miércoles, 6 de agosto de 2025

TODO COMENZÓ CON EL CARTÓGRAFO DE LA REINA

 


 

En un principio sólo era curiosidad, soledad y lectura. Y de la lectura nació la escritura, y creé, y vi que era bueno, y descansé. Comprobé lo gratificante que resultaba ser dios creador de la propia obra y me maravillé ante el espectáculo del submundo nacido de la nada. Era mi hija y me importaba un bledo que la gente me dijera que era una monstruosidad. ¿Pero no ve, alma de cántaro, que tiene dos cabezas y un sólo ojo en la frente? Lo que usted quiera, pero es mi hija. En fin, esto le pasa a cualquier autor, ¿no es cierto?

         La historia comenzó como un reto personal. ¿Sería capaz de escribir una novela? Me decidí a ello. Total, con una frase se hace un párrafo, y con varios párrafos una página, y con varias páginas un capítulo y, andando, andando, capítulo a capítulo, una novela. No es difícil, me dije, sólo hay que ser constante. Además, he de confesarlo, también pensé que con ella, quizá, pudiera ganar tanto dinero como fama y tanta fama como dineros. ¿Esto le suena a alguien? La verdad, por el simple hecho de escribir novelas se muestra cierto desequilibrio mental. Los sanos nunca escriben.

         Así las cosas, llegó la segunda pregunta: ¿sobre qué escribir? Acababa de leer la obra de Antonio Ballesteros Bareta, el historiador que con más detalle trataba la vida de Juan de la Cosa. En ella se sostenía que este cartógrafo había sido hombre de confianza de la reina Isabel en la armada colombina y, en cierto modo, su espía. Tenía fresca también la obra de Patric Heers, Colón, en la que se narraba la extraordinaria influencia de genoveses y florentinos en la España isabelina. Por último, me basé en ciertas obras de la Universidad de Cádiz, en las que se sostenía que el derrotero de la flota, en el primer viaje, era muy diferente al que han sostenido las fuentes, por el paralelo de Canarias; al contrario, hubieron de arriesgarse en aguas portuguesas y bajar hasta las islas de Cabo Verde para tomar allí los vientos que los llevarían al Caribe, justo como lo hace actualmente la Regata Juan de la Cosa que parte todos los años de San Lucar.

         Con estos mimbres y chupando en todo momento rueda de la Historia, me lancé a la aventura de componer «El Cartógrafo de la Reina». Y lo logré en un tiempo prudencial, un año y medio. Dividí el material que tenía en dos partes: uno de infancia, «Las Rutas del Norte», y otro de madurez, «El Cartógrafo», propiamente dicho. Quedé muy a gusto tras redactarla, pero, claro, pasados los años, fui consciente de que en mis dos primeras novelas había muchos fallos, todo un catálogo de ellos. Eran propios de un novato, por supuesto. Sin embargo, la obra resultó competitiva dentro del mundo de la novela histórica, donde los fallos de mi Cartógrafo eran virtud y la mediocridad el modelo a seguir.

         El primero fue el intento de embutir la enorme cantidad de conocimientos que tenía sobre la materia que trabajaba en una trama, lo que resultaba tan absurdo como querer aprisionar al Quijote en un dedal.

         El segundo vicio, al que llamé "capitantruenismo", consistía en generar una trepidancia en la acción que la hacía, de por sí inverosímil literariamente hablando porque, en la realidad, la vida del Cartógrafo fue propia de una novela de aventuras. Pero, ¡ay, amigo!, no sabía entonces que la realidad nunca es verosímil del todo. Hace gracia cuando te dicen: oye, tú que eres escritor, te voy a contar una historia alucinante, que es para una novela. Uno se sonríe, ¿cómo explicar al noble bruto que dice tal memez, que cuanto más lunática sea la realidad, menos digerible es literariamente hablando?

         El tercer fallo estaba en intentar seguir una cronología lineal, con diferentes escenarios, y muy dilatada en el tiempo, salpicada de acciones variopintas, rápidas e interminables, como hacen los niños de ocho años cuando juegan: ¿y ahora va y el chico hace esto, y luego viene la chica y lo mata, y luego lo persiguen, y salta, y corre, y se muere, y vuelta a empezar! Una locura, un infantilismo narrativo digno de figurar en el catón de la retórica.

         Con tanto dato, tanta trepidancia y una línea del tiempo más larga que el transiberiano, quedó una novela mediocre, aunque ha sido la más leída por un público muy friky de los viajes de descubrimiento. Además, fue publicada al socaire del Quincentenario.

         Encima, puse a la reina Isabel muy bien, como toda una heroína, con ideas claras sobre las oportunidades que brindaban las Indias. Me salió así a consecuencia de la trama rocambolesca que tracé, que me impuso personajes raros y situaciones demenciadas. En realidad, la señora me caía muy mal.

