martes, 10 de junio de 2025

APRENDIENDO DE ROMA. EMPERADORES LOCOS


 

Es cierto que todas las comparaciones son odiosas, pero ya hemos dicho en algún otro momento que el sistema occidental de dominio se acerca, paso a paso, al del imperio romano, aunque aporta un elemento significativo: la tecnología.

La imagen que nos ha llegado de los emperadores romanos es desquiciada. Los historiadores alaban a unos cuantos: Augusto, Trajano, Adriano, Marco Aurelio, Antonino Pío, Tito, pero a la mayor parte los denigran. De ellos se dice de todo: que eran amantes del lujo, libidinosos y en extremo crueles. Se les achacan a todos similares crímenes, sacados de un fondo común de criminología imperial.

            Sin embargo, historiadores hay que desmitifican la crueldad, la desmedida actividad sexual y el amor por el exuberante lujo de los Nerones, Calígulas, Caracallas, etc. porque, afirman, sus biografías fueron escritas por los enemigos políticos y, sostienen que en el fondo hicieron novedosas aportaciones a la gobernabilidad romana. Pudiera ser.

            Habría que añadir, además, que el vulgo era proclive a creer todo lo malo que se contara de sus emperadores, como nos sucede ahora con los políticos y no sin parte de razón.

Curiosa es la llamada Historia Augusta, compuesta, según aseguran los estudiosos, por una misma persona con siete heterónimos diferentes, que tenía la finalidad de servir de escarnio de los emperadores de cara a un público ansioso de impresiones fuertes. Se cuenta la vida de multitud de emperadores, a los que se presenta como auténticos degenerados. En especial tenían el marchamo del máximo morbo sus desviaciones sexuales. Islas del placer y el horror habría en todos sus reinados, lo cual, por otra parte, sería lógico y comprensible porque el que tiene el poder puede hacer lo que quiera con quien quiera y con ellos no rige la moral al uso del pobre. Esa es la esencia del mensaje de los denigradores del poder imperial, cierta en lo fundamental.

            En el fondo, existía en Roma una pugna a muerte entre dos ideas: la institucional, que podríamos llamar senatorial, y la  orientalista.

El senado siempre tuvo en Roma gran poder, incluso antes de la República e incluso después de muy avanzado el imperio. Los romanos se sentían orgullosos de su sistema político, que nada tenía que ver con la democracia, pues dominaba una aristocracia excluyente y exclusiva, pero era su sistema. Del padre podían hablar mal, pero era su padre. El senado estaría compuesto por aprovechados terratenientes, pero era su senado.

            Por otra parte, los emperadores aspiraban a un dominio absoluto del escenario político, tanto en la forma como en el fondo, es decir que querían ser monarcas orientales y que, de una vez por todas, el poder del senado pasase a la historia. Muchos de ellos se hicieron impopulares por su torpeza y aceleración.

Es el caso de Heliogábalo, que no se le ocurrió otra cosa que llevar a un dios nuevo a Roma, El Gabal ―de ahí el nombre del emperador― del que hizo sirvientes a todos los dioses tradicionales de Roma, e incluso se casó con una vestal, pecado de pecados, pues pensaba que, como en oriente, el emperador era muestra terrestre de la divinidad y esta solía estar compuesta por una pareja de dioses, por lo que estaba autorizado a desposar a una virgen consagrada a la madre de Roma, y su comportamiento no tenía por qué resultar sacrílego, porque ¿no era la gran vestal representante de Vesta, la diosa, como él era sumo sacerdote del dios sol, El Gabal, Helios?, ¿y no estaban estos unidos en los cielos? Eso pensaba el gallo, pero el pueblo de Roma no estaba para bromas.

No sentó nada bien. Así acabó el tipo, en el Tíber con una piedra en los pies para que no reflotara, después de que lo intentaran introducir en una cloaca y desistieran porque su gordura bien alimentada no cupiese por el agujero. En fin, quién sabe, quizá todo este camino se ande de nuevo pues, al fin y al cabo, todo suele repetirse.

            De este emperador, Heliogábalo, la Historia Augusta dijo las peores perrerías, como esa de: «También sacrificó víctimas humanas, para lo que escogió por toda Italia a niños nobles que tuvieran padre y madre, para que fuese mayor el dolor de ambos progenitores. Todo género de magos lo acompañaba y actuaba cada día, y él daba las gracias por haber encontrado tan adecuadas víctimas, las torturaba con ritos extranjeros para inspeccionar luego sus infantiles entrañas ». (Historia Augusta. Vida de Heliogábalo, de Elio Lampridio, nº 7).

