Es
cierto que todas las comparaciones son odiosas, pero ya hemos dicho en algún
otro momento que el sistema occidental de dominio se acerca, paso a paso, al
del imperio romano, aunque aporta un elemento significativo: la tecnología.
La imagen que nos ha llegado de los
emperadores romanos es desquiciada. Los historiadores alaban a unos cuantos:
Augusto, Trajano, Adriano, Marco Aurelio, Antonino Pío, Tito, pero a la mayor
parte los denigran. De ellos se dice de todo: que eran amantes del lujo,
libidinosos y en extremo crueles. Se les achacan a todos similares crímenes, sacados
de un fondo común de criminología imperial.
Sin embargo, historiadores hay que
desmitifican la crueldad, la desmedida actividad sexual y el amor por el
exuberante lujo de los Nerones, Calígulas, Caracallas, etc. porque, afirman,
sus biografías fueron escritas por los enemigos políticos y, sostienen que en
el fondo hicieron novedosas aportaciones a la gobernabilidad romana. Pudiera ser.
Habría que añadir, además, que el
vulgo era proclive a creer todo lo malo que se contara de sus emperadores, como
nos sucede ahora con los políticos y no sin parte de razón.
Curiosa es la llamada Historia
Augusta, compuesta, según aseguran los estudiosos, por una misma persona con
siete heterónimos diferentes, que tenía la finalidad de servir de escarnio de
los emperadores de cara a un público ansioso de impresiones fuertes. Se cuenta
la vida de multitud de emperadores, a los que se presenta como auténticos
degenerados. En especial tenían el marchamo del máximo morbo sus desviaciones
sexuales. Islas del placer y el horror habría en todos sus reinados, lo cual,
por otra parte, sería lógico y comprensible porque el que tiene el poder puede
hacer lo que quiera con quien quiera y con ellos no rige la moral al uso del pobre.
Esa es la esencia del mensaje de los denigradores del poder imperial, cierta en
lo fundamental.
En el fondo, existía en Roma una
pugna a muerte entre dos ideas: la institucional, que podríamos llamar
senatorial, y la orientalista.
El senado siempre tuvo en Roma gran
poder, incluso antes de la República e incluso después de muy avanzado el
imperio. Los romanos se sentían orgullosos de su sistema político, que nada
tenía que ver con la democracia, pues dominaba una aristocracia excluyente y
exclusiva, pero era su sistema. Del padre podían hablar mal, pero era su padre.
El senado estaría compuesto por aprovechados terratenientes, pero era su
senado.
Por otra parte, los emperadores
aspiraban a un dominio absoluto del escenario político, tanto en la forma como
en el fondo, es decir que querían ser monarcas orientales y que, de una vez por
todas, el poder del senado pasase a la historia. Muchos de ellos se hicieron
impopulares por su torpeza y aceleración.
Es el caso de Heliogábalo, que no se
le ocurrió otra cosa que llevar a un dios nuevo a Roma, El Gabal ―de ahí el
nombre del emperador― del que hizo sirvientes a todos los dioses tradicionales
de Roma, e incluso se casó con una vestal, pecado de pecados, pues pensaba que,
como en oriente, el emperador era muestra terrestre de la divinidad y esta
solía estar compuesta por una pareja de dioses, por lo que estaba autorizado a desposar
a una virgen consagrada a la madre de Roma, y su comportamiento no tenía por
qué resultar sacrílego, porque ¿no era la gran vestal representante de Vesta,
la diosa, como él era sumo sacerdote del dios sol, El Gabal, Helios?, ¿y no
estaban estos unidos en los cielos? Eso pensaba el gallo, pero el pueblo de Roma
no estaba para bromas.
No sentó nada bien. Así acabó el tipo,
en el Tíber con una piedra en los pies para que no reflotara, después de que lo
intentaran introducir en una cloaca y desistieran porque su gordura bien
alimentada no cupiese por el agujero. En fin, quién sabe, quizá todo este camino
se ande de nuevo pues, al fin y al cabo, todo suele repetirse.
De este emperador, Heliogábalo, la
Historia Augusta dijo las peores perrerías, como esa de: «También sacrificó
víctimas humanas, para lo que escogió por toda Italia a niños nobles que
tuvieran padre y madre, para que fuese mayor el dolor de ambos progenitores.
Todo género de magos lo acompañaba y actuaba cada día, y él daba las gracias
por haber encontrado tan adecuadas víctimas, las torturaba con ritos
extranjeros para inspeccionar luego sus infantiles entrañas ». (Historia
Augusta. Vida de Heliogábalo, de Elio Lampridio, nº 7).
