miércoles, 18 de junio de 2025

ROMA CONTRA CÁNTABROS Y ASTURES... TALMENTI, COMO HOY DÍA

 


 

Analizamos en este artículo las semejanzas, paralelismos y diferencias entre la geoestrategia de hace 2025 años y la actual, a partir del derecho público romano de guerra.

Una lanza enriquecida con alta carga explosiva se hinca en algún territorio del mundo. ¿Viene por el cielo ya la que está destinada a nosotros?

Donde la historia se narra como presente y lo actual como historia.

 

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«Roma contra Cántabros y Astures» es el título de la primera obra histórica sobre las Guerras Cántabras que accedió al mercado, publicada por Sal Terrae en 1982, cuyo autor fue Eutimio Martino. Todos lo devoramos. Éramos muy jovencitos. Por aquellos tiempos yo había superado con buena nota la asignatura de Romano, y tenía alguna idea de derecho público de guerra en la vieja Urbe, aunque no porque se me exigiera, sino porque me apasionaba el asunto.

            Los romanos eran muy suyos con eso de estar a bien con los dioses. Si a estos se les enfadaba, se rompía la «Pax Deorum», y un dios mosqueado con la República o con el Imperio era lo peor de lo peor, por ello se cuidaban con esmero las formas.

            La guerra tenía que ser justa («Ius ad Bellum») y, para ello, debían de cumplirse varios requisitos: el primero, la existencia de un «Casus Belli» válido, es decir, una previa ofensa a Roma; en segundo lugar, un «ultimatum», pues se enviaba una embajada, los «fetiales» para reparar el daño y, tercero, declaración formal de guerra, pues los mismos comisionados arrojaban desde la frontera una lanza que se clavase en territorio enemigo. ¡Eso mismo, tal y como lo piensas!: igual que hacían los comanches y los sioux.

            Esto de la lanza fue en los primeros tiempos. Más adelante bastó una declaración del Senado y la apertura del templo de Jano, que permanecía así durante el tiempo que durara el conflicto. En cualquier caso, los romanos buscaban la manera de no enfadar a los dioses.

            Lo cierto fue que, los herederos de los romanos ─y entre estos cuento a los anglosajones─ aunque ya no temían a los dioses, siguieron ajustándose al derecho público romano y la contienda debía de ser justa, era imprescindible el ultimátum y, por último, la declaración de guerra. Este concepto nos llegó a través de la Escuela de Salamanca, en España, en concreto de la pluma de Francisco de Vitoria. Y, en el caso de los anglos, a través de Groccio y del Renacimiento italiano.

            Los tiempos han cambiado, pero pese a la barbarie reinante, sigue siendo imprescindible un «casus belli» para provocar una guerra. Lo que sucede es que ha surgido un concepto, el de «guerra preventiva», una especie de casus belli potencial e indefinido, como la existencia de armas de destrucción masiva, o de arsenales nucleares. Tampoco hace falta arrojar una lanza que se clave en el territorio enemigo, basta con una andanada de misiles o ataques aéreos, y los ultimátum se gestionan a través de medios de comunicación afines. Pero, el «casus belli» sigue siendo imprescindible.

            Y, si eso de la guerra preventiva pareciera burdo, se echa mano de una falsa bandera, es decir, se provoca una representación, un autoataque achacable al enemigo, o una provocación que este no pueda resistir, y asunto concluido. Por ejemplo, ¿no suena raro eso de un ataque de guerrilleros calzados con zapatillas contra una fiesta romana a la que precisamente asisten opositores al régimen imperial, que son masacrados, secuestrados y escondidos bajo tierra? Pero, ¿quiénes somos para criticar en nombre de la lógica elemental de las cosas a los sesudos y documentados medios de comunicación ómnibus, dueños absolutos de la información? ¿Se entienden todas estas metáforas parangonas? ¿Se pondera la posibilidad de que estemos ante una inminente operación de falsa bandera achacable a los señores persas?

            Los romanos eran aficionados a eso de las falsas banderas y casus belli dudosos. Así, Trajano se lanzó contra los partos (hoy Irán) para defender los intereses de Armenia, un pequeño estado tapón. También se enfrentó al dacio Decébalo porque decía que había roto tratados con Roma y había fortificado sus ciudades. Esto de elevar las murallas era tomado como signo más que claro de preparación para la guerra, como disponer de dudosos arsenales hoy día. Claudio invadió Britania porque, según Roma, habían violado los tratados y atacado a sus vecinos, como en caso de la Segunda Guerra Púnica y Sagunto, ciudad que no tenía un acuerdo vinculante con Roma, pero se lo sacaron de la manga. Algo así sucedió con la guerra contra Macedonia, a la que Roma acusaba de amenazar a ciudades griegas aliadas.

            ¿Y, con respecto a Cantabria? ¡Veamos lo que dice Floro!

