Ahí va un poco de lo que se
da en llamar SPOILER, y que a mí no me molesta. Nunca entendí eso de “no hacer
spoiler”. Pobre de la obra literaria que no soporte que se la destripe. De
verdad, el lector que no aguante un spoiler,
que vea cine, ganará tiempo, se aburrirá menos y no dará la lata con sus
manías.
En
el Tomo 2 de “Cantábrica”, en “Tiempos del Hierro”, Turo es un druida viajero
que recorre Cantabria durante los años anteriores a las Guerras Cántabras con
una prédica: la necesidad de armarse frente al enemigo que viene, que viene,
que ya está aquí. Turo es un trasunto del Olíndico celtibérico que anunciaba la
inminente lucha contra Roma.
Llega
desde tierra de turmogos, desde Segisama, como dos años después lo harían las
legiones de Augusto. Alcanza Amaya y Ulaña, sigue por los castros del sur
(Vellica, Bérgida, Cabezas Cortadas —Las Rabas—, Briga —Iuliobriga/Camesa
Rebolledo) y termina zigzagueando por los once castros del cauce del río Híjar,
en los que se implica en la creación de una federación defensiva. Esta idea de
la “federación” sobrevuela toda la novela, pues estamos convencidos de que los
cántabros no estaban tan desunidos como se quiere hacer creer.
Los
habitantes de los castros lo esperarán ansiosos y él narrará leyendas
compartidas por todos los “populii”, curará a los enfermos y se enfrentará a
pequeñas tramas individuales. Cada castro es un capítulo.
Cada
capítulo se inicia con una entradilla descriptiva de la situación del castro en
cuestión tal y como se encuentra hoy, su emplazamiento y las personas que lo
descubrieron y lo trabajaron. A esta sigue el relato poético. Unimos así
literatura con geografía.
Se
encamina luego por el Cordal del Escudo y desciende desde el que se llamará
Castro de Vilga (El Cincho) hasta Aracilo (Espina del Gállego), atravesará la
Sierra de los Hombres y sus castros, visitará el Dobra y termina en el Cincho
de Santillana.
Tras
este descenso a la costa, se dirige hacia el este por los castros de las
tierras del norte (Trasmiera, Voto) hasta internarse en tierra autrigona y
llegar a Sámano, en Castro Urdiales, desde donde retorna al Solar Cántabro y
subirá, de nuevo hacia la meseta.
Se detiene
en el Abrigo del Puyo, visita, entre otros, los castros de La Maza, de Brizuela
y pasa delante de lo que será escenario final de las Guerras Cántabras: El
Dulla.
Desde
la zona de Puentedey, en Burgos, sigue paralelo a la cordillera por el sur, visita
Camarica (La Loma) El Otero, etc. y llega a Vadinia, en Riaño y desde aquí se
adentra en territorio concano, que se sitúa a caballo entre Liébana y Asturias,
recorre los castros lebaniegos y termina en Concana, Cangas. En la Cova de Onga
contempla entre visiones el nacimiento del mundo.
Se interna
luego en territorio astur, pues en la Epopeya se parte de un hermanamiento
total entre cántabros y astures. No olvidemos que la división entre ambos
pueblos fue cosa de los romanos —y como buenos romanizados que somos nos lo
creemos a pies juntillas— pero en la práctica debían de ser la misma cosa.
Llega
a Paelontio, Infiesto, y sigue hacia el cordal de La Carisa, donde en un lugar
indeterminado, se sitúa el castro que se llama en la ficción “La Cuna de Lug”,
desde donde desciende sobre Noega, Gijón.
Por
la costa astur llega hasta Caravia, en territorio orgenomesco, se desliza por
ella y toca Jarri (Llanes), pasa cerca de Apleca (San Vicente), saluda a las
gentes del castro de Prellezo, visita la
mítica cueva de la Busta y termina en el embarcadero de Cantiles, cerca de lo
que luego será el Portus Blendium, desde donde se embarca hacia Aquitania.
Este
recorrido de serpentina supone la visita de setenta lugares, la mayoría castros
y la narración de unas cien historias míticas, en una larga novela de viajes,
de relatos y de costumbres que puede empezar a leerse desde donde se quiera.
Esta es una de sus virtudes.
Junto
a Turo, que debe su nombre a la escuela druídica en la que se formó, en los
confines de Celtiberia (Peñalva de Villastar), caminará otro anciano, compañero
eterno: Hércules, un burro al que se le termina entendiendo cada vez que
rebuzna, animal en extremo inteligente.
Esta
parte de la Epopeya es, como si dijéramos, una puesta en escena del completo y
cerrado edificio mitológico que en otras partes de “Cantábrica” se levanta, una
parte práctica de toda una fortaleza teórica.
Ciertos
puristas resabiados podrán decir que alguno de los castros visitados (estoy
pensando en El Hacha, de Laredo o en Retorín de Seña) no pertenecen a la Segunda
Edad del Hierro.
Pudiera
ser que haya algo de verdad en tal afirmación, pero también es cierto que,
mientras no se demuestre lo contrario, podrían pertenecer a esa época.
En
una tierra en la que las excavaciones arqueológicas sobre aquellos tiempos
organizadas, pagadas y fomentadas por quienes han de guardar del patrimonio son
tan extravagantes como lo sería Bill Gates fichando por el trotskismo, nadie
tiene derecho a prodigarse en censuras. ¿No son todas del Segundo Hierro, de
cuando llegaron los romanos?... Bueno, nadie pretende batirse por tal asunto,
pero demuestren los críticos que eran de tiempos anteriores.
De
hecho, en la publicación de la UNICAN “La Historia frente al Mito” —bien poco
sospechosa de simpatizar con los arqueólogos “free lance” que tanto hacen por
la historia antigua— se sostiene indirectamente esto que decimos aquí: que las
dataciones están en mantillas, e indirectamente también, se reconoce el indiscutible mérito de los
arqueólogos a los que tan injustamente se pretende criticar con notable torpeza
encubierta.
En fin,
cada uno de esos castros concretos y el conjunto del segundo tomo, “Tiempos del
Hierro”, es un homenaje a la labor no retribuida del ya recio grupo de
arqueólogos que trabaja la historia de Cantabria con las uñas, muchas veces a
expensas de su patrimonio, y siempre a costa de sus espaldas.
En
esta Epopeya se rompen lanzas literarias en su favor:
¡Va
por ellos!
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