAS Y MILENARISMOS VARIOS

 



Le pedí a la AI que me dibujara un castro cántabro o astur con buen rollete idílico y me pintó esta tonteriuca.

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¿Era idílica la sociedad de los antiguos cántabros? ¿Lo eran las civilizaciones celtas? ¿Eran paraísos las sociedades preindoeuropeas?

            Estas preguntas  vienen a cuento de la leyenda milenaria de las Edades de la Antigüedad que, como mínimo, se remonta a tiempos de Hesíodo.

            Así se expresaba este compilador griego:

            “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío...”

            La leyenda de unos tiempos antiguos maravillosos, de un paraíso terrenal, es una constante en nuestra cultura, desde la más recia literatura hasta las más descabelladas ideologías, si se puede decir que haya alguna ideología que no sea descabellada, porque  bien sabemos que lo ideológico es el chocolate del loro para los pobres. Los ricos no tienen ideología, puesto que pueden rumiar el hueso de la idea: el dinero.

            Cervantes pone en boca de don Quijote las palabras de Hesíodo en el memorable discurso que dirige a los cabreros, y yo mismo, en “Historia Paranoica de Cantabria” —en Ámazon a disposición del respetable— hago hablar con similar conferencia a don Paco Claudio, señor de Mortesante, cuando se dirige a los frailes capuchinos de Montehano.

            También los ideólogos pensaron en esa mítica edad de oro cuando edificaron sus paraísos a recuperar, sus soñadas sociedades idílicas o utópìcas, imaginaciones causantes de no pocas guerras y destrucciones.

Porque la utopía suele ser revestida de lenguaje sagrado para que dirija a las masas hacia los míticos tiempos dorados de flores y fantasías. Todos sabemos que no son pocos los sabios profetas que, cayado en mano de hierro, conducen a sus pueblos al paraíso perdido, mientras perpetran todo tipo de genocidios en nombre de viejas deidades y entelequias, o de tierras prometidas, destinos históricos y pueblos predestinados. Ejemplos de esto tenemos hoy día en cada telediario.

            A este fenómeno ideológico lo llamamos MILENARISMO. Así, las naciones se inventan pasados míticos a recuperar cuando logren derrotar la opresión a que les someten los estados en que se integran y que los oprimen. Así, procuraremos encarrilar los esfuerzos hacia pretendidas sociedades idílicas del pasado, anteriores a la llegada de los barbados europeos. Así, buscaremos expulsar a pueblos enteros de sus tierras porque un dios barbado nos prometió su solar a nosotros. Así, dibujaremos un mundo celta repleto de armonía para ilustrar nuestros neopaganismos liberadores.

            Repitamos la pregunta: ¿Eran idílicas las civilizaciones agrícolas existentes antes de la llegada de los indoeuropeos, los yamnaya, esos que mataron a los hombres y se quedaron con las mujeres, que introdujeron el patriarcado y la guerra?

            Es más que probable que de justas no tuvieran nada, y ello pese al igualitarismo entre sexos que parece regía entre las culturas de Vinca, Cucuteni y Karanovo, que fueron arrasadas por nuestros antepasados. No eran matriarcales, concepto ficticio y prelógico, sino marcadas por cierto espíritu de colaboración, que no es lo mismo. Esta tendencia a la equiparación de sexos en el poder, no de imposición, aun siendo positivo visto desde nuestro mundo actual, debía distar de conformar una sociedad idílica.

En aquellos paraísos agrícolas se cometerían crímenes y la venganza colectiva o individual debía de ser más sangrienta que el crimen mismo. El peso del grupo sería del todo agobiante, quizá una sociedad en la que los modelos bien pensantes serían diseñados a hachazos, y donde los sacrificios humanos estarían a la orden del día. No pocas Rocas Tarpeya existirían para arrojar desde ellas a los pecadores que atentasen contra la sacrosanta comunidad y contra la Madre universal que lo mismo daba la vida que la quitaba.

            ¿Eran justas las sociedades indoeuropeas que vinieron después?, ¿eran justos los pueblos celtas? ¿Era justa y equilibrada la sociedad cántabra, tan celtizada?

Hay quien sitúa lo celta en un pasado druídico, juguetón, musical y ecologista, feminista y liberador, repleto de flores, de diademas y túnicas, de danzas en los németom sagrados al son del tamboril y de la gaita en las noches de plenilunio. Se dibuja así un mundo celta tan indefinido como etéreo.

Cada uno es libre de engañarse como pueda y sepa, pero los pueblos célticos eran, sobre todo, patriarcales, violentos y desiguales. ¿Qué le vamos a hacer?

            Violentos y patriarcales, decimos, igual que los romanos, sus hermanos, descendientes ambos pueblos de las tribus esteparias, del yamnaya cruel inventor del caballo como arma de guerra. Pero había una diferencia no basada, claro, en razones místicas, religiosas o filosóficas, sino en la prosaica razón materialista de la manera en que ambas comunidades tenían de ganarse la vida.

