miércoles, 21 de mayo de 2025

SOCIEDADES IDÍLICAS Y MILENARISMOS VARIOS

 



Le pedí a la AI que me dibujara un castro cántabro o astur con buen rollete idílico y me pintó esta tonteriuca.

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¿Era idílica la sociedad de los antiguos cántabros? ¿Lo eran las civilizaciones celtas? ¿Eran paraísos las sociedades preindoeuropeas?

            Estas preguntas  vienen a cuento de la leyenda milenaria de las Edades de la Antigüedad que, como mínimo, se remonta a tiempos de Hesíodo.

            Así se expresaba este compilador griego:

            “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío...”

            La leyenda de unos tiempos antiguos maravillosos, de un paraíso terrenal, es una constante en nuestra cultura, desde la más recia literatura hasta las más descabelladas ideologías, si se puede decir que haya alguna ideología que no sea descabellada, porque  bien sabemos que lo ideológico es el chocolate del loro para los pobres. Los ricos no tienen ideología, puesto que pueden rumiar el hueso de la idea: el dinero.

            Cervantes pone en boca de don Quijote las palabras de Hesíodo en el memorable discurso que dirige a los cabreros, y yo mismo, en “Historia Paranoica de Cantabria” —en Ámazon a disposición del respetable— hago hablar con similar conferencia a don Paco Claudio, señor de Mortesante, cuando se dirige a los frailes capuchinos de Montehano.

            También los ideólogos pensaron en esa mítica edad de oro cuando edificaron sus paraísos a recuperar, sus soñadas sociedades idílicas o utópìcas, imaginaciones causantes de no pocas guerras y destrucciones.

Porque la utopía suele ser revestida de lenguaje sagrado para que dirija a las masas hacia los míticos tiempos dorados de flores y fantasías. Todos sabemos que no son pocos los sabios profetas que, cayado en mano de hierro, conducen a sus pueblos al paraíso perdido, mientras perpetran todo tipo de genocidios en nombre de viejas deidades y entelequias, o de tierras prometidas, destinos históricos y pueblos predestinados. Ejemplos de esto tenemos hoy día en cada telediario.

            A este fenómeno ideológico lo llamamos MILENARISMO. Así, las naciones se inventan pasados míticos a recuperar cuando logren derrotar la opresión a que les someten los estados en que se integran y que los oprimen. Así, procuraremos encarrilar los esfuerzos hacia pretendidas sociedades idílicas del pasado, anteriores a la llegada de los barbados europeos. Así, buscaremos expulsar a pueblos enteros de sus tierras porque un dios barbado nos prometió su solar a nosotros. Así, dibujaremos un mundo celta repleto de armonía para ilustrar nuestros neopaganismos liberadores.

            Repitamos la pregunta: ¿Eran idílicas las civilizaciones agrícolas existentes antes de la llegada de los indoeuropeos, los yamnaya, esos que mataron a los hombres y se quedaron con las mujeres, que introdujeron el patriarcado y la guerra?

            Es más que probable que de justas no tuvieran nada, y ello pese al igualitarismo entre sexos que parece regía entre las culturas de Vinca, Cucuteni y Karanovo, que fueron arrasadas por nuestros antepasados. No eran matriarcales, concepto ficticio y prelógico, sino marcadas por cierto espíritu de colaboración, que no es lo mismo. Esta tendencia a la equiparación de sexos en el poder, no de imposición, aun siendo positivo visto desde nuestro mundo actual, debía distar de conformar una sociedad idílica.

En aquellos paraísos agrícolas se cometerían crímenes y la venganza colectiva o individual debía de ser más sangrienta que el crimen mismo. El peso del grupo sería del todo agobiante, quizá una sociedad en la que los modelos bien pensantes serían diseñados a hachazos, y donde los sacrificios humanos estarían a la orden del día. No pocas Rocas Tarpeya existirían para arrojar desde ellas a los pecadores que atentasen contra la sacrosanta comunidad y contra la Madre universal que lo mismo daba la vida que la quitaba.

            ¿Eran justas las sociedades indoeuropeas que vinieron después?, ¿eran justos los pueblos celtas? ¿Era justa y equilibrada la sociedad cántabra, tan celtizada?

Hay quien sitúa lo celta en un pasado druídico, juguetón, musical y ecologista, feminista y liberador, repleto de flores, de diademas y túnicas, de danzas en los németom sagrados al son del tamboril y de la gaita en las noches de plenilunio. Se dibuja así un mundo celta tan indefinido como etéreo.

