Hace ya treinta y cinco años, más o menos, un joven arqueólogo llegó a nuestras montañas desde Francia con su doctorado bajo el brazo y grandes ideas relacionadas con la arqueología de la guerra: era posible rastrear el pasado a vista de águila como punto de partida. Se rodeó de entusiastas alevines de arqueólogos y pronto descubrieron grandes yacimientos. El primero, o el más sonado, fue el de La Espina del Gállego. También demostraron dónde estaba el cordal por el que penetraron las legiones de Augusto: el Escudo.
Luego, por décadas incansables, el arqueólogo fue peinando canas mientras, piqueta en ristre, persistió en el descubrimiento de campamentos romanos y de castros, al tiempo que sus discípulos se diseminaron por los valles del Solar Cántabro en busca de los tesoros escondidos en las cumbres, y pronto todo el mapa de la Vieja Cantabria se iluminó de luces y banderolas, de ubicaciones y hallazgos.
Eran todos ellos arqueólogos libres, no atados a institución alguna y eso los condenó al ostracismo, tanto a los descubridores como a lo descubierto. Fueron temidos, sobre todo el artífice, uñas desgastadas por el trabajo de campo, el cual cobró su peso en odio, no se sabe por qué, quizá porque sus descubrimientos suponían un vuelco que denunciaba el conformismo investigador de muchos.
Lo cierto fue que el mensaje de los científicos caló en la población y el rechazo a sus teorías se convirtió en su contrario a nivel popular, en una dialéctica que desde siempre se repite, aunque el triunfo final de toda una arqueología que pone patas arriba la versión oficial tendrá que esperar a que desaparezcan físicamente los revolucionarios investigadores, en especial la cabeza de la hidra. Quizá todos ellos deban asumir que su futuro, como personajes épicos, sea llegar al Sid —las almas en los picos de los buitres leonados del Candina, hogar de Candamo— para reencarnarse en cuerpos nuevos y surcar los aires junto a Lucobos durante la Gran Cabalgada.
Y, como a nivel popular —pues el pueblo es el primer beneficiario de su patrimonio— se forma ya la costra de las enseñanzas que una arqueología y una historiografía revolucionarias han dibujado, le llegó su momento a la épica, al mundo de la epopeya y de la poesía heroica: se hace preciso que los poetas ciegos de Cantabria canten en las plazas sus hexámetros.
Aparece la épica en momentos de la máxima inanición moral y ética de los pueblos que componen el Solar Cántabro (Asturias, Cantabria y Castilla León). Unos tiempos en los que impera el miedo fomentado y constante, la conciencia de grupo se diluye en la más letal de las globalizaciones y el pensamiento único ilumina el interior de los cerebros con luces de móviles, likes y horas y horas de ausencia diaria, de absentismo de la inteligencia. En este instante crucial, nace la épica, la epopeya cántabra.
Con ella, la literatura viene en apoyo de una arqueología que hace hablar a las piedras más alto que las fuentes históricas, caso inaudito. Por eso, el héroe de «Cantábrica» no es el viejo trafulcado líder, el bandido al que se refirió el romano, Corocotta, el jefe viejo que sustituye al pueblo necesitado de pastores, sino otro que representa a su fuerza y autonomía, que es su pueblo mismo personificado, Coronoego, el jefe joven. Por eso el nuevo Olíndico que patea paso a paso los viejos castros que la ficción reconstruye, y que predica el levantamiento frente a la sumisión, Turo, sabe que ha llegado el fin de su pueblo y, pese a ello, anima a preparar la guerra, de la misma forma que los dioses advierten en sueños a Coronoego y le confían el futuro de Oscuridad y sombras. Ambos asumen su misión a sabiendas del trágico fin que los espera, y han sido avisados de que serán los impostores quienes tengan estatua, finalmente, en el Sardinero.
La arqueología hace hablar a las piedras. La epopeya busca conmover poéticamente a los hombres que el sistema predispone a la esclavitud. Ambas se compenetran, sobre todo cuando la labor de los arqueólogos free lance es, ya en sí, una grandiosa epopeya. ¡No importa!, les dice la literatura épica, ¡ánimo!, ¡mañana
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