En la teomaquia de Grecia ─el
combate de los dioses─ se enfrentan los Olímpicos con los Titanes. El motivo
fue la rebelión de los hijos de Cronos, dirigidos por Zeus, contra su padre.
Cronos miraba con ojos torcidos a su descendencia, pues bien
sabía que sería derrocado por uno de sus hijos.
Lo sabía porque eso mismo había hecho él con su padre Urano.
A este no le gustaba que Gea, su esposa se dedicara a parir como una loca y
yacía con ella, pero no la dejaba alumbrar.
Como fácilmente se entenderá, la señora estaba un tanto
prieta y puso a los hijos que vivían en su vientre en contra de su padre, de
manera que el más decidido, Cronos, tomó una hoz y cuando el padre entró con
una parte de su cuerpo en el de la madre, él, ni corto ni perezoso, le cercenó
eso que nos podemos imaginar. ¡Uy, qué dolor!
Total que salieron en tromba del vientre de la madre los
hijos enfurecidos. Cronos derrotó a Urano y se apoderó del cielo.
Por eso, cuando fue mayorcito desconfiaba de sus propios
hijos, de manera que en cuanto su esposa Tethis paría, el tío se zampaba al
recién nacido, por si acaso.
A la madre no le gustaba tal comportamiento paterno, como es
lógico, y cuando nació su último hijo, Zeus, se las apañó para que no fuera
devorado por el papá y, a tal fin colocó en su lugar una gran piedra y escondió
a la criatura en la isla de Creta.
El padre, que no era del todo exquisito en eso de sabores,
ni se enteró. Con el tiempo, el niño se convirtió en un gran dios, provocó una
guerra feroz contra su padre, y lo derrocó.
A esta guerra se llamó Teomaquia, el combate de los dioses y
en ella participaron dos tipos de deidades, unos en un bando, otros en otro:
los olímpicos y los titanes. Estos fueron derrotados.
En la mitología celta, que tenía el mismo origen indoeuropeo
que la griega, también se daba una guerra entre dioses, una teomaquia. Pero era
una guerra un tanto diferente. Los pueblos celtas no sufrían los mismos
problemas patrimoniales que los griegos.
Se planteaba entre la Luz y la Oscuridad. En principio fue
siempre la Oscuridad y de ella surgió la Luz. En el fondo, también la griega
era un enfrentamiento entre olímpicos luminosos y titanes surgidos de la
tierra, ctónicos.
Pero, claro, esto de la Luz era un incordio para la anarquía
reinante en el mundo de la Oscuridad, donde no había reglas. La inercia de lo
descompuesto se opuso siempre al ordenancismo.
Esta inercia que se manifestaba en todos los aspectos de la
vida conducía al enfrentamiento entre los que se dejaban llevar y los que creaban,
entre la Oscuridad y la Luz. Además era una guerra que duraría hasta el fin de
los tiempos, no como la griega, que comenzó en un momento mítico, se desarrolló
antes de la historia y terminó con el triunfo de los olímpicos.
En el caso celta, el final será el triunfo de la Oscuridad
frente a la Luz. Lo creado por esta será destruido por el agua y el fuego
(Ragnarök germano), los dioses morirán y los humanos también, aunque no todos, por
lo que la lucha comenzará en un nuevo ciclo.
En la mitología griega, los dioses se dividen en dos bandos,
como decimos, de manera que tanto los titanes como los olímpicos son deidades
supremas, equiparables, con fuerzas similares.
En la céltica, a falta ─como ya hemos dicho en múltiples
ocasiones─ de crónicas que respeten los mitos en su formato originario, nos debemos
conformar con las referencias de las crónicas medievales.
En estas, aparecen los fomoré
o fomorianos, que, en realidad son los habitantes originarios de Irlanda, enfrentados
a todas las oleadas de invasores, incluidos los dioses, siempre llegados de
fuera. Se trata de unos seres que no parecen humanos del todo, deformes, que
están al servicio de los grandes señores de la guerra que representan a la
Oscuridad. Por lo tanto, tendríamos dos tipos de dioses de la Oscuridad: los
jefes y los soldados, los nobles y los siervos, los inteligentes y la fuerza
bruta.
