Lo único que queda hoy día de las viejas fratrías guerreras son las peñas de amigotes que toman blancos juntos o se reúnen para ver partidos de futbol. Autores hay que creen ver en esta presencia masiva del machote tabernero y futbolero en la Hispania actual, la pervivencia de viejos usos y la preeminencia del sustrato prerromano. Otros, más serios, aseguran que las fratrías guerreras de los preceltas se perpetúan, sí, pero en las agrupaciones de zamarrones, ya en el ámbito folclórico.
Cuando alguna deidad caprichosa diseñaba los tiempos más remotos, los grupos de guerreros jóvenes que se lanzaban a la aventura de conquistar nuevas tierras y de independizarse de su clan fueron quienes extendieron por toda Europa una cultura nacida en las estepas del este.
El mecanismo de su extensión resultaba sencillo: los excedentes de población eran expulsados de sus castros, ritos sagrados por el medio. Por ejemplo se echaba a los senderos a todos los varones nacidos en un mismo año. Bajo la protección del dios de la guerra partían a la aventura sin mujeres ni alimentos, de todo lo cual debían proveerse sobre el terreno, pues sólo portaban las armas, los caballos y, todo lo más, unos bocadillos en los zurrones para la primera jornada, y eso porque sus madres llorosas insistirían.
Nunca volvían a su castro, se alimentaban de lo que depredaban, sometían a los pueblos con que se topaban sin miramiento alguno, se quedaban con sus mujeres y se instalaban lejos del hogar. Así actuaron los yamnaya esteparios. Por supuesto, su religión era guerrera, dominada por los dioses varones, seguían a jefes indiscutidos elegidos por su valor, compartían terrenos comunales, practicaban el gran sacrificio que consistía en darse muerte en caso de que el líder falleciera en combate, y sus almas eran transportadas al Sid, al paraíso, en el pico de los buitres, encargados de descarnar los cadáveres de los muertos. La historiografía dio en llamarlos preceltas y los habitantes de la Cornisa Cantábrica y de la Hispania mesetaria pertenecían a etnias de tal origen.
Luego, otros pueblos nacidos de la misma raíz, como los celtas, llegaron a la Península, los romanos los llamaron celtíberos, y encontraron a esas gentes con las que tenían mucho en común pues eran parientes lejanos. Dada la cultura superior de los celtíberos, los preceltas fueron definitivamente celtizados y surgieron los diversos pueblos del norte: galaicos, astures, cántabros, autrigones, caristios, várdulos, vacceos, etc, esos que junto a los celtíberos de los que no se diferenciaban, dieron tanto trabajo a Roma.
Esta teoría del origen estepario de la mayor parte de los pueblos de Europa, nacida a mediados del siglo pasado de la mano de Marija Gimbutas no tuvo mucho éxito en un primer momento, pero en la actualidad, a partir de autores como Daniel Anthony y Daniel Reich, aparte de los estudios sobre el ADN de los actuales europeos, ha alcanzado el estatuto académico de teoría dominante.
Sin embargo, por lo que se pasa muy por encima, como si quemara, es la existencia de las cofradías guerreras. Roma, sin ir más lejos, fue fundada por una pandilla de esos jóvenes desesperados, violentos, descendientes como los celtas de los esteparios, y ya se sabe lo que pasó con las sabinas, que las raptaron porque chicas no tenían. Hasta hay quien dice que en tiempos de la máxima extensión esteparia, hace así como cinco mil años, los señores yamnaya o equivalentes mataron a los varones de media Europa, especialmente en las Islas del Norte y en la Península Ibérica y se quedaron con las mujeres. Algo de ello pudo haber. Así de brutos eran los antepasados de todos los europeos.
Mucho se dice a favor y en contra de esta teoría del exterminio de los varones, asunto en el que no podemos entrar porque de él no saldríamos, pero lo cierto es que el aspecto violento de los fundadores de Europa, hombres que se identificaban con el lobo, con el oso, con la furia ciega e imparable, no es bien admitido por el mundo ortopensante actual. Se prefieren unos celtas y unos preceltas amantes de la naturaleza, pasmados ante la belleza de los robles, flauteros, tirando a hippies y, por supuesto matriarcales y protofeministas.
Sin embargo, me pregunto si no será preferible aceptar los hechos como fueron, no como queremos que hubieran sido. ¿Se nos tachará de contrarios a los movimientos feministas y verdes actuales por reconocer que los antepasados de los cántabros eran patriarcales en extremo, hasta el punto de que un padre tenía el poder de ordenar la muerte de toda la familia a un niño y este cumplir su voluntad sin pestañear?, ¿que estaban regidos por una religión de dioses lobos y que eran capaces de cargarse a todos los hombres enemigos para quedarse con sus mujeres?... ¿Que no, que eran matriarcales?..., ¿pese a tales antecedentes?... En fin, ¿quién soy yo para discutir?
Luego pasa lo que pasa, que llegan los novelistas, las gentes ingenuas que trabajan la ficción y que se basan —con la mejor intención del mundo— en los estudios científicos y, siguiendo a determinados sabios, pretenden mezclar en sus tramas el fuego con el agua, la violencia extrema con la ecología y las flores, la Wikka con el Haloween, y sus obras terminan siendo ilegibles por incoherentes.
Por eso, en «Cantábrica. La Gran Epopeya del Solar Cántabro» se llama a las cosas por su nombre: a la torta de bellota pan y al zhytos sidra —sobre esto último pronto hablaremos—, a los celtas, celtíberos y cántabros se los tiene por patriarcales, y a sus mujeres se las presenta como las más fieles guardianas de la mentalidad patriarcal de su época. No podemos hacer otra cosa, se enfade quien se enfade, salvo pedir disculpas a las almas sensibles.
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