En un principio sólo era
curiosidad, soledad y lectura. Y de la lectura nació la escritura, y creé, y vi
que era bueno, y descansé. Comprobé lo gratificante que resultaba ser dios
creador de la propia obra y me maravillé ante el espectáculo del submundo nacido
de la nada. Era mi hija y me importaba un bledo que la gente me dijera que era
una monstruosidad. ¿Pero no ve, alma de cántaro, que tiene dos cabezas y un
sólo ojo en la frente? Lo que usted quiera, pero es mi hija. En fin, esto le
pasa a cualquier autor, ¿no es cierto?
La historia comenzó como un reto personal. ¿Sería capaz de
escribir una novela? Me decidí a ello. Total, con una frase se hace un párrafo,
y con varios párrafos una página, y con varias páginas un capítulo y, andando,
andando, capítulo a capítulo, una novela. No es difícil, me dije, sólo hay que
ser constante. Además, he de confesarlo, también pensé que con ella, quizá,
pudiera ganar tanto dinero como fama y tanta fama como dineros. ¿Esto le suena
a alguien? La verdad, por el simple hecho de escribir novelas se muestra cierto
desequilibrio mental. Los sanos nunca escriben.
Así las cosas, llegó la segunda pregunta: ¿sobre qué
escribir? Acababa de leer la obra de Antonio Ballesteros Bareta, el historiador
que con más detalle trataba la vida de Juan de la Cosa. En ella se sostenía que
este cartógrafo había sido hombre de confianza de la reina Isabel en la armada
colombina y, en cierto modo, su espía. Tenía fresca también la obra de Patric
Heers, Colón, en la que se narraba la extraordinaria influencia de genoveses y
florentinos en la España isabelina. Por último, me basé en ciertas obras de la
Universidad de Cádiz, en las que se sostenía que el derrotero de la flota, en
el primer viaje, era muy diferente al que han sostenido las fuentes, por el
paralelo de Canarias; al contrario, hubieron de arriesgarse en aguas
portuguesas y bajar hasta las islas de Cabo Verde para tomar allí los vientos
que los llevarían al Caribe, justo como lo hace actualmente la Regata Juan de
la Cosa que parte todos los años de San Lucar.
Con estos mimbres y chupando en todo momento rueda de la
Historia, me lancé a la aventura de componer «El Cartógrafo de la Reina». Y lo
logré en un tiempo prudencial, un año y medio. Dividí el material que tenía en
dos partes: uno de infancia, «Las Rutas
del Norte», y otro de madurez, «El
Cartógrafo», propiamente dicho. Quedé muy a gusto tras redactarla, pero,
claro, pasados los años, fui consciente de que en mis dos primeras novelas
había muchos fallos, todo un catálogo de ellos. Eran propios de un novato, por
supuesto. Sin embargo, la obra resultó competitiva dentro del mundo de la
novela histórica, donde los fallos de mi Cartógrafo eran virtud y la
mediocridad el modelo a seguir.
El primero fue el intento de embutir la enorme cantidad de
conocimientos que tenía sobre la materia que trabajaba en una trama, lo que
resultaba tan absurdo como querer aprisionar al Quijote en un dedal.
El segundo vicio, al que llamé "capitantruenismo",
consistía en generar una trepidancia en la acción que la hacía, de por sí
inverosímil literariamente hablando porque, en la realidad, la vida del
Cartógrafo fue propia de una novela de aventuras. Pero, ¡ay, amigo!, no sabía
entonces que la realidad nunca es verosímil del todo. Hace gracia cuando te
dicen: oye, tú que eres escritor, te voy a contar una historia alucinante, que
es para una novela. Uno se sonríe, ¿cómo explicar al noble bruto que dice tal
memez, que cuanto más lunática sea la realidad, menos digerible es
literariamente hablando?
El tercer fallo estaba en intentar seguir una cronología
lineal, con diferentes escenarios, y muy dilatada en el tiempo, salpicada de
acciones variopintas, rápidas e interminables, como hacen los niños de ocho
años cuando juegan: ¿y ahora va y el chico hace esto, y luego viene la chica y
lo mata, y luego lo persiguen, y salta, y corre, y se muere, y vuelta a
empezar! Una locura, un infantilismo narrativo digno de figurar en el catón de
la retórica.
Con tanto dato, tanta trepidancia y una línea del tiempo más
larga que el transiberiano, quedó una novela mediocre, aunque ha sido la más
leída por un público muy friky de los
viajes de descubrimiento. Además, fue publicada al socaire del Quincentenario.
Encima, puse a la reina Isabel muy bien, como toda una
heroína, con ideas claras sobre las oportunidades que brindaban las Indias. Me
salió así a consecuencia de la trama rocambolesca que tracé, que me impuso
personajes raros y situaciones demenciadas. En realidad, la señora me caía muy
mal.