            Los nobles de Roma, los patricios, eran garrapatas en el tejido social, del que se alimentaban. Dirigían una sociedad militarizada de campesinos-soldados, a la que negaban el pan y el agua, de la que se aprovechaban en la guerra. A estos padres de la patria, el poder les llegaba vía patrimonio: quienes más tenían, más mandaban, y eran celosos guardianes de sus privilegios. Un patricio romano podía mandar descuartizar al plebeyo que le quitara un cuartillo de vino. Eran los romanos, pues, patriarcales y violentos, y vivían en una sociedad plagada de injusticias.

            Los celtas contaban con un modo algo diferente de ganarse la vida. Eran ganaderos y agricultores como los romanos, eso sí, aunque más lo primero que lo segundo. Disponían de un complemento económico de extraordinaria importancia: la guerra. No era algo muy original, la verdad, herencia común de los antepasados esteparios, pues los romanos también, y especialmente, vivían del botín.

La diferencia radicaba en el esquema de la guerra en sí y en la jefatura.

Mientras que en Roma dirigían los que más tenían, en el mundo celta mandaban quienes más valían, es decir, los que demostraban su superioridad frente al enemigo. Los combates singulares, la fuerza y el valor eran más determinantes que la sangre o la riqueza para que un guerrero se convirtiera en CORO, en jefe de su pueblo.

            Por el contrario, un soldado campesino romano carecía de esperanza alguna. Su valor de poco servía pues al terminar la batalla, no tenía derecho al botín o al reparto de tierras, salvo contadas excepciones, pues aquel y estas iban al bolsillo del patricio, e incluso si el soldado regresaba a su casa y perdía su patrimonio por el obligado abandono de la hacienda en tiempo de guerra y no podía pagar sus deudas a los prestamistas ricos, podría ser esclavizado por impago e insolvencia; nadie tenía en consideración sus méritos como soldado. Como es comprensible, la República romana vivió tiempos de gran inestabilidad social y de luchas por el reparto de tierras, por la abolición de la esclavitud por deudas y por instituciones que garantizaran la vida de los desfavorecidos.

            Entre los celtas, sin embargo, eran los más fuertes quienes dirigían y la guerra suponía una válvula de escape para los más pobres que siempre tendrían oportunidad de encontrar fortuna en su puntería, en el valor de su brazo, en su ímpetu combatiente y en el botín bien repartido.

Las sociedades celtas, pese a la desigualdad natural como buenos herederos de los esteparios, eran estables, jerarquizadas, sin tumultos y luchas sociales. Las disputas se planteaban, sí, pero con los vecinos, en una guerra permanente de baja intensidad. La discrepancia no se manifestaba de puertas adentro, donde la desigualdad era tolerada como natural.

            Este pequeño detalle hacía a los cántabros y astures diferentes de los romanos. Por eso sus mujeres eran más libres que las de Roma, porque los hombres se dedicaban a guerrear durante un mínimo de medio año y ellas quedaban al mando, incluso militar, de sus comunidades, mientras que las romanas vivían recluidas en sus casas, en condición de constante sometimiento.

El paterfamilias romano era un cocinillas que en todo se metía, mientras que el patriarca celta no pensaba más que en la guerra y no tenía tiempo para enredarse entre pucheros y pendencias mujeriles; cuando regresaba con el botín de la rapiña lo único que deseaba era comer y dormir, y su cuerpo no estaba para discutir con sus esposas, menos para imponerse. Pero eran ellos quienes a la postre mandaban.

            En definitiva, que tanto las sociedades preindoeuropeas, como las indoeuropeas, la romana y la celtíbera, eran profundamente desiguales, injustas y violentas, sueños milenaristas aparte.

¿Qué le vamos a hacer? ¡La Historia es así! ¿He roto algún esquema mental preconcebido? ¡Me encantaría!

martes, 20 de mayo de 2025

LITERATURA Y RESISTENCIA


 

Nota sobre AI. Esta chusca imagen es lo que he conseguido sobre literatura y resistencia. Aparecen gentes contestatarias según parece, bajo una lluvia de libros, mientras la autoridad reprime a alguien que no se sabe lo que es.

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Me han dicho, con cierto deje de crítica, que doy por sentado que los nuevos cántabros, asturianos, palentinos, leoneses y burgaleses —en cuyos territorios se asentaba el Solar Cántabro en la Edad del Hierro— no se comportarían como sus remotos antepasados en caso de que estuviera justificada una reacción social enérgica.

