Esta
pieza está sacada de mi obra “Cornelia de Gades”, publicada por Pàmies en 1917.
César acaba de ser apuñalado. Agoniza como cuenta la historia a los pies de la
estatua de su rival Pompeyo. En torno a él los asesinos que no cesan de
apuñalarle. He aquí su pensamiento, los últimos instantes de la vida de Julio
César:
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«“Los pies de Pompeyo son
enormes”, comenta entre dientes ensangrentados el hombre que se cubre con su
toga para no ver el rostro de los asesinos. Acaba de apoyarse sobre la peana en
la que se alza la gran estatua de su viejo rival. Las puntas de cada puñal
transportan al fondo de sus entrañas el odio vengador, interesado, mostrenco, y
se queda allí como un punto frío
indeleble, quemante, que se expande por sus entrañas. Los enemigos se toman su
tiempo, o al menos eso es lo que le parece a la víctima, como si se dieran la
venia los unos a los otros entre puñalada y puñalada. ¿Será aquello la muerte,
tan tonta, tan simple, tan silenciosa? “Los pies de Pompeyo son enormes”,
insiste. Solo los dioses saben cómo traducirá la Historia estas últimas
palabras… ¿Entrará en ella? Nunca tuvo tiempo de pensarlo… Otra puñalada, es de
Casca, que repite su furia; su voz resulta inconfundible; la primera vez apenas
le ha pinchado, debe de tener miedo, hasta parece que se le hubiera caído el
puñal de la mano… ¿Por cuál de sus favores le condena? Esta otra le ha
penetrado por el hígado, toda una rasgadura; se le escapan las lágrimas, las
últimas, las primeras. Terrible impacto. Siente que la boca se llena de sangre,
es dulce como el vinillo del Ponto que le gustaba beber recostado en los
dormitorios de ella, su gata asiática, dulce pezón que amamantaría al mundo,
Venus Génetrix… ¡Oh, Zeus, solo necesitaba un poco más de tiempo! Otra, otra,
otra, frío en el pulmón, en la vejiga, en el estómago… Siente como barras de
hielo que le perforasen, cada vez menos dolorosas, cierto, como uñas de
cortesana… ¡Su esposa siempre fue muy sabia! ¡Ay, tus predicciones! El hombre
extiende más la mano izquierda en busca de agarradero, palpa el talón de
Pompeyo, se intenta sujetar a él, clava las uñas en algún desperfecto del mármol,
resbala… ¡La corona estaba tan cerca…! ¡Cesarión…! ¡Es tu fin, pequeño
competidor de labios ansiosos! Siente cómo las columnas de hielo le penetran
por los mismos agujeros, casi, no se esmeran estos asesinos vergonzantes por
abrir nuevos caminos en sus carnes… ¡Inútiles! No quiere ver sus rostros, solo
escucha las voces destempladas que arrojan inmundicia sobre él; ni siquiera
entiende los insultos e imprecaciones… Esta se la ha clavado Casio Longino,
seguro, enemigo de siempre. ¿Fue un error tenerlo tan cerca? ¡Ah, si lo hubiera
ejecutado a su debido tiempo…! Aunque ¿habría servido para algo? ¡Pompeyo! ¡Qué
alto está ahora! Clava aún más las uñas en los diminutos desconchones de la
piedra. La cáliga es enorme, el pie también. Cuánto sufriría Magno cuando el
eunuco Potino le clavó al suelo como si fuera una mariposa… Esta otra es la
peor, de uno que nada dice mientras remeje con furia. Siente el hielo invadir
sus entrañas, a la altura del estómago, subiendo pecho arriba, como si quisiera
llegar al corazón. El asesino no habla, pero bien sabe de quién se trata. ¿Por
qué tú, hijo de Servilia? Nota el moribundo en la furia del atacante algo
femenino, quizás la saña, como si clavara el hierro dos veces, una por él, otra
por la madre. ¿Por qué tú, hijo de César? ¿Acaso lo sabías? ¿Acaso querías
haberlo oído de sus labios? ¿Pagas con hierro el silencio del padre? Sabe bien
que es Bruto aunque no lo ve, aunque es el único que al empujar más y más
adentro el puñal nada dice; lo reconoce por su respiración agitada, que le
sopla en la oreja, es el que más se ha acercado, como si quisiera decirle algo
al oído. De los labios del dictador quiere escapar una sola palabra temblona,
dubitativa, admirada, pero calla; la Historia se encargará de rellenar su
silencio… El moribundo no se resiste. Ahora son los dos brazos los que extiende
hacia el enorme pie de Pompeyo, los dedos como sierpes que quisieran escapar de
una cárcel, que se estiran, se descoyuntan buscando la salvación en aquel pie
inmenso de su enemigo amado. Imagina en lo alto el rostro del de Picenum, la
mueca burlona, superior, magnífica; su eterno enemigo, al que hace cosquillas
en los pies. ¿Dónde ha quedado la inteligencia proverbial de este hombre
ensangrentado? ¿Dónde su arrogancia? ¿Dónde el ariete viril ansiado por toda
Roma? ¿Dónde el joven que lloró ante la estatua de Alejandro y que soñó haber
violado a su madre Venus en el Herakleion, allá en la lejana Gades? ¡Qué enorme
es tu pie, Pompeyo, qué enorme! Si pudiera trepar a ti, el pueblo le salvaría…
Dos puñaladas más de sendos rastreros indecisos, ¿serán las últimas?, ¿le
dejarán un instante solo para que pueda morir? Respiraría la última bocanada,
arrojaría el último chorro de sangre por la boca sin sentir la presencia de
esos cobardes; son solo dos los que quedan… Ni lo ha sentido esta vez. Limpian
las dagas sobre su toga inmaculada, la que podía haber bordado con una cenefa
púrpura. Ya huyen; quizá esos dos últimos sean Vercingetórix y Ariovisto.
¡Quién sabe! El frío se extiende por su interior y se une al de la estatua de
Magno formando un todo. En un último latido, la sangre tibia del moribundo
trepa hasta sus uñas y escapa por ellas hacia la libertad. Manchado de rojo
queda el enorme pie del derrotado en Farsalia, del decapitado en Egipto, del
gran enemigo admirable y llorado. El cuerpo del hombre cae lentamente, cubierta
aún la cabeza con la toga vergonzante, las garras arañando la piedra, dejando
diez regueros con su sangre generosa. En lo alto, Cneo Pompeyo Magno sigue
sonriendo sin perder la compostura. A sus pies solo queda un despojo con el
alma congelada por tanto odio. ¡Que la tierra te sea leve, Cayo Julio César!».
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