Los dioses oscuros que se recrean en el Panteón Cántabro
propuesto en Cantabrica son también de dos tipos: los soldados, los no humanos,
los extraños, equivalentes a los fomoré
irlandeses, a los que llamaremos "fomouros", habida cuenta de las
referencias a los indefinidos seres mitológicos que existen en los relatos de
la Cornisa Cantábrica (Asturias, Cantabria, Galicia): los mouros.
Pero, también se dispondrá de generales oscuros,
inteligentes, auténticos dioses capaces de enfrentarse a los luminosos, que
serán los "gentiles". Tomamos el término de la mitología vasca, los
"gentilak", seres extraños, habitantes residuales de un mundo ya perdido.
Este recurso es imprescindible para la integración de la
trama, como también lo es la inserción del Señor de la Oscuridad, para el que
sí tenemos en Cantabria un referente mitológico nítido: el dios Airón, citado
por la toponimia menor de Trasmiera y considerado por los estudiosos como dios
celta de las tinieblas y las simas.
Todos estos dioses, oscuros y luminosos, con sus diversas
oscilaciones, cambios de bando, relaciones, parentescos, nacimientos, hijos,
emparejamientos, odios, celos, peripecias, luchas, maniobras, mitos,
transformaciones, milagros y andanzas son dibujados en la parte titulada
"Metamorfosis Cántabras", integrada en el tercer tomo de Cantábrica.
En resumen, las fuerzas de la oscuridad tendrán, a lo largo
de los tiempos, dos tipos de componentes: los fomouros y los gentiles.
Los primeros coinciden con los fomoré de la mitología
irlandesa, y los segundos con sus homónimos de la mitología vasca.
Unos son proyectos mal ejecutados y desechados por las
fuerzas de la luz, arrojados al caos y aprovechados por las inercias que buscan
la descomposición, son abortos, fetos, seres monstruosos o imposibles.
Los gentiles sin embargo, hijos de Airón y de Ataecina, son
gigantes y tan inteligentes como los dioses de la luz, y tan potentes como
ellos. Serán los que dirijan a las fuerzas oscuras contra quienes han
construido las Islas y pretenden extender el prototipo de territorio modelo a
la tierra exterior.
En definitiva, esta lucha entre la Luz y la Oscuridad, si
bien se mira, tiene sus reflejos en el mundo que nos ha tocado vivir.
Si nos fijamos, constataremos la existencia de dos tipos de
personas ─según yo entiendo por ser viejo─: las que crean y las que se
aprovechan de lo creado por otros. Labor de los creadores es la de romper los
moldes en un enfrentamiento dialéctico y consciente con la realidad, es decir,
se ven obligados a iluminar lo que los rodea.
Otros, sin embargo, viven y se alimentan del mundo luminoso
creado por los que llevan dentro la iniciativa del demiurgo; no crean, sino que
absorben; no generan, copian. Para la labor de los Hijos de la Luz, es
imprescindible llevar la iniciativa y modificar lo existente, no otra cosa
significa la palabra poiesis, de la que proviene el término poesía.
Sin embargo, para los Hijos de la Oscuridad basta con
dejarse llevar mientras se suben al carrusel; su fuerza creativa no existe,
para ellos sólo vale la inercia de lo oscuro.
Ejemplos de lo anterior hay muchos: así, ciertos arqueólogos
que crean, descubren, los detectives de la Historia, son los Hijos de la Luz,
frente a los que se levanta un muro de inercia institucional y de envidia: la
de los Hijos de la Oscuridad.
Cuando los luminosos desaparezcan, los oscuros se apropiarán
de sus teorías, las firmarán como propias y, probablemente, pasarán a las
crónicas de los grandes descubrimientos históricos. Es cuestión de tiempo.
Quebrar la inercia es labor de dioses.
Disculpen esta digresión, pero entiéndase que se escribe en
el ámbito metafórico, porque en la mente de este autor no se asientan dioses,
reyes ni tribunos, pues es ateo entre los ateos, eso sí, de un ateísmo católico
y cristiano, faltaría más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario