miércoles, 28 de mayo de 2025

APRENDIENDO DE ROMA. LECCIONES DE GENOCIDIO

 

Nuestros antepasados culturales, los romanos, no entenderían la palabra “genocidio”, pero aplicaban más que bien el significado actual del término. Su derecho de guerra estaba programado para reaccionar como una máquina jurídica de destrucción total sobre poblaciones y sobre culturas. Un derecho de guerra al que se retorna al día de hoy a velocidad ultrasónica.

         Y es que sospecho —dado mi natural desconfiado— que un genocidio que está a la vista de todos en las sobremesas diarias, cuyo nombre no puedo citar por eso de la censura electrónica, es un experimento encaminado a la recuperación de viejas costumbres. Tras él, si resulta exitoso —que lo será si un milagro movilizador no lo remedia—, se generalizará la política de tierra quemada en cualquier lugar del mundo. Hoy son ellos. Mañana puede ser el vecino, pasado cualquier población en cualquier región del mundo, incluidos nosotros, sí, nosotros.

         Porque hay quien pretende retornar al viejo sistema romano de castigo del rebelde. En el mundo de nuestros antepasados culturales, quien se resistía a la ocupación sabía la que le esperaba: la destrucción, y también a quien rompía los pactos o a quien “atacaba” al poderío de la Urbe. Pero no una destrucción simbólica, sino la total, el olvido de su existencia, la DAMNATIO MEMORIAE.

         ¿Entonces, los cántabros fueron exterminados?, me preguntarás buen lector.  Pues no, te responderé, porque, probablemente, algunos de ellos, o no pocos, terminaron colaborando con los romanos —lo sentimos por aquellos a quienes estas palabras escandalicen—. De ahí las oleadas de rebelión año tras año desde el 26 antes de Cristo, primero unas tribus, luego otras, unas pactaron, otras no, unas se unieron a las vecinas, otras a Roma. Sí se sabe que los últimos resistentes, fueron, posiblemente, exterminados en los barrancos del Dulla y crucificados allá en sus alturas en castigo por ser esclavos asesinos de sus dueños. Pero muchos cántabros sobrevivieron —más o menos maltrechas sus poblaciones—, hecho histórico indiscutible porque durante siglos mantuvieron una cultura autóctona, sólo parcialmente romanizada —letras que trazaban como palotes y poco más, pues cometían faltas de ortografía sin recato en las inscripciones de las lápidas—. Sabido es que las aras funerarias y las grandes estelas discoideas eran de tiempos posteriores a la ocupación romana, y hasta el famoso dios Erudino del Dobra está datado hacia el siglo quinto después de Cristo. Es decir, que romanizados más bien poco, y que sobrevivieron. No, no fueron exterminados como alguno quiere hacer creer para cortar la hipotética línea sucesoria con los habitantes actuales de las montañas.

         Pero sí desaparecieron del mapa de la vida muchos pueblos galos por  el buen hacer de Julio César, adelantado asesino al que la Historia ha considerado genial militar y noble entre los nobles. Pero sí lo fue Cartago, hasta la última piedra. Pero sí lo fue Numancia. La lista de los genocidios romanos, en los que mataron hasta a los animales domésticos de las poblaciones y anegaron los campos con sal, sería interminable. Cuando más generosos se sentían, se limitaban a castigos benignos, traslados forzosos de poblaciones enteras y menudencias de ese tipo. Es el caso de los lugones que terminaron todos como mano de obra gratuita en las minas de Las Médulas, allá en la Gallaecia. ¿Suena todo esto a contemporáneo?  ¿Sí? ¡Buena vista!

         A eso vamos, y hay autores que han llamado a este nuevo-viejo estado de cosas BARBARIE.

         Para llegar a tan prometedor puerto, la primera medida consiste en acabar con la democracia, pues no es necesaria capucha al carnicero. Lo segundo provocar la desunión entre las víctimas. Lo tercero buscar la reducción del contingente humano, somos muchos para este planeta sin esquinas, y la maldición de Bentham está ahí, sobre nuestras cabezas —recursos que aumentan en progresión aritmética y población que lo hace en progresión geométrica—.

         El objetivo —que no creo sea planificado por una mano negra, sino por la inercia de los hechos y la lógica de las cosas— es llegar a una nueva sociedad poscapitalista de corte feudal, como diría Varufakis, de feudalismo tecnológico, o de corte depredador, como era la romana. No se olvide que la base genética del feudalismo estaba inserta en el genoma romano con la institución de la clientela.

         Los plutócratas de la vieja Roma no usaban caretas. No se escondieron en ademanes democráticos durante la monarquía, menos durante la república y mucho menos durante el imperio. No tenían piedad con el hambriento que les robase al despiste un chorizo de la barbacoa en sus insultantes mansiones.

         El pueblo, al que llamaban MULTITUDO o VULGUS estaba compuesto por una masa informe de gentes malvivientes, y muchas veces ociosas, que dependían de la generosidad del estado plasmada en las ANNONAS, los repartos periódicos de trigo, y del CIRCO para distraer la ociosidad y canalizar los descontentos, ¿redes sociales de la época? Los pobres carecían de conciencia de clase. Hoy llamamos a esa masa informe PRECARIADO.

         Igualmente, en nuestros tiempos no existe ya clase trabajadora propiamente dicha con un mínimo de capacidad movilizadora. ¿Quién trabajará cuando se consume el diseño de la nueva sociedad feudal, o depredadora tecnológica, última evolución del capitalismo? Está claro, no serán esclavos, sino robots, la ya doméstica y habitual  INTELIGENCIA ARTIFICIAL.

         La masa del pueblo, la que logre sobrevivir, será un ingente y deforme ejército de camareros y sirvientes, de domésticos, de libertos en el mejor de los casos, al servicio de la plutocracia y de los señores feudales intermedios que serán legión. El precariado no tendrá conciencia de clase y trabajará gratis para los plutócratas, los nuevos patricios y pondrá a su disposición sus culitos respingones, todo ello a cambio de repartos muy calculados de alimentos adulterados y medios tecnológicos de consumo, pues alguien tendrá que comprar lo que se produzca, para la buena marcha, subsistencia y relax de las familias patricias, únicas con derecho a la supervivencia, claro.

         ¿Es o no evidente que tenemos mucho que aprender de la vieja Roma en cuestión de genocidio, movimiento forzado de poblaciones, destrucción completa del enemigo, reducción a la condición de esclavos de hecho a poblaciones enteras? Hoy día, como entonces, ni siquiera la careta de la democracia es necesaria.

         Son los tiempos de la Oscuridad.


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