No cortaban las cabezas del
enemigo y las colgaban del cuello de su caballo por crueldad. No cortaban sus
manos y se las echaban al cincho por sadismo. Eran sus profundas convicciones
religiosas las que les llevaban a perpetrar tales actos.
¡A ver cómo explico esto en formato divulgativo!... Se avisa
de que las imágenes que siguen pueden poner los pelos de punta.
El hombre de las montañas era profundamente religioso. ¿Cuáles
eran las creencias que los obligaban a comportamientos tan extremos?, porque
para nosotros cortar las cabezas y las manos de los semejantes es todo un
crimen. El ganster de moral abotagada puede matar a un inocente, pero cortarle
la cabeza y las manos es cosa de las peores mafias y sólo a fin de aterrorizar al
enemigo. ¿Era esta la razón de los celtas, o mejor de los celtizados cántabros
y astures?
No,
perseguían el aprovechamiento místico de la fuerza del difunto.
Para ellos, el más allá era un lugar tan real como el mundo
palpable. Estaba ubicado en algún territorio del oeste (de ahí las oraciones al
Sol de los Muertos), generalmente identificado con unas Islas lejanas de
poniente. Lo llamaban El Sid.
Además
en ese deseado lugar los difuntos se reencarnaban en unos cuerpos nuevos,
jóvenes y fuertes y vivían haciendo lo que más les gustaba, sobre todo guerrear
con Lug contra la Oscuridad hasta el fin de los tiempos. Para ellos era el
premio entre los premios el llegar a formar parte, tras su muerte, de la Gran
Cabalgada del dios tuerto.
Pero, para alcanzar el Sid eran precisas ciertas condiciones:
la primera morir, la segunda que el alma se liberase del envoltorio corporal y
tercera, encontrar el camino.
Tarde
o temprano el alma del difunto terminaría en el Sid. Para ello requería que una
divinidad hiciera de guía, y si en vida había ofendido gravemente a los dioses,
estos le daban la espalda tras su muerte y no querían saber nada de ellos.
Pero, ya digo, al final llegaban todos porque el más allá celta no se basaba en
la retribución de las buenas o malas acciones, como es el caso del cristiano; o
en el nihilismo gris, como entre los grecorromanos con su Asfódelos, sino en el
ideal último de vida sin rencores tras la muerte. Nosotros decimos: al final,
todos calvos. Ellos decían: al final, todos reencarnados y felices. Felices
aunque no iguales, pues las diferencias se mantenían en la otra vida, ya que el
señor seguía siéndolo y al siervo no le quedaba otra que obedecer a su señor natural
hasta el fin de los tiempos pero, eso sí, sin rencores ni malquerencias, vamos que
con mucha capacidad de resiliencia.
En
otras palabras, era un chollo morir, sobre todo peleando, porque el guerrero
muerto en combate, la mejor de las muertes, iba directo al Sid, llevada su alma
en el pico de los buitres.
Lo
normal era que estos héroes fueran nobles, del estamento de los guerreros, pero
los hombres normales, los de la gran masa de menestrales y sirvientes, tenían
la oportunidad de alcanzar el Sid como héroes y lograr el equiparamiento con
las élites tras una muerte gloriosa. Porque la sociedad celta no era
igualitaria, florida e idílica, ni mucho menos; más bien, todo lo contrario.
Los pertenecientes
a la gran masa y las mujeres, eran incinerados, pero esto no gustaba mucho, no
era la buena muerte del guerrero, a la que todos ambicionaban.
Lo cierto
es que las élites guerreras, al menos, no temían a la muerte. Tampoco los miembros
de los estamentos bajos, pues la muerte gloriosa podía suponer la promoción social
de toda una familia.
Por
eso los norteños eran tan valientes. Por eso, algunos guerreros viejos que no
tuvieron la suerte de fallecer durante su vida de combates, por ser hábiles o
afortunados, ingerían tejo, pues esta muerte estaba equiparada a la violenta en
combate y entraban también en el Sid, donde tenían derecho a estar tras una
vida de merecimientos no acompañados de buena suerte por seguir vivos pese a
todo.
¿Pero, dónde estaba el alma del muerto? Los buitres la
encontraban en la cabeza, en algún lugar del cerebro. Por eso picaban los ojos
primero, para desde ahí alcanzar el espíritu del difunto, tomarlo y llevarlo al
Sid, donde se generaría todo el proceso de reencarnación y felicidad permanente.