         Todo esto lo solucioné en la tercera entrega: «El Mapa Perdido», pero no por casualidad, sino porque me había empapado de la Nueva Novela Histórica Hispano Americana, en especial de Fernando del Paso y su obra «Noticias del Imperio», con todo lo cual quedé trastornado y, vuelto el juicio, volteé también la cadencia de mi narrativa.

         Descubrí que si escribía varias novelas con diferentes tiempos, espacios y personajes que trataran sobre el igual tema, podría ofrecer una visión caleidoscopia del mismo, superar la lacra del capitantruenismo y no caer en secuencias de acontecimientos amorcilladas de tan intensas. La contrapartida era el mucho trabajo que eso suponía, pero solía acostarme como las gallinas, madrugaba al alba del alba y, tras poner las calles y tomarme un café, dedicaba cinco horas a escribir de seguido. ¿Mucho trabajo?, ¡ahí me las den todas!, y, la verdad es que cundió el tiempo.

         Además, me regalaron mis lectores dos reparos: ¡oye, cómo es posible que tú, un gastrónomo, no hayas tratado el tema en la obra!, y otra: ¿No has puesto muy bien a la reina Isabel? La verdad, dijeron, parece un hada madrina. Tenían razón y enmendé los dos aspectos: introduje escenas proteicas y le puse a la reina como chupa de dómine, con lo que logré dibujar un personaje único: la mala de la película.

         A partir del «Mapa Perdido», mi narrativa cambió, introduje la técnica de la fragmentación que me acompañó durante todas mis creaciones y que culminó en «Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar Cántabro». Si una técnica define mi obra es, precisamente, la de la fragmentación, gracias a la cual escribí muy relajado y tuve tiempo y ocasión para usar todas las técnicas narrativas posibles y de salpimentar con trazos líricos mi prosa.

         Una de las partes de «El Mapa Perdido», era «El dado de marfil», donde presenté a un personaje, Pedro de Jado ─curioso nombre, igual al del alcalde de mi pueblo, aunque fue histórico─ que se suicidó mediante un procedimiento extraño: murió comiendo, de hartura, reventado. ¿No recuerda Le Grand Bouffet?

         Otra de las piezas «La Galera de Zamba» fue una oportunidad para sostener la tesis de que la contradicción entre leyenda negra y leyenda rosa era una pantomima argumental, que el factor determinante de aquella historia era la fiebre del oro, que llevó a cometer a los españoles las peores fechorías y las máximas heroicidades, dos caras de una misma moneda. A ver si resulta que porque los ingleses lo hicieran igual o peor, nuestros antepasados tenían que ser, necesariamente, monjitas de la caridad, o prevalecer el derecho público ─sobre el papel─ de la Escuela de Salamanca. ¡Venga ya!

         En cualquier caso, mantuve en todas mis novelas, una idea muy clara: la literatura ha de desarrollarse en un marco de enfrentamiento dialéctico de ideas. Por eso, siempre escribí novelas de tesis, que planteé, en contraposición a ciertas corrientes tenidas por oficiales.

         Resultó un placer casi erótico sabotear la Historia. Y lo hice cuanto pude sin ruborizarme, y consideré como medio literatos a los autores que sólo se dedican a describir una época histórica, como para babear con ella. Suele ser gente a la que le gusta mucho el cine histórico, y verse paseando por las calles del pasado. De verdad, recomiendo a los lectores de esas novelas que nada aportan, repeticiones de repeticiones, descripciones históricas sobre las hechas por otros, que se dediquen a ver cine, mucho más económico en tiempo y esfuerzo. La auténtica novela histórica ha de ser de tesis, y de tesis contraria a la oficial. Debe aportar algo nuevo. En este sentido, hasta «El Cartógrafo de la Reina» y su precuela «Las Rutas del Norte», fueron, pese a sus defectos, novelas de tesis. En una se discute la grandeza de colón y la ruta seguida en derechura desde Canarias, y en la segunda se juega con la posibilidad de que los vizcaínos, la gente del norte, alcanzara América por Terranova tiempo antes, mientras perseguían a las ballenas.

         Luego vino todo lo demás, como en la lujuria, que tras el primer beso llega el resto. ¡Cuidado, hija, mucho cuidado con dejar que te bese un muchacho, pues después de eso llega todo! ¿Qué todo? ¿Quedaré preñada por un besito, mamá? La madre, por supuesto, se hizo la tonta. Pero sí, yo quedé preñado de la literatura y, desde entonces mi facundia no ha dejado de parir. Es lo que tiene madrugar mucho.

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