Todo héroe mitológico que se precie ha descendido en alguna
ocasión a los infiernos. Y la mitología cántabra no será una excepción. Así, el
Jefe Joven, al que podríamos llamar general de la insurrección contra Roma en
las Guerras Cántabras ―mito de los mitos estas de la identidad del pueblo―
también lo hizo. (Cantábrica, tomo 3, «Guerras Cántabras», “Nuétaca y Lumia,
por el camino del Sid!”, pg. 145).
Así, Odiseo,
aconsejado por la diosa Circe, desciende a los infiernos para hablar con el adivino
Tiresias, único que puede indicarle los peligros que le acechan en su viaje de
retorno, y la manera de evitarlos.
Así, Orfeo, bajó
al Hades para rescatar a su difunta amada Eurídice, y con su música cameló al
señor de lo oscuro y a su esposa, hasta el punto de que le permitieron
llevársela, a condición de que no mirara para atrás cuando saliera. Por
desgracia, preocupado por ella, volvió la cabeza y, en ese instante, la infeliz
fue tragada de nuevo por las tinieblas
Así, Eneas viajó
también al Hades para pedir consejo a su padre Anquises sobre cómo conquistar
la tierra del Lacio. Allí pudo contemplar, como en una película, el futuro
glorioso que esperaba a su descendencia.
Y también en
el Renacimiento, Dante visitó el infierno,
el purgatorio y el paraíso. Pretendía expiar sus culpas y comprender la naturaleza íntima del
pecado y del mal
En el mundo
de ultratumba celta, sin embargo, no existe un infierno en el que las almas
penen. Tampoco un Asfódelos, donde las almas vegetan en el más absoluto
aburrimiento. Cuentan, por el contrario, con el SID, un territorio igual que el
de la tierra, pero en otra dimensión. Allí terminan, tarde o temprano, todas
las almas, y no se trata de un lugar de expiación o de recompensa. Todos se
reencarnarán en nuevos cuerpos y se dedicarán a lo que más les gustaba a
nuestros antepasados, comer, holgar y zanganear, además de combatir por toda la
eternidad.
Por lo
tanto, un viaje al Sid en forma de expiación, de purga, de búsqueda, de
arrepentimiento y de reflexión sobre la muerte no suena a muy celta que
digamos. Estos tenían otra idea del más allá, como hemos dicho en algna ocasión.
El viaje del
héroe cántabro tiene lugar, patrocinado por los dioses, y dentro del mundo
onírico, incubatio, para animar, para
incentivar al guerrero de guerreros, a aquel sobre el que recaerá la
responsabilidad de dirigir a su pueblo frente a Roma. Coronoego, sabedor del
futuro que le espera, ha de conocer también el premio en el otro mundo.
Por eso, se
embarca en el viaje con dos deidades: Nuétaca, la lechuza que anuncia la muerte
y Lumia, la deidad cántabra que cumple funciones de¸de hado y de sibila en la
mitología de Cantábrica. Cabalga a lo mos de Rudiobus, el caballo de Erudino,
junto con Lumia que cambia de fisonomía (joven, madura, vieja, joven de nuevo)
a medida que avanza el viaje.
Durante el
largo recorrido se cruza con almas errantes y con otras que llevan su misma
dirección. Llegan al río donde se produce el proceso del olvido; contemplan a
los buitres que transportan en sus picos, clase preferente, a los muertos en
combate; alcanzan la mar, a Caravia, donde se embarcan en buques de cristal
camino del Sid. Ya a las puertas del Paraíso, se admiran ante los elevados
farallones y la alta muralla. Allí ven las tres puertas del otro mundo y, tras
ellas, contemplan la felicidad que proporcionan las bien abastecidas mesas, en
una romería permanente, y ascienden a la acrópolis donde habita Lug, Lucobos,
con los guerreros muertos en combate. Recibe el joven Coronoego consejos directos
del dios de dioses y contempla la formación de la Gran Cabalgada, además de
hablar con sus jóvenes antepasados, hasta su décimo abuelo, todos héroes. A
continuación, parte feliz para la tierra, para el despertar, sabedor del
glorioso futuro que le espera, convencido de que morirá a manos del enemigo,
pero cantando.