La gran diferencia entre los
emperadores romanos y los actuales gobernantes de los más grandes imperios está
en el CINE.
¿Quién no recuerda a Peter Ustinov en
el papel de Nerón arrasando Roma, o a Calígula entrando en el senado con su
caballo Incitatus, o a Tiberio con su rostro cancaneado y su túnica manchada
por los efluvios de sus relaciones sexuales en islas como la de Capri o alguna
otra cuyo nombre no termina de venirme?
Esa es la imagen que, por lo que se
ve, algún dirigente mundial está empeñado en ofrecer al mundo: la de un sátrapa
oriental divinizado, dispuesto a acabar con el sistema existente, senatorial
entonces, democrático hoy. Pero, en esencia trata de extraer de los fondos
mentales de los ciudadanos, las ciénagas cinematográficas del concepto de
gobernante degenerado que está por encima de todo y de todos. El mensaje resulta
evidente: ¡Preparaos, mortales!
Así, lanzará una campaña de
exhibición de fuerza frente a gentes desarmadas que se manifiestan contra las
deportaciones, y enviará a las fuerzas armadas contra ellas, algo tan ilegal
como en la antigua Roma hacer que el ejército traspasase el pomerium, la vieja
muralla trazada por Rómulo. Así, impondrá una política económica aparentemente errática.
Así castigará a unos y a otros y amenazará a todos con lo peor de lo peor, con
las conscripciones. Todo como en Roma, o como el magnate emperador piensa que
era lo normal en la Roma de los viejos tiempos.
En realidad, el problema es de gran
calado, no un asunto baladí en torno a la figura de un excéntrico que actúa
como un niño, porque Heliogábalo podía ser titular de todo un catálogo de
locuras, pero tenía catorce años cuando subió al poder, no setenta como el
mandatario que en la actualidad aspira al trono mundial.
Es cierto que hay un gran movimiento
transformador detrás de estos comportamientos aparentemente extemporáneos: la
pugna por la desaparición del estado y su sustitución por el mercado y sus
imperativos, y por los grandes dominadores del mismo: las empresas tecnológicas
frente a los gobiernos.
El
estado, tal y como fue concebido a partir de la Revolución Francesa, o incluso
antes ―cuando los reinos eran patrimonio de los reyes, pero estaban parapetados
tras el concepto de nación― ya no sirve. Y hay dos maneras de hacerlo desaparecer:
o bien mediante los hechos consumados relacionados con la dependencia ―tengamos
en cuenta que hoy día dependemos los ciudadanos de lo que nos vendan las
grandes superficies, más que de las leyes del estado en el que estemos
integrados―, o bien ridiculizando, sometiendo y humillando a las instituciones
democráticas que siempre sustentaron ―con mayor o menor acierto― el tablado del
poder.
Hoy,
los aspirantes a augustos se crecen frente a la democracia, como los
emperadores orientalizados lo hicieron frente al senado de Roma. Parece que hay
diferencias con otros prohombres, los del poder económico, pero en el fondo la
figura del emperador sustituto de la democracia, del parlamento, del senado, es
importante para que aquella pase a ser un recuerdo del pasado.
El
capitalismo se muere, pero no para abrirse a un modelo de justicia social, sino
a otro de la máxima explotación posible: el del imperio depredador, esclavista
y tecnológicamente insuperable. Y, para ello, los payasos hipernarcisistas son
imprescindibles en el marco de la barbarie.
Estemos
atentos a cómo se da el nuevo escenario que parece ya un paseo militar: la
represión de la contestación interna.
Quizá
cuando se redacte la vida del último emperador, el escritor al que le toque
pueda decir, como lo hizo Lampídrico:
«La vida de Heliogábalo
Antonino, que también fue llamado Vario, no debería haberse redactado jamás
para que nadie supiera que fue emperador romano, si ese mismo imperio no
hubiese tenido antes Calígulas, Nerones o Vitelios. Pero, del mismo modo que
una misma tierra genera veneno y trigo y otras cosas más saludables, y tanto
animales domésticos como serpientes, el atento lector se verá recompensado al
leer las vidas de Augusto, Trajano, Vedspasiano, Adriano, Pío, Tito y Marco
Aurelio por oposición a este monstruoso tirano».
En cualquier caso, todo cambia para
mal cuando son los histriones peliculeros quienes gobiernan.
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