lunes, 7 de julio de 2025

TRASGOS, MANES, LARES Y ROMANIZACIÓN

 



Hablar de estos seres, los trasgos, nos obliga a hacerlo también de la romanización.

         Cuando se dice que los pueblos del norte fueron deficientemente romanizados no se quiere afirmar que la cultura romana se posara sobre ellos como un leve barniz incapaz de tapar las reminiscencias del pasado, aunque alguno lo haya querido ver así para resaltar cierta tendencia al milenarismo: ni los romanos fueron capaces de conquistarnos, somos los primitivos, los eternos habitantes de las montañas, dicen. Es una manera de pensar legítima, cada uno puede engañarse como mejor sepa y mejor le venga en gana.

         En realidad, la romanización fue tardía más que deficiente, pero intensa. Además, se produjo de manera irregular a lo largo de la Cornisa Cantábrica. Así, los vascos fueron los primeros romanizados, como lo demuestra la muy temprana presencia del tejido urbano romano en su territorio. La mayor resistencia de las costumbres indígenas se produjo en la parte central de la cordillera: Asturia y Cantabria.

         En estos territorios pervivieron los antiguos dioses  durante el nada despreciable período de siete siglos. Esta es una gesta aún más importante que la de la resistencia al imperio de los pueblos de la Cordillera, la pervivencia de sus costumbres.

         Pero, terminaron por caer en el mundo romano, y no de manera suave y delicada, con un mero toque superficial de romanización, sino que se convirtieron en la quintaesencia de lo romano; la auténtica presencia del viejo imperio se concentró en el norte de la península. ¿Acaso no hemos oído hablar de la Reconquista, se acepte o no la palabra, como ilustrativa de un período histórico?

         Hay una vieja reserva mental, digamos que ideológica, a desvincular lo cristiano de lo romano. Los cántabros y los astures fueron, a partir de la llegada de los árabes, en el siglo VII, los más cristianos entre los cristianos, los bárbaros entre los bárbaros que acabaron con la sofisticada cultura musulmana del sur. Eran cristianos, sí, se dice, al tiempo que se sostiene que no estaban suficientemente romanizados. Esta diferenciación, como en otra entrada sostendremos, es la base de la celtofobia, pero no es ese el tema de este artículo.

         Con la llegada de los árabes, la romanización, es decir, la cristianización de los pueblos del norte, que para mí son términos sinónimos, fue completa, omnipresente y dominante.

         Los cántabros y los astures se vieron abocados a una guerra sin fin, a la que no hicieron ascos, pero no contra los musulmanes, sino más bien contra los cristianos traidores del arzobispado de Toledo, colaboracionistas con los invasores. Esta actitud ultracristiana y ultrarromana, fue hábilmente fomentada por los carismáticos misioneros cristianos como San Millán, como los priscilianistas, irreductibles todos contra los deslavazados cristianos del sur.

         No fue tanto la llegada de visigodos, refugiados en las montañas, el pilar de la reconquista, sino las prédicas incendiarias de los constantes misioneros. Estos, con un formato carismático de la religión y con sus capacidades taumatúrgicas ─tan cercanas a las concepciones espirituales del pueblo celta─ soliviantaron el espíritu guerrero de los montañeses, el pilar de la llamada reconquista. Dieron motivo y finalidad a su capacidad guerrera, pues ofrecieron a las belicosas gentes de las montañas un incombustible motivo para la guerra: la religión, la religión cristiana, la religión romana. Fueron, pues, romanizados al ciento por ciento. Es muy interesante el tratamiento que da a este tema Joaquín González Echegaray en su obra «Cantabria en la transición al medievo, los siglos oscuros IV a IX».

         Era imprescindible empezar hablando de la romanización si queríamos hablar de los trasgos. Y ello porque durante los siete siglos en los que pervivió la cultura religiosa de los primitivos pueblos del norte, la romanización penetró paulatinamente. Hubo un pico, un momento de inflexión, que fue la invasión musulmana en el siglo VII, pero antes fue considerable la presencia romana, aunque no masiva. Esta se masificó y adquirió el papel de cultura dominante, cristiana, a la llegada del islam.

