En el mundo celta, los
muertos tienen la costumbre de caminar por la calle, al igual que los vivos, y
de sentarse a sus mesas. Pero, en Samonios, mucho más.
¿Qué es el Samonios?, la festividad que marca el comienzo
del año celta, a principio de noviembre, la fecha en la que se abre el tiempo
de la Oscuridad, y que durará hasta la llegada de la primavera, en el mes de
Giamonios, a principios de mayo, cuando la Luz vence y da comienzo la parte
luminosa del año.
Julio César se admiró, y lo dejó escrito en su crónica sobre
la Guerra de la Galia, de que los galos contaran los días desde el comienzo de
la noche, y los años desde el otoño, siendo noviembre el primero de sus meses,
de que dijeran que al principio fue la Oscuridad, de la que nació la Luz. Le
faltó afirmar en su memorable obra eso de: ¡están locos estos galos!
Es probable que el lector se sienta más familiarizado con
otros nombres, los irlandeses Samaín, para el Samonios ─noviembre─ y Beltaine,
para el Giamonios ─mayo─. Sobre todo, el Samaín, el mes de noviembre,
festividad que gusta mucho a los amigos del comercio y que con el nombre de
Halloween arrasa en los escaparates para dar comienzo no al año, sino a la
longaniza de fiestas mercantiles que penetran no se sabe cómo en nuestros
bolsillos y los rascan todos los otoños.
Para denominar a los meses celtas, yo prefiero utilizar los
términos del calendario de Coligny, hallado en Francia, y que datan del siglo
II de nuestra era: Samonios para noviembre, Giamonios para mayo. Y esto es así
porque también eran los nombres que constan en el németon al aire libre de
Peñalva de Villastar, en Teruel, dedicado al dios Lug, justo en el extremo del
mundo celtibérico, lo que supone que esta denominación de los meses celtas
estaba en vigor también en Celtiberia, y Cantabria, se quiera o no, era un
territorio empapado en la cultura celta.
El mundo del celtismo folclórico, o el mundo del comercio
que sustenta el Halloween, parten de una idea confusa del Samonios, de la
festividad de Todos los Santos, la hacen infantil y simpática, con disfraces y
risitas de niños llamando a las puertas, por cierto, en ocasiones desesperantes
con eso de pedir caramelitos.
Sin embargo, el sentido original de la fiesta de Samonios
era guerrero. Se trataba de la gran festividad de los combatientes, de la
cabalgata de Lug que se aprestaba para atravesar los légamos de los tiempos
turbios, en lucha permanente contra la Oscuridad. Era una festividad sangrienta
y brutal que en nada se parecía a la ñoñez que predomina en el Halloween y en
el Samaín ─que nunca sabré cómo se escribe─ de los celtitas neopaganos, que en
muchos lugares de nuestra Celtiberia se han puesto de moda, especialmente en
Galicia y Asturias, donde se ven obligados a reivindicarse de lo celta y eligen
y celebran, como si fueran fiestas de toda la vida, mamarrachadas folclóricas
importadas.
No, el Samonios era otra cosa, una fiesta de pocas risas, en
la que predominaba el ambiente guerrero, los timbales, los cárnix de combate,
las borracheras rituales, las danzas frenéticas de los que se preparaban para
la lucha interminable del año oscuro. Era la fiesta de las cofradías
combatientes, de los soldurios, de los guerreros de élite.
Se trataba de una festividad en la que las fronteras entre
lo real palpable y lo real telúrico e invisible se difuminaban. Por eso, los muertos, que habitualmente vivían
mezclados con los humanos, se hacían más visibles, más presentes.
Esta celebración fue cristianizada en la fiesta de Todos los
Santos, pues en el mundo pagano de raigambre indoeuropea, no sólo celta, resultaba
difícil su eliminación de la masa de creencias populares si no se lograba a
través de la apropiación cristiana de la misma. Lo cierto fue que se respetaron
con relativa fidelidad estas tradiciones celtas, pues se le dio al evento un
tono lúgubre y de reflexión sobre la vida y la muerte, sobre la Luz y la
Oscuridad, y se puso a los difuntos ─que para los celtas eran el eje festivo ─
en el centro de la celebración. Hay que reconocer que no lo hicieron mal estos
apropiadores compulsivos que fueron los romanos cristianos.