¿Qué hacer con un enemigo muerto en combate? Pues se le
cortaba la cabeza para que no tuviera posibilidad su alma de emigrar al Sid.
¿Lo
hacían por crueldad? No, sólo por interés. Creían que si guardaban cerca de sí
el alma del enemigo vencido en combate, este quedaría obligado a ayudar al
vencedor —mediante su neuma, el aliento o las capacidades mágicas e invisibles
de los espíritus errantes— en la búsqueda de una buena muerte en combate para
que los buitres lo llevaran al Sid por la vía recta. Vamos, que cortar la
cabeza del enemigo era una apropiación de por vida de sus capacidades mágicas, todo
un capital de inversión generador de prestigio social y de riqueza. El difunto se
avenía a ayudar al vencedor, pues sólo cuando este entrase en el Sid lo haría él
también.
Por
eso, cuando se veían próximos a ser derrotados —si tenían oportunidad—,
cortaban las cabezas de sus camaradas muertos para que no cayeran en poder del
enemigo, de manera que quedasen liberados de tan humillante colaboración. Las llevaban
a su castro y las exponían a los buitres.
¿Y
las manos? ¿Por qué las cortaban? Para evitar que sus almas pudieran entrar con
ellas en el Sid si, de alguna manera, escapaban de su encierro craneal, porque
en tan bélico lugar no se admitía a los guerreros mutilados que no pudieran
portar armas. Por eso, cortarles las manos era un mensaje al alma del vencido:
«ahora, majo, no podrás escapar a tu destino, me tendrás que ayudar a mí y
facilitar mi muerte en combate quieras o no, porque ni manos tienes para llegar
al Sid en caso de que escapes, ¡toma ya!».
En el
fondo, la decapitación era un acto de alta crueldad, pero no en el sentido que hoy
lo tomamos. Eran intereses religiosos, no sadismo y voluntad de aterrar, pues el
pánico no hacía mella en los celtas, al menos en teoría.
En el castro de Las Rabas, en Celada Merlantes, los
arqueólogos hallaron una cabeza cerca del foso donde se ubicaría el portón, con
un agujero que indicaba a los estudiosos que
en su día había sido expuesta en una pica. Resulta que este castro no
tenía altura, sino que se encontraba en llano casi, por lo que sería preciso amedrentar a los
visitantes con las malas pulgas de los habitantes y exhibirían no una sino
varias cabezas pinchadas en lanzas. Porque, por muy religioso que fuese el motivo
de la decapitación, impresionaba a los paisanos de la época, igual que nos
estremece a nosotros.
En la ficción de «Cantábrica», como no teníamos nombre indígena
que aplicar al castro de las Rabas, lo denominamos «El Castro de las Cabezas
Cortadas».
Alguien dirá que todo lo dicho se refiere a los guerreros,
sí; a los hombres, vale; pero ¿y las mujeres?, preguntará, ¿llegaban al Sid?
Claro, responderemos, ¿qué sería un paraíso para el guerrero sin mujeres?
Alguna lo haría como ellos, peleando, pero más bien pocas porque eso de las
chicas combatientes, aunque era posible, no pasaba de residual.
Entonces,
¿a qué aspiraban ellas?... Pues a llegar al Sid sin más, cuando les tocara en
suerte, incineraditas como los no guerreros. ¿Y no se rebelaban? Pues no,
aceptaban su condición de transmisoras y defensoras a ultranza de la religión
patriarcal, guerrera y machista —como diríamos hoy— de su gente. Las cosas como
fueron, no como querríamos que hubieran sido.
Para terminar, estas costumbres estaban más que vivas entre los preceltas, los descendientes de los yamna esteparios, como es el caso de los astures, cántabros, vacceos, turmogos, autrigones, etc, más arraigadas decimos que entre los celtíberos —celtas puros que se instalaron en la cuenca del Ebro y en la Meseta varios siglos antes de la llegada de los romanos—. Estos tenían tales creencias un poco olvidadas, porque los señores de las culturas Hallstat y Tene estaban más civilizados, pero sus religiones se basaban en los mismos fundamentos guerreros, heredados de sus antepasados esteparios comunes con los pueblos antiguos del norte y oeste de la Península. Seguro que les encantó recuperar viejas tradiciones.
Aviso: se dan por reproducidas las advertencias anti-plagio de anteriores inserciones.
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