De entre
todos estos pasajes, se transcribe a continuación uno de los más sorprendentes:
la reencarnación de los niños muertos (Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar
Cántabro, Guerras Cántabras, pgs. 153-154). Dice así:
«Por una penetran los hombres, esa del
medio, responde la anciana de cansada voz. Por la de la izquierda, las mujeres
y por la de la derecha los niños muertos antes de nacer, al nacer o a poco de
nacer, también los que no tuvieron tiempo de despertar a la vida, fallecidos en
los primeros años. Algunos de estos son llevados, envueltos en pañales, por las
madres que perecieron al alumbrarlos, otros por druidas del séquito de Nabia y
los más crecidos por su propio pie. Todas estas almas de hombres, mujeres y
niños se reencarnarán en cuerpos
similares a los que tuvieron en vida, pero por completo nuevos.
Revivirán en cuerpos ya hechos pero no gastados, florecientes de vida, porque
en el Sid sólo está permitida la juventud y la frescura. Los hombres viejos se
verán jóvenes musculosos, las mujeres ancianas podrán tocar su busto y admirar sus
caderas, los niños crecerán en un instante hasta convertirse en muchachos de
largos cabellos y en muchachas de bello torso, con el aspecto que habrían
tenido de no haber sido truncadas sus breves existencias por la muerte. Esto
sucederá uno a uno, porque una a una se abrirán las puertas para que penetren
los peregrinos... Pero, ven, Coronoego, contemplemos desde la otra parte de la
muralla estas maravillosas metamorfosis.
Sigue
el guerrero a las diosas y, traspasadas las puertas que se abren con ceremonia
a su paso, ve Coronoego cómo sobre cada alma que penetra por los portones, se
derrama el nuevo cuerpo como un argayo del desfiladero. Y ve el visitante una
lengua de fuego que se posa sobre el amasijo que forman el alma con el cuerpo.
Es el hálito enviado por la Innominada y, al instante, se funden los dos
elementos en un nuevo ser. El joven es testigo —oh, magia de los dioses— de
cómo el que fuera difunto queda aturdido por el choque, pero pronto abre los
ojos nuevos ante la vida que se le regala,
comprende que no volverá a morir y que tiene por delante toda una
eternidad sin corrupción y sin recuerdos que lo lastren, y exhibirá la más amplia
sonrisa, la más plena incomparable con las que adornaron su rostro en la vida
anterior. El plentuisio no sale de su asombro. Las diosas contemplan risueñas
su rostro de niño alucinado por la magia, como cuando vio a la madre
confeccionarle su primer muñeco de trapo. Lo que más le sorprende es la
transformación de los pequeños; los cuerpos que les corresponden se inflan de
vida y pasan por todos los estadios de la existencia, pues se dejan ver
infantes, jóvenes y, por fin adultos. Una vez culminada la gran metamorfosis,
varios druidas del séquito de Nabia entregan sus armas a quienes las portaron
en vida, las enterradas con ellos o las
guardadas en el fondo de los lagos.
Tras
los portones, una gran explanada en la que se agolpan los antepasados de los visitantes.
Los que más llaman la atención de estos son los nuevos cuerpos de los niños
muertos, ahora con cuerpos de adultos en la plenitud de la juventud, que abren
los ojos por primera vez, ciegos casi ante el colorido que los acoge. ¿A quién
se parece? ¡Es igual que su padre! ¡Tiene la misma mirada de su madre! ¡Y el
busto de su tía!, ¡qué bella es!, ¡qué fuerte parece! Prolongados son los
abrazos de bienvenida y los besos ansiosos que nadie espera ya recibir tras la
muerte, hermosos los reencuentros sin rencores, pues todos los veteranos
muertos y los muertos recientes han sido víctimas del saludable olvido que todo
rencor cura, que toda ofensa lava. Se reanudarán las vidas desde el punto en
que las dejaron. Ricos seguirán siendo los ricos, pobres los pobres, siervos
unos, señores otros, pero ni uno de ellos sentirá en su nueva naturaleza la
menor desconfianza hacia los demás. ¡Ah, el olvido!»
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