"El
ser humano hace lo que puede, y no es fácil. Hoy día nos ha tocado vivir un
momento de excitación de nuestros egos y no tenemos todas las herramientas que
precisamos para controlar los miedos y la angustia. Sí que los hay, y el
principal es la TRADICIÓN, pero la gente está divorciada de ella. Yo, no."
(Oliver Laxe, director del film Sirat, en una reciente entrevista para el
Diario Montañés).
Esa misma idea late en nuestra
decisión de que Silió, patria de la Vijanera, sea uno de los primeros lugares
donde se presentará "Cantábrica, la Gran Epopeya del Solar Cántabro",
a fin de cumplir con una de las ideas centrales de la obra: la vinculación de
la mitología al folclore, porque indaga en la raíz de la tradición, en la
esencia primera de la identidad. No en vano hemos plagado
"Cantábrica" de imágenes de La Vijanera porque el rostro y el cuerpo
de los dioses celtas no es visible, no es representable, pero sus criaturas sí.
El concepto de identidad no es
excluyente, sino todo lo contrario, se trata de un arma contra la deriva moral
del posmodernismo. Al buscar la identidad, ponemos de relieve lo íntimo, lo
pequeño, lo doméstico, la reacción solidaria frente a las injusticias, justo lo
que se pretende ningunear, minimizar y disolver desde las esferas del universo
cultural del mercado único y omnipresente. No se quiere un ciudadano que se una
a otros ciudadanos para bailar, para cantar, para expresarse como lo hicieron
sus antepasados; por el contrario el ideal de humano actual linda con el
humanoide, centrado en su móvil, en su ego, en su frágil individualidad,
quebrantable al primer estornudo del poder.
Pero, ¿qué es el folclore? Es el
conjunto de expresiones a través de las cuales los individuos se identifican como
pueblo, como ente superior a la familia, al clan, a la gentilidad. Es el
remanente cultural que permanece a lo largo del tiempo y que está por encima de
las creencias religiosas, políticas o ideológicas. No se trata de expresiones
fijas del pasado, sino que evolucionan dialécticamente. Cada época crea su
propio folclore, en enfrentamiento casi siempre con el bien pensar establecido,
aros culturales que, atravesados y unidos entre sí por la flecha del tiempo,
crecen, se renuevan, se modifican y evolucionan.
El folclore no es un concepto
estático, sino que está en permanente movimiento. Así, algunos ritos se
recuperan tras prohibiciones, como es el caso de la Vijanera de Silió; o
evolucionan como es el caso del mito del Hombre Pez de Liérganes; o son
creaciones ex novo, como la Bailá de Ibio; o se introducen elementos nuevos en
los temas o en las interpretaciones a partir de las creaciones de los pueblos
vecinos; o bien se escenifican pasajes históricos, como en el caso de las
Guerras Cántabras de Los Corrales.
En definitiva, el folclore es una
forma de organización de lo comunitario. Se trata de la memoria colectiva de un
pueblo, una variante doméstica de soberanía popular difícilmente soluble en los
cauces del poder. No se trata de una tradición muerta, sino de un agente
subterráneo, de un viejo topo que horada la historia.
Es una manifestación de lo oculto
pero persistente, de lo popular frente a lo oficial, porque hay dos formas de
folclore, no lo olvidemos: el enlatado, envasado, intercambiable, que es el
oficial, compatible al ciento por ciento con el concepto de globalización, y el
nacido del pueblo como un río continuo que llega desde los más viejos rincones
del pasado. Este es el único capaz de transformar la Historia, el que galopa
por el interior de la tierra, el que hace sonar el campano vijanero y que
atruena las conciencias, el que nace del mito, de las entrañas de la tierra.
Este sí que es revolucionario... y peligroso, claro, como también lo es la
literatura.
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