jueves, 3 de julio de 2025

¿DESCENDIÓ EL HÉROE DE LOS CÁNTABROS A LOS INFIERNOS?

 

 

Todo héroe mitológico que se precie ha descendido en alguna ocasión a los infiernos. Y la mitología cántabra no será una excepción. Así, el Jefe Joven, al que podríamos llamar general de la insurrección contra Roma en las Guerras Cántabras ―mito de los mitos estas de la identidad del pueblo― también lo hizo. (Cantábrica, tomo 3, «Guerras Cántabras», “Nuétaca y Lumia, por el camino del Sid!”, pg. 145).

            Así, Odiseo, aconsejado por la diosa Circe, desciende a los infiernos para hablar con el adivino Tiresias, único que puede indicarle los peligros que le acechan en su viaje de retorno, y la manera de evitarlos.

            Así, Orfeo, bajó al Hades para rescatar a su difunta amada Eurídice, y con su música cameló al señor de lo oscuro y a su esposa, hasta el punto de que le permitieron llevársela, a condición de que no mirara para atrás cuando saliera. Por desgracia, preocupado por ella, volvió la cabeza y, en ese instante, la infeliz fue tragada de nuevo por las tinieblas

            Así, Eneas viajó también al Hades para pedir consejo a su padre Anquises sobre cómo conquistar la tierra del Lacio. Allí pudo contemplar, como en una película, el futuro glorioso que esperaba a su descendencia.

            Y también en el Renacimiento, Dante visitó el infierno,  el purgatorio y el paraíso. Pretendía expiar sus  culpas y comprender la naturaleza íntima del pecado y del mal

            En el mundo de ultratumba celta, sin embargo, no existe un infierno en el que las almas penen. Tampoco un Asfódelos, donde las almas vegetan en el más absoluto aburrimiento. Cuentan, por el contrario, con el SID, un territorio igual que el de la tierra, pero en otra dimensión. Allí terminan, tarde o temprano, todas las almas, y no se trata de un lugar de expiación o de recompensa. Todos se reencarnarán en nuevos cuerpos y se dedicarán a lo que más les gustaba a nuestros antepasados, comer, holgar y zanganear, además de combatir por toda la eternidad.

            Por lo tanto, un viaje al Sid en forma de expiación, de purga, de búsqueda, de arrepentimiento y de reflexión sobre la muerte no suena a muy celta que digamos. Estos tenían otra idea del más allá, como hemos dicho en algna ocasión.

            El viaje del héroe cántabro tiene lugar, patrocinado por los dioses, y dentro del mundo onírico, incubatio, para animar, para incentivar al guerrero de guerreros, a aquel sobre el que recaerá la responsabilidad de dirigir a su pueblo frente a Roma. Coronoego, sabedor del futuro que le espera, ha de conocer también el premio en el otro mundo.

            Por eso, se embarca en el viaje con dos deidades: Nuétaca, la lechuza que anuncia la muerte y Lumia, la deidad cántabra que cumple funciones de¸de hado y de sibila en la mitología de Cantábrica. Cabalga a lo mos de Rudiobus, el caballo de Erudino, junto con Lumia que cambia de fisonomía (joven, madura, vieja, joven de nuevo) a medida que avanza el viaje.

            Durante el largo recorrido se cruza con almas errantes y con otras que llevan su misma dirección. Llegan al río donde se produce el proceso del olvido; contemplan a los buitres que transportan en sus picos, clase preferente, a los muertos en combate; alcanzan la mar, a Caravia, donde se embarcan en buques de cristal camino del Sid. Ya a las puertas del Paraíso, se admiran ante los elevados farallones y la alta muralla. Allí ven las tres puertas del otro mundo y, tras ellas, contemplan la felicidad que proporcionan las bien abastecidas mesas, en una romería permanente, y ascienden a la acrópolis donde habita Lug, Lucobos, con los guerreros muertos en combate. Recibe el joven Coronoego consejos directos del dios de dioses y contempla la formación de la Gran Cabalgada, además de hablar con sus jóvenes antepasados, hasta su décimo abuelo, todos héroes. A continuación, parte feliz para la tierra, para el despertar, sabedor del glorioso futuro que le espera, convencido de que morirá a manos del enemigo, pero cantando.

            De entre todos estos pasajes, se transcribe a continuación uno de los más sorprendentes: la reencarnación de los niños muertos (Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar Cántabro, Guerras Cántabras, pgs. 153-154). Dice así:

 

«Por una penetran los hombres, esa del medio, responde la anciana de cansada voz. Por la de la izquierda, las mujeres y por la de la derecha los niños muertos antes de nacer, al nacer o a poco de nacer, también los que no tuvieron tiempo de despertar a la vida, fallecidos en los primeros años. Algunos de estos son llevados, envueltos en pañales, por las madres que perecieron al alumbrarlos, otros por druidas del séquito de Nabia y los más crecidos por su propio pie. Todas estas almas de hombres, mujeres y niños se reencarnarán en cuerpos  similares a los que tuvieron en vida, pero por completo nuevos. Revivirán en cuerpos ya hechos pero no gastados, florecientes de vida, porque en el Sid sólo está permitida la juventud y la frescura. Los hombres viejos se verán jóvenes musculosos, las mujeres ancianas podrán tocar su busto y admirar sus caderas, los niños crecerán en un instante hasta convertirse en muchachos de largos cabellos y en muchachas de bello torso, con el aspecto que habrían tenido de no haber sido truncadas sus breves existencias por la muerte. Esto sucederá uno a uno, porque una a una se abrirán las puertas para que penetren los peregrinos... Pero, ven, Coronoego, contemplemos desde la otra parte de la muralla estas maravillosas metamorfosis.

Sigue el guerrero a las diosas y, traspasadas las puertas que se abren con ceremonia a su paso, ve Coronoego cómo sobre cada alma que penetra por los portones, se derrama el nuevo cuerpo como un argayo del desfiladero. Y ve el visitante una lengua de fuego que se posa sobre el amasijo que forman el alma con el cuerpo. Es el hálito enviado por la Innominada y, al instante, se funden los dos elementos en un nuevo ser. El joven es testigo —oh, magia de los dioses— de cómo el que fuera difunto queda aturdido por el choque, pero pronto abre los ojos nuevos ante la vida que se le regala,  comprende que no volverá a morir y que tiene por delante toda una eternidad sin corrupción y sin recuerdos que lo lastren, y exhibirá la más amplia sonrisa, la más plena incomparable con las que adornaron su rostro en la vida anterior. El plentuisio no sale de su asombro. Las diosas contemplan risueñas su rostro de niño alucinado por la magia, como cuando vio a la madre confeccionarle su primer muñeco de trapo. Lo que más le sorprende es la transformación de los pequeños; los cuerpos que les corresponden se inflan de vida y pasan por todos los estadios de la existencia, pues se dejan ver infantes, jóvenes y, por fin adultos. Una vez culminada la gran metamorfosis, varios druidas del séquito de Nabia entregan sus armas a quienes las portaron en vida,  las enterradas con ellos o las guardadas en el fondo de los lagos.

Tras los portones, una gran explanada en la que se agolpan los antepasados de los visitantes. Los que más llaman la atención de estos son los nuevos cuerpos de los niños muertos, ahora con cuerpos de adultos en la plenitud de la juventud, que abren los ojos por primera vez, ciegos casi ante el colorido que los acoge. ¿A quién se parece? ¡Es igual que su padre! ¡Tiene la misma mirada de su madre! ¡Y el busto de su tía!, ¡qué bella es!, ¡qué fuerte parece! Prolongados son los abrazos de bienvenida y los besos ansiosos que nadie espera ya recibir tras la muerte, hermosos los reencuentros sin rencores, pues todos los veteranos muertos y los muertos recientes han sido víctimas del saludable olvido que todo rencor cura, que toda ofensa lava. Se reanudarán las vidas desde el punto en que las dejaron. Ricos seguirán siendo los ricos, pobres los pobres, siervos unos, señores otros, pero ni uno de ellos sentirá en su nueva naturaleza la menor desconfianza hacia los demás. ¡Ah, el olvido!»

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