«En Occidente, casi toda Hispania estaba pacificada, excepto la que baña el océano citerior y toca a las montañas de la extremidad del Pirineo. Aquí se agitan dos pueblos muy fuertes aún no sometidos, los cántabros y los astures. Los cántabros fueron los primeros, los más duros y pertinaces en guerrear, quienes, no contentos con defender su propia libertad, pretendían dominar también a los vecinos y vejaban a los vacceos, turmogos y autrigones con incursiones frecuentes». (Traducción de un pasaje de Floro ─II, 33, 46-40─ propuesta por Eutimio Martino en "Roma contra cántabros y astures", pg. 28).

            Es decir, que estos rebeldes de las montañas no valoraban en mucho la magnífica civilización romana que se les pretendía imponer, sino que, además, hacían incursiones entre los vecinos, recién sometidos por Roma.

            Imaginemos la situación: una Roma que maniobra en las fronteras de Cantabria y de Asturia, que amontona tropas, bastimentos, y naves más bien cerca ─tengase en cuenta que el Portus Amanum, autrigón, era controlado por ellos, y Oiaso, de los bárdulos también─, con incursiones frecuentes y destructivas en territorio cántabro. ¿Qué podrían hacer los agredidos sino defenderse y obstaculizar los preparativos bélicos del enemigo? Bueno, pues estas reacciones a las provocaciones romanas fueron consideradas como «casus belli».

            Ya he comentado en otra parte, que las Guerras Cántabras estaban planificadas desde hacía mucho tiempo, y que el ataque por el norte, el desembarco, también. Curiosamente, parece ser que el ataque actual a los persas estaba planificado desde, al menos 2007, y no importa que el emperador fuera el noble Augusto, el gran Trajano, o el malvado y tonto Nerón, Roma era Roma en cualquier caso, independientemente del coeficiente intelectual y del equilibrio nervioso del mandatario de turno. Por eso no conviene mirar al dedo que señala la luna, sino a la luna.

            Hoy, como ayer, el mandatario del imperio se siente en posición débil con respecto a su pueblo. Hoy como ayer puede encontrar en la huída hacia adelante un respiradero para sobrevivir.

            Pero hoy, más que ayer, las armas no son, precisamente, lanzas. Hoy en la punta de ellas viven instrumentos de destrucción masiva. Pero, hoy más que ayer, la opinión pública se opone a la guerra, aquí y en los dos confines del océano, en Roma y en Cartago, en Persépolis y en Gades, en la Galia y en Creta, además, con una radical oposición. Son muchas las películas que se han visto de destrucción masiva, de fines del mundo, de guerras frías, de hecatombes, y al más necio le parece despropósito que se vaya a una tercera guerra mundial, pues la cuarta sería sólo con palos y piedras, según dijo Einstein. Nadie quiere eso. Todos se oponen, hasta los más belicosos votantes de los halcones.

            La gran diferencia con otros tiempos recientes en los que la opinión pública servía para frenar los despropósitos, es que la capacidad crítica de la población ha sido anulada antes de que las aeronaves del razonamiento puedan despegar. La solidaridad ha naufragado frente al individualismo. La información calibradora de las opiniones se ha transformado en relato único. La credulidad de la población y su debilidad frente al manejo es absoluta.

            Esta inclinación hacia la autodestrucción como pueblos uniformes, responsables e inteligentes, fue experimentada y constatada durante la pandemia mundial que paralizó el planeta a golpe de información deformada e interesada. ¡Qué gran experimento! Qué curiosa fue la desaparición de un día para otro de los terribles virus en cuanto se desató la guerra en las estepas pónticas. Ahí empezaba todo. El experimento de control social, concluido a satisfacción, permitía abrir una nueva fase en la lucha por el dominio de las rutas comerciales.

            Hoy día, aunque la población de Roma asalte la sede del Senado, se sabe que será doblegada, bien por la información a favor de las tesis oficiales, bien por la fuerza bruta, pues los pretorianos de hoy no usan sólo escudo y espada. Es decir, que la estupidez fomentada del pueblo permitirá al mandatario loco apretar el botón que haga arder al imperio desde el Indo hasta Olisopo, desde Londinium a Gades, desde las Columnas de Hércules hasta Chipre, hasta el Éufrates y hasta el Golfo de los golfos por donde sale la sangre oxigenada y negra para el mantenimiento del sistema, la «annona», el trigo del rey que nos mantiene en un crecimiento turístico indefinido, en un mundo de Yupi cósmico.

            Dinos, ¡oh Erudino, señor del conocimiento! ¿Estaremos aún a tiempo, cuando han bombardeado los ángares en los que guardábamos la inteligencia, la capacidad crítica y el raciocinio, nuestras únicas naves capaces de remontar el vuelo?


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