Guerra y cambio climático
han sido siempre un matrimonio indisoluble. No ha habido excepciones en su
relación. Jamás han iniciado un proceso de divorcio. ¿No es este un tema de
gran actualidad?
Y quien dice guerra, dice revoluciones, plagas,
destrucciones, cataclismos, hambrunas, genocidios y otras minucias por el
estilo.
Las interminables e intermitentes invasiones de los pueblos
de la estepa (yamnaya, hunos, mongoles, Xiangún, tártaros, etc.) se debieron a
la disminución de temperaturas o a aumentos, con su correspondiente escasez de
pastos para los ganados, lo que hizo la vida imposible en las llanuras
asiáticas y, claro, cuando esto sucedía se desparramaban sobre Europa, China y el
Creciente Fértil para poder comer.
El paso de la Edad del Bronce a la Edad del Hierro se
produjo en tiempos de bonanza, y la llegada de los celtíberos a la Península en
un momento de breve pero intenso enfriamiento del clima en Centro Europa, que
presagiaba lo peor.
La ciudad de Roma creció y se adueñó de toda Italia gracias
a poseer una población numerosa y bien alimentada, y lo estaba porque las
cosechas eran excelentes y la tierra muy fértil. Cartago fue poderosa porque en
su tiempo las tierras del norte de África eran un vergel.
Luego, vino lo que vino, mal tiempo, cosechas escasas,
bárbaros hambrientos más allá del limes romano, imposibilidad de alimentar
grandes ejércitos en movimiento y, poco a poco, Roma la inmortal se descoyuntó.
Llegó Justiniano, después de que cayera el Imperio de
Occidente, y reconquistó muchas tierras en nombre de Bizancio, del Imperio de Oriente.
Casi estaba a punto de lograr la vieja grandeza, cuando cambió el clima, llegó
la hambruna y con ella la peor de las pestes conocida hasta el momento, que se
llevó a un tercio de la población.
Además, para colmo, en diversos lugares del planeta entraron
en erupción varios volcanes de enormes proporciones, y durante casi un año el
sol estuvo escondido tras una nube amarillenta y viscosa. Cuando el astro rey
apareció de nuevo en el horizonte, en todo su esplendor, ya la idea de
reconstruir el Imperio Romano fue cosa del pasado. La parte del planeta menos
afectada resultó, curiosamente, la Arabia fértil, y Mesopotamia, con lo que
aumentó una población no mal alimentada en aquellas zonas, de cuya mano llegó el poderío musulmán.
En la Cornisa Cantábrica de la Península parece que entre
los años 800 y 400 antes de Cristo el clima era de enfriamiento general, aunque
con momentos de cierta calidez. Pero en el siglo III la tendencia se
invertiría, y se iniciaría un proceso de calentamiento progresivo, seguido de
cierta estabilidad hasta el siglo V después de Cristo, a partir del cual un
nuevo enfriamiento vino a precipitar la caída del Imperio Romano.
Quien quiera conocer más sobre este tema puede consultar la
publicación de Acanto, "Castros y Castra", en donde entre las páginas
75 y 102 se puede leer un exhaustivo trabajo del profesor José Francisco Torres
Martínez (Kechu), que es el director del proyecto de Monte Bernorio.
En fin, que hacía cierto calor cuando Augusto vino con sus
legiones a Cantabria. Por eso, en la ficción, Turo, el druida viajero de
"Tiempos del Hierro" se queja en ocasiones de que el clima ya no es
lo que era, lo que hace al personaje más humano y, en cierto modo, conectado
con el habitante actual del Solar Cántabro.
Pero, no hace falta ir tan lejos ─dos mil años atrás─; basta
con recordar que el descubrimiento de América se produjo como consecuencia del
empeoramiento climático en lo que se dio en llamar Pequeña Glaciación de la
Edad Media, a la que siguieron hambrunas de las que nació la necesidad de
buscar nuevas tierras para vivir. Al tiempo, la carestía y el agotamiento de
los recursos de oro en la cuenca del Nilo, por Somalia y Etiopía, supuso la
derivación del tráfico árabe hacia el mercado de esclavos africanos, lo que
trajo consigo una dramática disminución del oro en Europa. Estos dos elementos
combinados hicieron que España y Portugal se lanzaran al mar en busca de otros
mundos, de esclavos y de oro, la primera gran fiebre. Y ello sucedió sólo hace
poco más de 500 años. ¿Pero, fue el Descubrimiento un hecho beneficioso o
luctuoso? Dependerá del ojo que analice el asunto.
Sobre este tema es recomendable el libro de Patric Heers,
"Colón", del Fondo de Cultura Económica, que tanto me inspiró en la
tetralogía del Cartógrafo de la Reina.
Pero, a lo que vamos, que en tiempos de las Guerras
Cántabras hacía su calor, y los paisanos que vivían en las montañas debían de
notar las diferencias con el clima de tiempos pasados.
Y es que, admitámoslo, siempre que el clima cambia, se arma
gorda.
¿Qué puede suceder hoy día?... Pongamos a cualquier
respuesta que se dé cien signos de interrogación por delante y otros tantos por
detrás, aunque debemos imaginar lo peor.
Y, en tanto pensamos, viajemos más en avión y compremos
productos chinos que vienen en barcos porta containers, de esos que no
contaminan nada, y sigamos usando vehículos porque los trenes ya se sabe cómo
funcionan con sus catenarias de cartón. Total, como el cambio climático es un
cuento y los poderes públicos son tan conscientes de lo que hay que hacer y buscan un turismo
siempre sostenible, pues no hay problema.
¡Ay, Dios! Ironías aparte, a mí me huele muy mal este
ambiente del siglo XXI.
Creo que debemos sujetarnos las machadas y las hembradas con
ambas manos por si acaso hay curvas. Por eso "Cantábrica, la Gran Epopeya
del Solar Cántabro" pretende ser una vitamina espiritual para los tiempos
que vienen, un reconstituyente para la conciencia tendente al sometimiento,
porque los acontecimientos que están ahí, a la vuelta de la esquina, exigirán
un "ímpetus" más grande aún que el que mostraron nuestros
antecesores, los viejos habitantes del Solar Cántabro.
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