sábado, 3 de mayo de 2025

UN PARTO EN POSIDONIA


Como no me dejan, incluir aquí textos de "Cantábrica", ahí va uno mío de hace ocho años, donde se podrá ver el estilo litúrgico de este cura al cantar misa. Además en la Epopeya que ya viene hay alguna escena que recuerda a esta que se transcribe.

(Extracto de «Cornelia de Gades», Editorial Pámies 2017. El libro está ya descatalogado, pero creo que aún tienen alguno en Casa del Libro. En cualquier caso, la editorial lo vende en electrónico). Este texto fue leído en la presentación del libro en Cádiz por Paquita Ayllón, ciega y presidente de la Asociación de Personas Lectoras de esa ciudad. 


Referencia: Es el siglo III antes de Cristo. La vieja Cornelia, Acilia Antuca, fantasma que vive en su interior y Acilina, su sirviente, que también está embarazada, llegan a una cabaña de Posidonia (Pestum-Lucania) donde una mujer está a punto de parir. 

        Dice así:

«Cruzan el foro de Posidonia. La casa está muy alejada, junto a la muralla. Tardan mucho en llegar. Es un lugar oscuro y triste, pobre y mugriento, como pocilga de esclavos germanos.

Hay muchas mujeres en aquella habitación. Ni se percatan de las dos que acaban de llegar. Se escuchan los alaridos de la parturienta, sus juramentos. Está de pie, agarrada a una viga. El sudor frío desciende por su rostro y llora. Un nuevo crujido en sus ingles la obliga a agacharse; cada vez deben de ser más intensos. No se puede saber la edad que tiene. «Ese es nuestro sino, Cornelia, sufrir y parir». «Eso algunas, Antuca; otras sufrimos, parimos, trabajamos y volvemos a sufrir y volvemos a trabajar». «Siempre te quejaste mucho, domina, como si todas las tareas de las que  estás tan orgullosa, con las que ayudaste a tu padre, no hubieran podido llevarse a cabo sin ti». «¡Calla, mujer, calla!» «Pero bien, aquí estamos, ¿no querías ver de nuevo surgir la vida?».

Es crítico el momento, algo va mal. La mujer se desgarra y la criatura  no se dispone. Acilina repite en su rostro los gestos de dolor de la madre y siente temor por el porvenir. Se palpa el vientre. Hasta Antuca calla en el interior de la domina. Alguien cree ver en la puerta de la casa a una encapuchada, y hay hasta quien la ha reconocido como Atropos, la visitante de la hoz que cercena. Todo se tensa, hasta el aire. Es el fin en el principio y el principio del fin, hasta que el son grave de un pandero se apodera de la noche, y una bailarina se acerca a la madre atravesada, a la mujer moribunda que da vida asfixiándose. Mueve las caderas rítmicas, desnudas, sensuales, redondas, golpeando el aire circular. Las mujeres acompañan al pandero con voces guturales, nacidas de dentro, de las entrañas, como vómitos de esperanza. Hasta Acilina y Antuca se suman a la monótona canción, que no es muy diferente a las de su tierra. Las caderas de todas ellas se mueven al compás del pandero, : circulares, expulsoras, cíclicas, hipnóticas.

La cantinela envuelve a la mujer, es el último recurso, el de la magia, el de la música, el de Terpsícore, la musa de la danza, la diosa del vientre, la luna eterna creadora, la madre tierra que retumba, la deidad grande que vive en la mujer que pare, la mujer que, contagiada, mueve también el enorme vientre al son del pandero. ¡Muévete, hijo mío, muévete! Y nota cómo su inquilino se estremece, se agita, se dispone poco a poco en el lugar adecuado, domado por las vibraciones ancestrales. Todas lo sienten en sus entrañas, hasta Acilina y Cornelia. Antuca calla. Arrecia el sonido del pandero, las voces suben de volumen y bajan de tono al grave de un latido. No cesa el vientre danzante de la madre moribunda que respira y vive, que mueve las caderas empujada también por el pandero, que imita a las compañeras en la Diosa, que grita de dolor como feroz contrapunto a los cánticos nacidos de la tierra. Con su voz rota que desparrama juramentos, impiedades y maldiciones se rasga la noche, una noche incapaz de vencer al ritmo, a las caderas flotantes, ondulantes, sinuosas, al vientre de la mujer que empuja y batea, rítmica, incesante, acomodado a las voces graves de las demás, a los pubis solidarios que generan su movimiento, ancladas todas en la gran diosa de la tierra, la que nunca falla a sus adeptas. El inquilino que asoma la cabeza y la madre que grita y las mujeres que corean el empujar profundo de la madre y las gargantas que resoplan como remeros en marcha de carga y Cornelia que saca su voz de lo profundo y Antuca que se apodera de su voz y Acilina que siente cómo el pequeño ser que lleva dentro también se mueve al ritmo de todas y ya pare, ¡ya pare! La cabeza fuera, un hombro, otro, el resbalar de la vida, el grito de alivio definitivo y el júbilo por la victoria sobre Atropos y el pandero que calla y las risas que estallan y la madre que recibe el cuerpo menudo de aquel lagarto lloriqueante que estrena pulmones

Y Cornelia que ríe pues ha visto, por fin, por última vez, completarse el ciclo de la vida.

Y Antuca más cerca de partir al Hades, porque nada hace ya aquí escondida en la pechera arrugada de la domina.

Y las mujeres que ríen porque la magia ha funcionado una vez más, como viene sucediendo desde la caverna de los tiempos.

Y los hombres que se asoman para calmar su espanto, para ver que la vida continúa, para admirar su propio y orgulloso esfuerzo generador. Los hombres que ya pueden beber hasta saciarse para celebrarlo.

Grita la criatura azotada, respira por primera vez, ríen las mujeres, atienden solícitas al cordón, acomodan a la madre entre almohadones, recostada, le entregan al diminuto ser sanguinolento, feo, sapo, ciego, hermoso, cisne bellísimo en su pecho desnudo. Todas han vuelto a guardar silencio. Ella le restriega el pezón por los labios. Él insiste en su sueño. No importa, ya lo hará, dice alguien. ¿Qué te parece, a que es lindo? La madre, sonriente y llorosa a la vez, juega con el pezón a pasárselo por la diminuta nariz y a contornear sus labios. Pues ella cuando era chica mamó a la primera, dice la más vieja. El pequeño, como para no ser menos, abre la boca y mueve la cabeza; quiere cazarlo al aire, como aquel que pretende pillar a una mosca en vuelo. Todas sonríen. La madre, al final, lo introduce en su boca y el mamoncete lo agarra con glotonería rebosante de babas y leche que se escurre por el pecho blanco de la mujer, y el ruido de sus lametadas ansiosas hace estallar la alegría».


 


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