            La gran diferencia entre los emperadores romanos y los actuales gobernantes de los más grandes imperios está en el CINE.

¿Quién no recuerda a Peter Ustinov en el papel de Nerón arrasando Roma, o a Calígula entrando en el senado con su caballo Incitatus, o a Tiberio con su rostro cancaneado y su túnica manchada por los efluvios de sus relaciones sexuales en islas como la de Capri o alguna otra cuyo nombre no termina de venirme?

            Esa es la imagen que, por lo que se ve, algún dirigente mundial está empeñado en ofrecer al mundo: la de un sátrapa oriental divinizado, dispuesto a acabar con el sistema existente, senatorial entonces, democrático hoy. Pero, en esencia trata de extraer de los fondos mentales de los ciudadanos, las ciénagas cinematográficas del concepto de gobernante degenerado que está por encima de todo y de todos. El mensaje resulta evidente: ¡Preparaos, mortales!

            Así, lanzará una campaña de exhibición de fuerza frente a gentes desarmadas que se manifiestan contra las deportaciones, y enviará a las fuerzas armadas contra ellas, algo tan ilegal como en la antigua Roma hacer que el ejército traspasase el pomerium, la vieja muralla trazada por Rómulo. Así, impondrá una política económica aparentemente errática. Así castigará a unos y a otros y amenazará a todos con lo peor de lo peor, con las conscripciones. Todo como en Roma, o como el magnate emperador piensa que era lo normal en la Roma de los viejos tiempos.

            En realidad, el problema es de gran calado, no un asunto baladí en torno a la figura de un excéntrico que actúa como un niño, porque Heliogábalo podía ser titular de todo un catálogo de locuras, pero tenía catorce años cuando subió al poder, no setenta como el mandatario que en la actualidad aspira al trono mundial.

            Es cierto que hay un gran movimiento transformador detrás de estos comportamientos aparentemente extemporáneos: la pugna por la desaparición del estado y su sustitución por el mercado y sus imperativos, y por los grandes dominadores del mismo: las empresas tecnológicas frente a los gobiernos.

            El estado, tal y como fue concebido a partir de la Revolución Francesa, o incluso antes ―cuando los reinos eran patrimonio de los reyes, pero estaban parapetados tras el concepto de nación― ya no sirve. Y hay dos maneras de hacerlo desaparecer: o bien mediante los hechos consumados relacionados con la dependencia ―tengamos en cuenta que hoy día dependemos los ciudadanos de lo que nos vendan las grandes superficies, más que de las leyes del estado en el que estemos integrados―, o bien ridiculizando, sometiendo y humillando a las instituciones democráticas que siempre sustentaron ―con mayor o menor acierto― el tablado del poder.

            Hoy, los aspirantes a augustos se crecen frente a la democracia, como los emperadores orientalizados lo hicieron frente al senado de Roma. Parece que hay diferencias con otros prohombres, los del poder económico, pero en el fondo la figura del emperador sustituto de la democracia, del parlamento, del senado, es importante para que aquella pase a ser un recuerdo del pasado.

            El capitalismo se muere, pero no para abrirse a un modelo de justicia social, sino a otro de la máxima explotación posible: el del imperio depredador, esclavista y tecnológicamente insuperable. Y, para ello, los payasos hipernarcisistas son imprescindibles en el marco de la barbarie.

            Estemos atentos a cómo se da el nuevo escenario que parece ya un paseo militar: la represión de la contestación interna.

            Quizá cuando se redacte la vida del último emperador, el escritor al que le toque pueda decir, como lo hizo Lampídrico:

«La vida de Heliogábalo Antonino, que también fue llamado Vario, no debería haberse redactado jamás para que nadie supiera que fue emperador romano, si ese mismo imperio no hubiese tenido antes Calígulas, Nerones o Vitelios. Pero, del mismo modo que una misma tierra genera veneno y trigo y otras cosas más saludables, y tanto animales domésticos como serpientes, el atento lector se verá recompensado al leer las vidas de Augusto, Trajano, Vedspasiano, Adriano, Pío, Tito y Marco Aurelio por oposición a este monstruoso tirano».

        En cualquier caso, todo cambia para mal cuando son los histriones peliculeros quienes gobiernan. 


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