Hablar de estos seres, los
trasgos, nos obliga a hacerlo también de la romanización.
Cuando se dice que los pueblos del norte fueron
deficientemente romanizados no se quiere afirmar que la cultura romana se
posara sobre ellos como un leve barniz incapaz de tapar las reminiscencias del
pasado, aunque alguno lo haya querido ver así para resaltar cierta tendencia al
milenarismo: ni los romanos fueron capaces de conquistarnos, somos los
primitivos, los eternos habitantes de las montañas, dicen. Es una manera de
pensar legítima, cada uno puede engañarse como mejor sepa y mejor le venga en
gana.
En realidad, la romanización fue tardía más que deficiente,
pero intensa. Además, se produjo de manera irregular a lo largo de la Cornisa
Cantábrica. Así, los vascos fueron los primeros romanizados, como lo demuestra
la muy temprana presencia del tejido urbano romano en su territorio. La mayor
resistencia de las costumbres indígenas se produjo en la parte central de la
cordillera: Asturia y Cantabria.
En estos territorios pervivieron los antiguos dioses durante el nada despreciable período de siete
siglos. Esta es una gesta aún más importante que la de la resistencia al
imperio de los pueblos de la Cordillera, la pervivencia de sus costumbres.
Pero, terminaron por caer en el mundo romano, y no de manera
suave y delicada, con un mero toque superficial de romanización, sino que se
convirtieron en la quintaesencia de lo romano; la auténtica presencia del viejo
imperio se concentró en el norte de la península. ¿Acaso no hemos oído hablar
de la Reconquista, se acepte o no la palabra, como ilustrativa de un período
histórico?
Hay una vieja reserva mental, digamos que ideológica, a
desvincular lo cristiano de lo romano. Los cántabros y los astures fueron, a
partir de la llegada de los árabes, en el siglo VII, los más cristianos entre
los cristianos, los bárbaros entre los bárbaros que acabaron con la sofisticada
cultura musulmana del sur. Eran cristianos, sí, se dice, al tiempo que se
sostiene que no estaban suficientemente romanizados. Esta diferenciación, como
en otra entrada sostendremos, es la base de la celtofobia, pero no es ese el
tema de este artículo.
Con la llegada de los árabes, la romanización, es decir, la
cristianización de los pueblos del norte, que para mí son términos sinónimos,
fue completa, omnipresente y dominante.
Los cántabros y los astures se vieron abocados a una guerra
sin fin, a la que no hicieron ascos, pero no contra los musulmanes, sino más
bien contra los cristianos traidores del arzobispado de Toledo,
colaboracionistas con los invasores. Esta actitud ultracristiana y
ultrarromana, fue hábilmente fomentada por los carismáticos misioneros
cristianos como San Millán, como los priscilianistas, irreductibles todos
contra los deslavazados cristianos del sur.
No fue tanto la llegada de visigodos, refugiados en las
montañas, el pilar de la reconquista, sino las prédicas incendiarias de los
constantes misioneros. Estos, con un formato carismático de la religión y con
sus capacidades taumatúrgicas ─tan cercanas a las concepciones espirituales del
pueblo celta─ soliviantaron el espíritu guerrero de los montañeses, el pilar de
la llamada reconquista. Dieron motivo y finalidad a su capacidad guerrera, pues
ofrecieron a las belicosas gentes de las montañas un incombustible motivo para
la guerra: la religión, la religión cristiana, la religión romana. Fueron,
pues, romanizados al ciento por ciento. Es muy interesante el tratamiento que
da a este tema Joaquín González Echegaray en su obra «Cantabria en la
transición al medievo, los siglos oscuros IV a IX».
Era imprescindible empezar hablando de la romanización si
queríamos hablar de los trasgos. Y
ello porque durante los siete siglos en los que pervivió la cultura religiosa
de los primitivos pueblos del norte, la romanización penetró paulatinamente.
Hubo un pico, un momento de inflexión, que fue la invasión musulmana en el
siglo VII, pero antes fue considerable la presencia romana, aunque no masiva.
