jueves, 29 de mayo de 2025

¡MORIRÁS, PERO CREARÁS! (Homenaje a Félix Bolado Oceja)

 


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Eso dijo Yahavé a Adán y a Eva cuando los expulsó del paraíso por haber descubierto el secreto del bien y del mal tras el mordisco a la manzana, es decir, cuando se percataron de su condición mortal: “¡Moriréis, pero crearéis!”. Lo triste es que tan apabullante frase, con su carga de esperanza, no aparece en la Biblia... ¡Ay, Señor, estos transcriptores antiguos...!

Así expresa la misma idea Félix Bolado Oceja en “El último combate”, ediciones El Desvelo 2025:

«Hoy, aquí, en cualquier parte, alguien a quien no conocemos y del que ignoramos toda identidad trabaja para el futuro —si tal ilusión nos sobrevive— lo que se denominará un estremecedor relato de nuestra época. Lo que nos importa no es la vida maltrecha de cada cual, las siempre sombrías o secretas razones que impulsan a este hombre a expresar su situación. Esas se estudiarán en el futuro con mayor o menor erudición, pero sin objetivo final. Lo que realmente importa es que frente al hecho negativo por definición de la muerte, al final de todo, ante el silencio, sólo existe el acto positivo, definitivo y total de la creación».

No le falta coma a la frase. Frente a la muerte inevitable, definitiva, imparable, que cabalga a galope sobre nosotros, sólo se puede oponer una débil barricada, un muro de inútiles sacos terreros, un castillo de naipes en el que refugiarnos, un leve chopo al que subirnos, una nube en la que montarnos: la creación.

Esta es la capacidad diferenciadora de la especie humana. Los griegos llamaban a tal habilidad POIESIS. De ahí viene la palabra poesía.

Pero el concepto de creación humana, es decir su pericia compensatoria de la muerte, lleva a horizontes mucho más amplios que el de la poesía, que el de la literatura. Poeta no es sólo el trazador de versos o el diseñador de churros en prosa.

El creador, el fabricante, el constructor, el poeta es el que trabaja para el futuro —como dice Bolado—, sin saberlo, sólo por necesidad, quizá oscura, quizá inconfesable. ¡Vaya usted a saber por qué se escriben poemas, por qué se pinta, por qué se esculpe, por qué se cocina con esmero, por qué se otea el horizonte en busca del pájaro que no se ha visto y que inevitablemente pasará por aquel mirador!

¿Acaso importan las razones? Estas siempre serán morbosas, tenebrosas, quizá ancladas en fangos de soledad, en fallas oceánicas de afectos, en necesidad de compensar recuerdos tristes, en légamos de culpabilidad, hasta en la cristalina necesidad de remediar algún crimen inconfesable, ¿por qué no?

Pero, ya digo, nada de esto importa. El hecho es que el ser torturado por la idea de la muerte es capaz de abrir la caja de herramientas que le entregó Yahavé al expulsarlo del Paraíso, el único instrumental capaz de hacer frente al fin inevitable, repleta de brocas creativas, de metáforas, anáforas y analogías, de destornilladores de todos los tamaños, de tuercas de todos los calibres, de tropos y metonimias, el ánfora de Pandora, en fin, de la que nada escapa cuando se la abre: la cajita de la creación, esa que lleva cada humano en algún lugar escondido tras el entrecejo.

         Hay quien piensa que el escritor es el que presenta libros, el que publica; que el pintor es quien hace exposiciones; que el cocinero es el que participa en certámenes; que el artista ha de ser famoso, mediático, comunicativo, generador de riqueza; que ha de estar integrado en la cadena de producción cultural.

No, caramba, no nos confundamos. Eso es la bambolla, el mercado, el “tontintolín”, como dijo Antonio Tabucci en “Tristano Muere”, tonta pero expresiva palabreja de la que me he apropiado hace tiempo.

         El poeta (tallador de huesos, alfarero, cocinero, constructor, escritor, pintor, pajarero) no pasa de infeliz y desgraciado que no se puede permitir pensar en tales nonadas cuando crea. Es un ser que huye de la muerte, un caracol a la carrera que, en su escapada torpe y viscosa, deja el rastro de la genialidad, un reguero de baba, de excrecencia humana, que se petrifica al contacto con el aire y que desnuda al tiempo en que vive, lo encuera, le  quita la piel, lo deja en carne viva.

Sólo en el instante en que escribe, en que esculpe, en que otea el horizonte, en que sazona, en que compone la máquina de relojería que es el poema se siente el artista libre de la muerte, se mira en el espejo de la creación y se ve intocable, sublime, inmune, y es capaz de trazar las más bellas líneas ocultas en su materialidad, de extender al infinito sus células, de convertirse en un ente astral unido a lo material por la punta de la pluma, por la última cerda del pincel, por la punzante proa del escalpelo, por la giratoria tabla de alfarero con que modela su creación, por el filo del cuchillo de sílex con que talla el hueso neolítico.

         Tiene razón Félix Bolado Oceja, allá donde esté. Gracias a la muerte creamos, gracias a que somos conscientes del fin inminente construimos pasarelas en el aire, levantamos castillos de humo con aristas curvas que todo lo envuelven. Gracias a la muerte somos humanos, somos poetas, fabricantes del aire.

Pero, ¡ay queridos!... Sin aire, la Humanidad no podría respirar.


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