Dos mil años llevamos, casi, celebrando Todos los Santos,
fiesta de pelambrera celta por excelencia, para que ahora vengan descerebrados
celtoides que descubren el Mediterráneo y reivindican tradiciones foráneas que
camuflan como auténticas, como recuperadas. ¿Recuperadas de qué?, ¿de la noche
de los tiempos?, ¿de hace dos mil años? ¡Ay, gallegos que celebráis fiestas
extravagantes en aras de tradiciones dormidas
en la más añeja y perdida antigüedad! ¡Ay, asturianos que seguís sus pasos y
queréis recuperar ─le manda─ algo que nunca fue en vuestra tierra, los samaínes
multimilenarios! ¡Ay, cántabros que seguís a los asturianos y deseáis, también,
tener vuestra parte en el pastel recuperando festividades añejas y habláis del
pasado de hace dos mil años como si fuera una tradición recuperada de vuestros
abuelos! ¿A quién queréis engañar? Convertís vuestros deseos en realidades y
las argumentáis, y las pintáis, y las recreáis y las queréis imponer a todos...
Y, claro, encontráis quien os escuche, especialmente munícipes tan
descerebrados como vosotros que lo único que quieren es fiesta, fiesta y fiesta
para atraer más turistas. Es una lástima, pero he de deciros que lo real, lo
que tenemos, nuestra tradición bimilenaria es la fiesta de Todos los Santos,
mucho más celta que vuestros inventos. Aunque, claro, lo nuevo y tocho resulta
siempre más vendible.
Cierto es que a elementos del Samonios, integrados en Todos
los Santos, se olvidaron, como la iluminación de las calzadas a los parientes
que aún no tienen claro si han muerto o no. Tales tradiciones se han perdido, y
son dignas de ser recuperadas. No otra cosa es la colocación de calabazas
iluminadas en las casas, o por los caminos del cementerio, de manera que los
difuntos puedan orientarse hacia sus domicilios cuando salgan de las tumbas.
Esas tradiciones sí que son reivindicables, pero no copiando a los anglosajones
como papagayos o pronunciando el español a la manera inglesa, como uno que yo
me sé en las Azores.
Dado el anterior discurso, que me ha relajado porque tenía
ganas de soltarlo, pasemos al Samonios.
En Samonios se descorre el
velo entre lo real y lo telúrico, porque para los celtas lo palpable es
visible, pero hay otras realidades no contantes y sonantes (difuntos, janas,
trasgos, mil seres del bosque y dioses) tan reales como lo visible, que en
tiempos de Samonio se pueden percibir.
Aún hoy día, en ambientes
populares, se constata en todo el mundo celta (Galicia, Asturias, Cantabria,
Bretaña, Aragón) que los muertos pululan por las calles, por los dichos, por
las tradiciones junto a los vivos, y la literatura se ha hecho eco de esta
idea. Así, es recomendable la magnífica obra de Álvaro Cunqueiro, «Las crónicas
del sochantre», escrita por un gallego y ambientada en Bretaña, en la que la
mezcolanza de vivos y muertos alcanza lo sublime. Trata de un personaje vivo, secuestrado
por la Santa Compaña que es imprescindible para que los fallecidos celebren la
misa negra. Un mundo de muertos y vivos entrelazados que merece la pena
degustar, especialmente si se encuentra una versión en galego, que se lee bien
y se mastica mejor.
En fin, desde esta plataforma abogo por un Samonios celta,
integrado en la no menos celta festividad de Todos los Santos, nuestra
tradición. Y, conste que esto lo sostiene un ateo, aunque ateo católico, como
me gusta calificarme.
Pido perdón para los que hayan sido ofendidos en su
sensibilidad hipercelta por estas palabras, quizá lesivas para sus creencias
regurgitadas tras dos mil años de tradición romana. ¡Vivir para ver!, dirán,
¡No me toquéis el Samaín, o Samahín o como se diga, que me remonto!, gritarán,
¡porque con esa actitud hipercrítica estáis poniendo en duda mi superceltismo y
el sagrado samahín celtoide!, y concluirán: ¡estaría bueno que no pudiera yo
imaginarme la realidad como me dé la real gana! Y, eso mismo digo yo: ¡Vivir
para ver!, ¿por qué no recuperar ritos más ancestrales aún, los de los
cazadores neolíticos de Altamira?, eso sí que sería atractivo para el turista.
En fin, así nos luce el pelo.
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