Y tienen razón pues, a lo que intuyo, el ciudadano de las modernas democracias vive en una nube de consumismo que le impide ver más allá de sus narices y son —como ponía Tito Livio en boca de Tiberio al referirse a los senadores de Roma— “homines ad servitutem paratus”, hombres predestinados a la esclavitud. Por eso escribo “Cantábrica”, para levantar la moral de estos pueblos cercanos con el ejemplo de los viejos cántabros y de sus dioses. Aún puede que haya esperanza, no sé, espero, en fin, escribo por  si acaso sirviera para algo.

He elegido el género épico —que ya sabemos puede ir en prosa—, para exaltar la figura del héroe colectivo, de todo un pueblo, en lugar de dibujar al tan traído y llevado antihéroe posmoderno, el pasado y triste personaje con el que se pueda identificar el ciudadano occidental de hoy día... No, hijos, masturbaciones intelectuales las menos. De ahí la epopeya clásica que me sirve de modelo, como quintaesencia de la exaltación de la heroicidad, por eso sé que voy contra corriente. ¿Un libro de gesta en tiempos de los móviles de última generación?... ¿Que puedo perder oportunidades de publicación con esta monería?.... Miren, díganles a mis editores si los ven que me quiten el pan y la palabra, que me importa un bledo y, total, para lo que se saca de su trabajo... ¿Acaso puede importarme a mi edad la tochada del tontintolín literario?

La siguiente pregunta que debemos hacernos es la de si la literatura tiene derecho a salir de su burbuja de cristal e implicarse en directo en una práxis. Para responderla, hagámonos otra: ¿Es menos poesía “Vientos del Pueblo” que “El Rayo que no cesa” del último autor barroco español: Miguel Hernández? Desde el primer poemario grita la poesía épica, radical, extenuante en sus contenidos patrióticos; desde el segundo, la lírica, sutil, inmejorable. ¿No es el mismo autor, no es la misma poesía? En otras palabras, ¿es posible, viable y está justificada una literatura combatiente? Digo más, ¿una literatura combatiente preventiva?

¿Por qué no? ¿Acaso la literatura ha dejado de ser combatiente en alguna ocasión? Creo que, por el contrario, es una manifestación del arte muy difícil de aceptar por parte del sistema político, de cualquier sistema político, porque la política es la administración de la libertad de los más por los menos, y la literatura tiende siempre, por propia naturaleza a ampliar la esfera de libertad de lo que se le permite.

Por ejemplo, ahora que ilustro estas entradas con inteligencia artificial compruebo lo difícil que es hacer pasar una descripción, tímidamente contestataria, por el embudo de la censura que esos programas establecen. Sin duda censura siempre hubo, y unas veces está institucionalizada y otras no. Posiblemente la que no tiene detrás a un instituto censor o a una inquisición sea la peor de todas, cuando se censura con apariencia de no haber roto un plato, cuando los sistemas y las personas censuradoras ponen cara de buenos y te miran con ojos de lo políticamente correcto mientras impiden que te expreses.

La literatura —al menos la que no puede catalogarse como pseudoliteratura, vulgoparlante, bestsellerada o de librería-quiosco— busca la manera de burlar todas esas censuras, por eso, siempre será combatiente. Y tenderá a romper los moldes formales y de contenidos, en una actitud crítica y de enfrentamiento dialéctico.

Creo que la literatura no es digerible por las personas sujetas a trabas ideológicas porque, ¿qué son las ideologías?, meros programas, aplicaciones de argumentarios, estructuras integradas de respuesta rápida, catálogos de zascas, listas de sentimientos racionalizados, humo argumental. Los ricos no tienen ideología, tienen dinero, que es otra cosa. ¿Tendré que explicarlo mejor para que se entienda?

La literatura no comulga con ideologías. Todo lo más, sin negar alguna idea suelta de estas, las pone en entredicho globalmente, porque la duda sistemática es su principal arma, una duda preventiva, una desconfianza congénita como método de análisis. Usa también la ironía como munición y los valores estéticos y las leyes de la ficción como raíles por los que lanzar a todo galope de su máquina la locomotora que Cervantes estrenó con el Quiijote.

Eso pretendo con CANTÁBRICA. Poner en solfa, a la chita callando, tras innumerables referencias, que bien pensadas son palos en las ruedas del poder, las ideas al uso que a todos atan al blando pasar del conformismo.

¿Cómo van a aceptar los que mandan, los que tienen el dinero, o sus sicarios —políticos y corsés institucionales—, el poder de la palabra? ¿No decía Platón que los poetas deberían ser desterrados de la República? Sí que deberían, sí, pues sus, digamos, metáforas pasan a vuelo rasante bajo los radares censores y nunca pueden ser detectadas. ¡Qué ideal sería que los poetas tuvieran todos un solo cuello para poder cortárselo de un hachazo!


LA GUERRA DE MONTAÑA

    En este tema hay que diferenciar la guerra de montaña como técnica de combate y la arqueología de guerra como nuevo enfoque de la inve...