Todo esto lo solucioné en la tercera entrega: «El Mapa
Perdido», pero no por casualidad, sino porque me había empapado de la Nueva
Novela Histórica Hispano Americana, en especial de Fernando del Paso y su obra «Noticias
del Imperio», con todo lo cual quedé trastornado y, vuelto el juicio, volteé
también la cadencia de mi narrativa.
Descubrí que si escribía varias novelas con diferentes
tiempos, espacios y personajes que trataran sobre el igual tema, podría ofrecer
una visión caleidoscopia del mismo, superar la lacra del capitantruenismo y no
caer en secuencias de acontecimientos amorcilladas de tan intensas. La
contrapartida era el mucho trabajo que eso suponía, pero solía acostarme como
las gallinas, madrugaba al alba del alba y, tras poner las calles y tomarme un
café, dedicaba cinco horas a escribir de seguido. ¿Mucho trabajo?, ¡ahí me las
den todas!, y, la verdad es que cundió el tiempo.
Además, me regalaron mis lectores dos reparos: ¡oye, cómo es
posible que tú, un gastrónomo, no hayas tratado el tema en la obra!, y otra:
¿No has puesto muy bien a la reina Isabel? La verdad, dijeron, parece un hada
madrina. Tenían razón y enmendé los dos aspectos: introduje escenas proteicas y
le puse a la reina como chupa de dómine, con lo que logré dibujar un personaje
único: la mala de la película.
A partir del «Mapa
Perdido», mi narrativa cambió, introduje la técnica de la fragmentación que
me acompañó durante todas mis creaciones y que culminó en «Cantábrica, la Gran
Epopeya del Solar Cántabro». Si una técnica define mi obra es, precisamente, la
de la fragmentación, gracias a la cual escribí muy relajado y tuve tiempo y
ocasión para usar todas las técnicas narrativas posibles y de salpimentar con
trazos líricos mi prosa.
Una de las partes de «El Mapa Perdido», era «El dado de
marfil», donde presenté a un personaje, Pedro de Jado ─curioso nombre, igual al
del alcalde de mi pueblo, aunque fue histórico─ que se suicidó mediante un
procedimiento extraño: murió comiendo, de hartura, reventado. ¿No recuerda Le Grand Bouffet?
Otra de las piezas «La Galera de Zamba» fue una oportunidad
para sostener la tesis de que la contradicción entre leyenda negra y leyenda
rosa era una pantomima argumental, que el factor determinante de aquella
historia era la fiebre del oro, que llevó a cometer a los españoles las peores
fechorías y las máximas heroicidades, dos caras de una misma moneda. A ver si
resulta que porque los ingleses lo hicieran igual o peor, nuestros antepasados
tenían que ser, necesariamente, monjitas de la caridad, o prevalecer el derecho
público ─sobre el papel─ de la Escuela de Salamanca. ¡Venga ya!
En cualquier caso, mantuve en todas mis novelas, una idea
muy clara: la literatura ha de desarrollarse en un marco de enfrentamiento
dialéctico de ideas. Por eso, siempre escribí novelas de tesis, que planteé, en
contraposición a ciertas corrientes tenidas por oficiales.
Resultó un placer casi erótico sabotear la Historia. Y lo
hice cuanto pude sin ruborizarme, y consideré como medio literatos a los
autores que sólo se dedican a describir una época histórica, como para babear
con ella. Suele ser gente a la que le gusta mucho el cine histórico, y verse
paseando por las calles del pasado. De verdad, recomiendo a los lectores de
esas novelas que nada aportan, repeticiones de repeticiones, descripciones
históricas sobre las hechas por otros, que se dediquen a ver cine, mucho más
económico en tiempo y esfuerzo. La auténtica novela histórica ha de ser de
tesis, y de tesis contraria a la oficial. Debe aportar algo nuevo. En este
sentido, hasta «El Cartógrafo de la Reina»
y su precuela «Las Rutas del Norte»,
fueron, pese a sus defectos, novelas de tesis. En una se discute la grandeza de
colón y la ruta seguida en derechura desde Canarias, y en la segunda se juega
con la posibilidad de que los vizcaínos, la gente del norte, alcanzara América
por Terranova tiempo antes, mientras perseguían a las ballenas.
Luego vino todo lo demás, como en la lujuria, que tras el
primer beso llega el resto. ¡Cuidado, hija, mucho cuidado con dejar que te bese
un muchacho, pues después de eso llega todo! ¿Qué todo? ¿Quedaré preñada por un
besito, mamá? La madre, por supuesto, se hizo la tonta. Pero sí, yo quedé
preñado de la literatura y, desde entonces mi facundia no ha dejado de parir.
Es lo que tiene madrugar mucho.
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