         Lo primero que sorprende, en este irregular proceso de aculturación, es la utilización del latín en las inscripciones votivas dedicadas por indígenas a ciertos dioses romanos, a los manes.

         Este mestizaje cultural fue muy temprano. Los cántabros y los astures no tenían una grafía propia, sino que tomaban prestada la ibérica, como también hacían los celtíberos, pero pronto, tras la invasión, adoptaron el latín para grabar las inscripciones en las tumbas y en las aras votivas.

         Joaquín González Echegaray, en «Los Cántabros», nos ofrece una recopilación de gran interés, con la que podemos ver una visión de conjunto de todas estas inscripciones en el Solar Cántabro.

         Así, en un ara hallada en Corao, Cangas, se decía: «A los dioses manes, de Antonio Paterno, hijo de Arreno, vadiniense...». Otra también hallada en Cangas, decía: «Monumento a los dioses Manes, Antonio Flaco, vadiniense, le eligió a su esposa Terencia, de los aroniaecivorum, de cuarenta y un años». Otra también de Corao: «Monumento a los dioses manes. Terencio Bodeggum, vadiniense, se lo dedicó a su querida madre Voccareca, de ochenta y un años» (Los Cántabros, apéndice I, página 199-200).

         ¿Quiénes eran estos que dedicaban aras a los dioses manes? Sin duda cántabros romanizados como lo indicaban sus nombres y dedicaban las inscripciones a sus parientes con denominaciones indígenas , y con referencias a gentilidades también cántabras o astures. Muy probablemente se tratara de militares al servicio de Roma que al regreso a su tierra, tras las interminables campañas, hacían un homenaje a sus mayores.

         ¿Quiénes eran los dioses manes? ¿Los dioses romanos del hogar a los que se rendía culto? Más bien se trataría de dioses cántabros que perdieron su nombre en beneficio de los dioses romanos. Sabido era el desmesurado culto de los romanos a estas deidades familiares. Sin duda existirían otros tantos y equivalentes dioses cántabros que cumplirían similar función.

         Sin duda, también, estos populares dioses cántabros y astures subsistirían de alguna manera en las tradiciones que han llegado hasta el presente.

         Si se hace un análisis de todos los seres mitológicos que sobrevivieron tras las montañas en los campos de Asturias y Cantabria, los más sospechosos de ser una mixtificación rebajada de aquellas deidades son los trasgos, seres diminutos y omnipresentes en la cultura popular que, además, deben su nombre al término latino transgredii, transgresores.

         Ya sabemos de la tendencia irresistible de la dominación cristiana de rebajar a las deidades que no podían sustituir, dado su enraizamiento en la cultura popular, a la condición de meros personajes de los bosques, igual que se apropiaron de las festividades paganas. La gran diferencia entre romanos paganos y romanos cristianos (padres estos de la romanización) radicaba en la permisividad de los primeros con las costumbres de los pueblos que conquistaban y el radicalismo excluyente de los segundos. Sobre este tema, es interesante la obra de Juan Carlos Cabria, «Dioses, héroes, mitos y leyendas de Cantabria».

         Por lo tanto, tendríamos que en el Solar Cántabro y en Asturia se adoraría a los dioses manes, los trasgos de los antepasados, los directamente vinculados con la familia, los muertos de casa, los trasgos familiares. Pero también a los lares, los fundadores de los clanes, de las gentilidades, de los pueblos, trasgos fundadores, los héroes deificado. Y también a los penates, los trasgos de los almacenes, los custodios de las cocinas, los que, pasado el tiempo, los siglos, los milenios, terminaron dedicándose a tirar los trastos de la alacena al suelo: ¿qué ha sido ese ruido? Nada, déjalo, habrá sido un trasgo.

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