Esta se masificó y adquirió el papel de cultura dominante, cristiana, a la
llegada del islam.
Lo primero que sorprende, en este irregular proceso de
aculturación, es la utilización del latín en las inscripciones votivas
dedicadas por indígenas a ciertos dioses romanos, a los manes.
Este mestizaje cultural fue muy temprano. Los cántabros y
los astures no tenían una grafía propia, sino que tomaban prestada la ibérica,
como también hacían los celtíberos, pero pronto, tras la invasión, adoptaron el
latín para grabar las inscripciones en las tumbas y en las aras votivas.
Joaquín González Echegaray, en «Los Cántabros», nos ofrece
una recopilación de gran interés, con la que podemos ver una visión de conjunto
de todas estas inscripciones en el Solar Cántabro.
Así, en un ara hallada en Corao, Cangas, se decía: «A los
dioses manes, de Antonio Paterno, hijo de Arreno, vadiniense...». Otra también
hallada en Cangas, decía: «Monumento a los dioses Manes, Antonio Flaco,
vadiniense, le eligió a su esposa Terencia, de los aroniaecivorum, de cuarenta
y un años». Otra también de Corao: «Monumento a los dioses manes. Terencio
Bodeggum, vadiniense, se lo dedicó a su querida madre Voccareca, de ochenta y
un años» (Los Cántabros, apéndice I, página 199-200).
¿Quiénes eran estos que dedicaban aras a los dioses manes?
Sin duda cántabros romanizados como lo indicaban sus nombres y dedicaban las
inscripciones a sus parientes con denominaciones indígenas , y con referencias
a gentilidades también cántabras o astures. Muy probablemente se tratara de militares
al servicio de Roma que al regreso a su tierra, tras las interminables campañas,
hacían un homenaje a sus mayores.
¿Quiénes eran los dioses manes? ¿Los dioses romanos del
hogar a los que se rendía culto? Más bien se trataría de dioses cántabros que
perdieron su nombre en beneficio de los dioses romanos. Sabido era el
desmesurado culto de los romanos a estas deidades familiares. Sin duda
existirían otros tantos y equivalentes dioses cántabros que cumplirían similar
función.
Sin duda, también, estos populares dioses cántabros y
astures subsistirían de alguna manera en las tradiciones que han llegado hasta
el presente.
Si se hace un análisis de todos los seres mitológicos que
sobrevivieron tras las montañas en los campos de Asturias y Cantabria, los más
sospechosos de ser una mixtificación rebajada de aquellas deidades son los
trasgos, seres diminutos y omnipresentes en la cultura popular que, además,
deben su nombre al término latino transgredii,
transgresores.
Ya sabemos de la tendencia irresistible de la dominación
cristiana de rebajar a las deidades que no podían sustituir, dado su
enraizamiento en la cultura popular, a la condición de meros personajes de los
bosques, igual que se apropiaron de las festividades paganas. La gran
diferencia entre romanos paganos y romanos cristianos (padres estos de la
romanización) radicaba en la permisividad de los primeros con las costumbres de
los pueblos que conquistaban y el radicalismo excluyente de los segundos. Sobre
este tema, es interesante la obra de Juan Carlos Cabria, «Dioses, héroes, mitos
y leyendas de Cantabria».
Por lo tanto, tendríamos que en el Solar Cántabro y en
Asturia se adoraría a los dioses manes, los trasgos de los antepasados, los
directamente vinculados con la familia, los muertos de casa, los trasgos
familiares. Pero también a los lares, los fundadores de los clanes, de las
gentilidades, de los pueblos, trasgos fundadores, los héroes deificado. Y
también a los penates, los trasgos de los almacenes, los custodios de las
cocinas, los que, pasado el tiempo, los siglos, los milenios, terminaron
dedicándose a tirar los trastos de la alacena al suelo: ¿qué ha sido ese ruido?
Nada, déjalo, habrá sido un trasgo.
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