Le pedí a la AI que me dibujara un castro cántabro o astur con buen rollete idílico y me pintó esta tonteriuca.
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¿Era idílica la sociedad de
los antiguos cántabros? ¿Lo eran las civilizaciones celtas? ¿Eran paraísos las
sociedades preindoeuropeas?
Estas preguntas
vienen a cuento de la leyenda milenaria de las Edades de la Antigüedad
que, como mínimo, se remonta a tiempos de Hesíodo.
Así se expresaba este compilador griego:
“Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los
antiguos pusieron el nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en
esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa
sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas
dos palabras de tuyo y mío...”
La leyenda de unos tiempos antiguos maravillosos, de un
paraíso terrenal, es una constante en nuestra cultura, desde la más recia
literatura hasta las más descabelladas ideologías, si se puede decir que haya
alguna ideología que no sea descabellada, porque bien sabemos que lo ideológico es el
chocolate del loro para los pobres. Los ricos no tienen ideología, puesto que
pueden rumiar el hueso de la idea: el dinero.
Cervantes pone en boca de don Quijote las palabras de
Hesíodo en el memorable discurso que dirige a los cabreros, y yo mismo, en
“Historia Paranoica de Cantabria” —en Ámazon a disposición del respetable— hago
hablar con similar conferencia a don Paco Claudio, señor de Mortesante, cuando
se dirige a los frailes capuchinos de Montehano.
También los ideólogos pensaron en esa mítica edad de oro
cuando edificaron sus paraísos a recuperar, sus soñadas sociedades idílicas o
utópìcas, imaginaciones causantes de no pocas guerras y destrucciones.
Porque
la utopía suele ser revestida de lenguaje sagrado para que dirija a las masas
hacia los míticos tiempos dorados de flores y fantasías. Todos sabemos que no
son pocos los sabios profetas que, cayado en mano de hierro, conducen a sus
pueblos al paraíso perdido, mientras perpetran todo tipo de genocidios en
nombre de viejas deidades y entelequias, o de tierras prometidas, destinos
históricos y pueblos predestinados. Ejemplos de esto tenemos hoy día en cada
telediario.
A este fenómeno ideológico lo llamamos MILENARISMO. Así,
las naciones se inventan pasados míticos a recuperar cuando logren derrotar la
opresión a que les someten los estados en que se integran y que los oprimen.
Así, procuraremos encarrilar los esfuerzos hacia pretendidas sociedades
idílicas del pasado, anteriores a la llegada de los barbados europeos. Así,
buscaremos expulsar a pueblos enteros de sus tierras porque un dios barbado nos
prometió su solar a nosotros. Así, dibujaremos un mundo celta repleto de
armonía para ilustrar nuestros neopaganismos liberadores.
Repitamos la pregunta: ¿Eran idílicas las civilizaciones
agrícolas existentes antes de la llegada de los indoeuropeos, los yamnaya, esos
que mataron a los hombres y se quedaron con las mujeres, que introdujeron el
patriarcado y la guerra?
Es más que probable que de justas no tuvieran nada, y
ello pese al igualitarismo entre sexos que parece regía entre las culturas de
Vinca, Cucuteni y Karanovo, que fueron arrasadas por nuestros antepasados. No
eran matriarcales, concepto ficticio y prelógico, sino marcadas por cierto
espíritu de colaboración, que no es lo mismo. Esta tendencia a la equiparación
de sexos en el poder, no de imposición, aun siendo positivo visto desde nuestro
mundo actual, debía distar de conformar una sociedad idílica.
En
aquellos paraísos agrícolas se cometerían crímenes y la venganza colectiva o individual
debía de ser más sangrienta que el crimen mismo. El peso del grupo sería del
todo agobiante, quizá una sociedad en la que los modelos bien pensantes serían
diseñados a hachazos, y donde los sacrificios humanos estarían a la orden del
día. No pocas Rocas Tarpeya existirían para arrojar desde ellas a los pecadores
que atentasen contra la sacrosanta comunidad y contra la Madre universal que lo
mismo daba la vida que la quitaba.
¿Eran justas las sociedades indoeuropeas que vinieron
después?, ¿eran justos los pueblos celtas? ¿Era justa y equilibrada la sociedad
cántabra, tan celtizada?
Hay
quien sitúa lo celta en un pasado druídico, juguetón, musical y ecologista,
feminista y liberador, repleto de flores, de diademas y túnicas, de danzas en
los németom sagrados al son del tamboril y de la gaita en las noches de
plenilunio. Se dibuja así un mundo celta tan indefinido como etéreo.