Cada uno es libre de engañarse como pueda y sepa, pero los pueblos célticos eran, sobre todo, patriarcales, violentos y desiguales. ¿Qué le vamos a hacer?

            Violentos y patriarcales, decimos, igual que los romanos, sus hermanos, descendientes ambos pueblos de las tribus esteparias, del yamnaya cruel inventor del caballo como arma de guerra. Pero había una diferencia no basada, claro, en razones místicas, religiosas o filosóficas, sino en la prosaica razón materialista de la manera en que ambas comunidades tenían de ganarse la vida.

            Los nobles de Roma, los patricios, eran garrapatas en el tejido social, del que se alimentaban. Dirigían una sociedad militarizada de campesinos-soldados, a la que negaban el pan y el agua, de la que se aprovechaban en la guerra. A estos padres de la patria, el poder les llegaba vía patrimonio: quienes más tenían, más mandaban, y eran celosos guardianes de sus privilegios. Un patricio romano podía mandar descuartizar al plebeyo que le quitara un cuartillo de vino. Eran los romanos, pues, patriarcales y violentos, y vivían en una sociedad plagada de injusticias.

            Los celtas contaban con un modo algo diferente de ganarse la vida. Eran ganaderos y agricultores como los romanos, eso sí, aunque más lo primero que lo segundo. Disponían de un complemento económico de extraordinaria importancia: la guerra. No era algo muy original, la verdad, herencia común de los antepasados esteparios, pues los romanos también, y especialmente, vivían del botín.

La diferencia radicaba en el esquema de la guerra en sí y en la jefatura.

Mientras que en Roma dirigían los que más tenían, en el mundo celta mandaban quienes más valían, es decir, los que demostraban su superioridad frente al enemigo. Los combates singulares, la fuerza y el valor eran más determinantes que la sangre o la riqueza para que un guerrero se convirtiera en CORO, en jefe de su pueblo.

            Por el contrario, un soldado campesino romano carecía de esperanza alguna. Su valor de poco servía pues al terminar la batalla, no tenía derecho al botín o al reparto de tierras, salvo contadas excepciones, pues aquel y estas iban al bolsillo del patricio, e incluso si el soldado regresaba a su casa y perdía su patrimonio por el obligado abandono de la hacienda en tiempo de guerra y no podía pagar sus deudas a los prestamistas ricos, podría ser esclavizado por impago e insolvencia; nadie tenía en consideración sus méritos como soldado. Como es comprensible, la República romana vivió tiempos de gran inestabilidad social y de luchas por el reparto de tierras, por la abolición de la esclavitud por deudas y por instituciones que garantizaran la vida de los desfavorecidos.

            Entre los celtas, sin embargo, eran los más fuertes quienes dirigían y la guerra suponía una válvula de escape para los más pobres que siempre tendrían oportunidad de encontrar fortuna en su puntería, en el valor de su brazo, en su ímpetu combatiente y en el botín bien repartido.

Las sociedades celtas, pese a la desigualdad natural como buenos herederos de los esteparios, eran estables, jerarquizadas, sin tumultos y luchas sociales. Las disputas se planteaban, sí, pero con los vecinos, en una guerra permanente de baja intensidad. La discrepancia no se manifestaba de puertas adentro, donde la desigualdad era tolerada como natural.

            Este pequeño detalle hacía a los cántabros y astures diferentes de los romanos. Por eso sus mujeres eran más libres que las de Roma, porque los hombres se dedicaban a guerrear durante un mínimo de medio año y ellas quedaban al mando, incluso militar, de sus comunidades, mientras que las romanas vivían recluidas en sus casas, en condición de constante sometimiento.

El paterfamilias romano era un cocinillas que en todo se metía, mientras que el patriarca celta no pensaba más que en la guerra y no tenía tiempo para enredarse entre pucheros y pendencias mujeriles; cuando regresaba con el botín de la rapiña lo único que deseaba era comer y dormir, y su cuerpo no estaba para discutir con sus esposas, menos para imponerse. Pero eran ellos quienes a la postre mandaban.

            En definitiva, que tanto las sociedades preindoeuropeas, como las indoeuropeas, la romana y la celtíbera, eran profundamente desiguales, injustas y violentas, sueños milenaristas aparte.

¿Qué le vamos a hacer? ¡La Historia es así! ¿He roto algún esquema mental preconcebido? ¡Me encantaría!

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