¿Crees que Corocotta existió? ¿Crees por el contrario que ha sido un invento de alocados patriotas cántabros del presente?, ¿Crees que se puede equiparar a los Viriatos, a los Vercingetorix, a los Indíbiles o a los Mandonios?... ¿Qué piensas al respecto?
Yo te voy a ser sincero, todo eso me es por completo indiferente.
Tengo
mi idea, claro, pero es intrascendente: que el tipo no existió, que fue
inventado, que la figura de esta entelequia ha cuajado en la población
bautizando con su referente marcas de orujo, rótulos de establecimientos, nicks
internáuticos y clubes deportivos. No me parece mal. La imaginación está al
alcance de todos, es como eso que nos cuelga o nos palpita, besugo o
pescadilla, artificio en todo caso de masturbaciones varias multicolores, con o
sin coreografía. Cada cual sea feliz como mejor pueda y quiera.
(Para
una completa información sobre este tema de Corocotta puede leerse el mejor
tratado que conozco —lo venden en Adic— “Augusto y Corocotta”, de Ángel Ocejo Herrero.
Merece la pena; es un libro que tiene la virtud de atar las lenguas para impedir
que suelten bobadas).
Yo sólo constato un hecho: el pueblo español, y quizá
cualquier pueblo del mundo, lleva en algún rincón de su cerebro, enquistado, el
tumor de la anulación como pueblo; un cancro dispuesto siempre a manifestarse
en el momento más inoportuno; se trata del ansia, de la necesidad, del amor y del
seguidismo por los líderes, por los dirigentes, por los pastores.
El
mito del buen bandido, del gran líder, está en el ADN de nuestra estupidez como
una oportuna bomba de relojería dispuesta a estallar y paralizarnos cuando más necesitamos
la energía para lanzarnos contra los que vienen de fuera a destruir nuestro hábitat.
Por eso, en «Cantábrica», dejando aparte las discusiones
teóricas, que son más bien debates sobre si los ángeles tienen colgajos entre
las piernas o no, se reprueba esa querencia a buscar jefes o a imaginarlos si
no se encuentran.
Sin embargo, no le hacen falta dirigentes a un pueblo que se
levanta contra la opresión. Es más, son perjudiciales porque, tarde o temprano
se corrompen. Todo prohombre termina por llevarse a su casa los réditos de la
heroicidad de sus paisanos y por convertirlos en lingotes de oro. El brillo de
su persona, que tiende a opacar siempre al de los compañeros de lucha, le hace
olvidar que no es nada sin su pueblo. En fin, entre los pliegos de su sagum se
esconderá la polilla de la traición. Por eso, en la ficción nos cargamos a
Corocotta, sea imaginado o real, asunto histórico intrascendente, y lo
sustituimos por Coronoego.
Coro
en el viejo idioma de los celtas viene a significar Jefe, general, dirigente de
guerreros, fuerte, grandón —¿Será el apellido COBO superviviente de tal
concepto?; me gustaría creer que sí—. “cotta” sería viejo, y “noego” joven. Se
sustituye al Jefe Viejo por el Jefe Joven, pero no se trata de quitar a un
héroe ficticio y poner a otro que lo sea más, porque Coronoego viene a
significar en el texto otra cosa, justo la contraria de un líder al uso.
Ataca siempre con máscara de combate, sin rostro. No tiene
personalidad. Es una figura épica. No es un hombre individual, sino que
representa a su propio pueblo, con el que se identifica y por el que se
sacrifica. Es una emanación de la voluntad de resistencia de los suyos. En su
persona se aprecia la continuidad de los antepasados, pues se le establece una
genealogía que lo enraíza con todas las gestas del pueblo cántabro y astur.
Incluso, como todo héroe épico que se precie, llegará a los infiernos, es
decir, al Sid y nos ofrecerá su testimonio sobre el más allá. Es un Ulises, un
Aquiles, un Héctor, en fin, un reflejo de los suyos, la piel del león que
envuelve a su raza y que se fija a ella en una continuación inseparable de
músculo y epitelio, de fuerza y coraza.
Cuando un combatiente de las montañas se miraba en Coronoego
no veía a un hombre, sino a sí mismo, a sus antepasados, a la tierra, al olor a
cabra y a caballo, al cocido de la trébede, a leche cuajada, a queso y al pezón
de la madre, porque eso ha de ser un líder, un simple espejo en el que mirarse.
Este juego de manos literario, esta trasposición de
conceptos, esta sustitución de lo desmovilizador por lo galvanizador, sólo
puede lograrse por medio de la poesía, de la poiesis, de la creación literaria.
¡Corocotta ha muerto! ¡Viva Coronoego! Ha muerto el cántabro
acomodaticio, canto rodado, viejo, traidor, contemporizador con Augusto; ha brotado
el pueblo joven que renace de sus cenizas, porque la masa combatiente genera
sus propios líderes en tiempos de crisis y malandanzas históricas, ya lo decía
Rosa Luxemburgo.
Por
todo esto, en fin, sacrificamos en “Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar
Cántabro” la controvertida figura de Corocotta, sospechoso de connivencia con
los romanos, y sacamos a Coronoego de la chistera del mito, gracias a la varita
mágica de la ficción, de la poesía.
La
literatura es la magia que se esconde en los engranajes del mundo, invisible
para cualquier poder, ¿cómo va a ser vista con buenos ojos por los
bienpensantes? ¿No decía Platón que era imprescindible expulsar a los poetas de
su idílica República?
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