Cada
uno es libre de engañarse como pueda y sepa, pero los pueblos célticos eran,
sobre todo, patriarcales, violentos y desiguales. ¿Qué le vamos a hacer?
Violentos y patriarcales, decimos, igual que los romanos,
sus hermanos, descendientes ambos pueblos de las tribus esteparias, del yamnaya
cruel inventor del caballo como arma de guerra. Pero había una diferencia no
basada, claro, en razones místicas, religiosas o filosóficas, sino en la
prosaica razón materialista de la manera en que ambas comunidades tenían de
ganarse la vida.
Los nobles de Roma, los patricios, eran garrapatas en el
tejido social, del que se alimentaban. Dirigían una sociedad militarizada de
campesinos-soldados, a la que negaban el pan y el agua, de la que se
aprovechaban en la guerra. A estos padres de la patria, el poder les llegaba vía
patrimonio: quienes más tenían, más mandaban, y eran celosos guardianes de sus
privilegios. Un patricio romano podía mandar descuartizar al plebeyo que le
quitara un cuartillo de vino. Eran los romanos, pues, patriarcales y violentos,
y vivían en una sociedad plagada de injusticias.
Los celtas contaban con un modo algo diferente de ganarse
la vida. Eran ganaderos y agricultores como los romanos, eso sí, aunque más lo
primero que lo segundo. Disponían de un complemento económico de extraordinaria
importancia: la guerra. No era algo muy original, la verdad, herencia común de los
antepasados esteparios, pues los romanos también, y especialmente, vivían del
botín.
La
diferencia radicaba en el esquema de la guerra en sí y en la jefatura.
Mientras
que en Roma dirigían los que más tenían, en el mundo celta mandaban quienes más
valían, es decir, los que demostraban su superioridad frente al enemigo. Los
combates singulares, la fuerza y el valor eran más determinantes que la sangre
o la riqueza para que un guerrero se convirtiera en CORO, en jefe de su pueblo.
Por el contrario, un soldado campesino romano carecía de
esperanza alguna. Su valor de poco servía pues al terminar la batalla, no tenía
derecho al botín o al reparto de tierras, salvo contadas excepciones, pues aquel
y estas iban al bolsillo del patricio, e incluso si el soldado regresaba a su
casa y perdía su patrimonio por el obligado abandono de la hacienda en tiempo
de guerra y no podía pagar sus deudas a los prestamistas ricos, podría ser
esclavizado por impago e insolvencia; nadie tenía en consideración sus méritos como
soldado. Como es comprensible, la República romana vivió tiempos de gran
inestabilidad social y de luchas por el reparto de tierras, por la abolición de
la esclavitud por deudas y por instituciones que garantizaran la vida de los
desfavorecidos.
Entre los celtas, sin embargo, eran los más fuertes
quienes dirigían y la guerra suponía una válvula de escape para los más pobres
que siempre tendrían oportunidad de encontrar fortuna en su puntería, en el valor
de su brazo, en su ímpetu combatiente y en el botín bien repartido.
Las
sociedades celtas, pese a la desigualdad natural como buenos herederos de los
esteparios, eran estables, jerarquizadas, sin tumultos y luchas sociales. Las
disputas se planteaban, sí, pero con los vecinos, en una guerra permanente de
baja intensidad. La discrepancia no se manifestaba de puertas adentro, donde la
desigualdad era tolerada como natural.
Este pequeño detalle hacía a los cántabros y astures diferentes
de los romanos. Por eso sus mujeres eran más libres que las de Roma, porque los
hombres se dedicaban a guerrear durante un mínimo de medio año y ellas quedaban
al mando, incluso militar, de sus comunidades, mientras que las romanas vivían
recluidas en sus casas, en condición de constante sometimiento.
El
paterfamilias romano era un cocinillas que en todo se metía, mientras que el
patriarca celta no pensaba más que en la guerra y no tenía tiempo para enredarse
entre pucheros y pendencias mujeriles; cuando regresaba con el botín de la
rapiña lo único que deseaba era comer y dormir, y su cuerpo no estaba para
discutir con sus esposas, menos para imponerse. Pero eran ellos quienes a la
postre mandaban.
En definitiva, que tanto las sociedades preindoeuropeas,
como las indoeuropeas, la romana y la celtíbera, eran profundamente desiguales,
injustas y violentas, sueños milenaristas aparte.
¿Qué le vamos a hacer? ¡La Historia es así! ¿He roto algún esquema mental preconcebido? ¡Me encantaría!
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