La imagen que estaba en mi mente, y la que plasmo el editor en la novela: dura, enérgica, voluntariosa frente a suave, femenina y meliflua
En el año dos mil diecisiete una editorial de
ámbito nacional me publicó la novela «Cornelia
de Gades». fue una apuesta por la calidad literaria por parte del editor y
mía, pero terminó como el Rosario de la Aurora. Sirvan
estas reflexiones sobre tal obra como una pequeña clase de literatura práctica.
Creo que tras veintitantas obras regaladas, puedo permitirme cierta digresión
que, para un novato podría parecer presuntuosa.
Aunque,
¿qué es un novato en este oficio? ¿Acaso es experto el que hizo una novela y
repitió el esquema cien veces en otras tantas novelas-churro? ¿Agatha Christie
era una experta?, ¿el novelista histórico que repite hasta la saciedad un
esquema para lo que sólo cambia la época y los personajes, es un experto por
haber repetido su propio kitsch una y otra vez? Sin duda será experto, pero de
su paridita. No es el caso, porque he procurado innovar en cada novela; otro
asunto es que lo haya conseguido. Ninguna es igual a la anterior, aunque ¿quién
soy yo para decir tal cosa?
Con
Cornelia de Gades pretendía escribir una novela de la que fuera protagonista un
personaje con tres características: ser mujer, ser anciana y estar loca. Sería
romana, del estamento nobiliario y de temperamento fuerte, una "mulier
fortis".
El
personaje histórico existió. Era gaditana e hija de Lucio Cornelio Balbo
también conocido como Balbo Minor. Era sobrina de otro prohombre gaditano llamado
Lucio Cornelio Balbo Mayor, ambos banqueros, Mayor como proveedor de crédito a
Julio César, y Minor a Augusto.
Aparte
de querer plasmar la degeneración mental de un personaje, encima femenino, ya
que me hallaba a caballo entre César y Augusto, el corazón de la Historia de
Roma, quise pasar a estas dos figuras por la quilla de la crítica pues han
sido, según mi opinión, en exceso valorados en todos los tiempos.
Ambos
temas, exaltación de la decadencia de la protagonista y crítica a lo más
granado de la púrpura romana, estaban en oposición dialéctica a conceptos tan manidos
en la narrativa histórica, cómo los personajes romos y sin matices, y a la
alabanza hasta el delirio de Augusto y de César, los fundadores del Imperio.
Esos
eran los elementos lógicos de la novela.
Para llevarlos a cabo precisaba de un relato con
tono intimista, y en torno al tono se posaron los demás elementos narrativos y
retóricos. Una vez que disponía de una lógica y una forma, debía organizar la
diégesis, el relato propiamente dicho.
Por
último, con estos tres elementos: el lógico, el formal y el argumental
trenzaría un calabrote, una cuerda indisoluble de tres cabos. Mejor dicho, la
cuerda se trenza sola en el momento en que, tomadas las anteriores decisiones,
nos aplicamos a componer el relato. La narración es un tejido fabricado con el
hilo de tres usos: el lógico, el retórico y el argumental, que son servidos por
una mano invisible al tejedor y se entrelazan en una unidad indisoluble a
medida que se pergeña la obra. Son elementos distinguibles, pero inseparables.
El
problema radicaba en que escribía para una editorial mercantil qué hasta el
momento solo había publicado relatos de la historia más cercana a la aventura que
a otra cosa. En otras palabras, que eran más amigos de batallitas qué de
sutilezas, de peripecia más que de forma.
Por
otra parte era necesario insertar en la trama del relato la compleja vida de
los Balbo, el tío y el sobrino, Mayor y Minor. La historia de estos dos
personajes coincidía justo con el reinado de Julio César el primero y de
Augusto el segundo, casi nada, la arteria aorta de cualquier libro de historia
de Roma. Y, de nuevo se me planteaba el problema: ¿cómo embutir tanta
documentación disponible en una novela?
Busqué
la siguiente solución: la historia propiamente dicha abarcaría dos terceras partes
de la obra y partiría de un relato narrado por uno de los Balbo, Mayor, qué
abarcaría su vida y la vida de su sobrino, la historia de César y la de Augusto.
Esta
primera parte doble tendría la finalidad de satisfacer los deseos editoriales
qué consistían en que escribiera una obra de romanos romanos y a ser posible
con batallitas. Además, dejaría preparado el camino, el marco narrativo general,
para la tercera parte que era la que realmente me interesaba, la historia de Cornelia,
la mujer aristócrata, vieja, autoritaria y finalmente demente. Deseaba plasmar
la evolución de un pensamiento enfermo, su paulatino deterioro, insignificante
en ocasiones, locura que apenas se notaría en las primeras etapas de su
evolución, pero que generaría decisiones que condicionarían la vida de la
protagonista y la trama de la novela.
Como
gran aficionado al Quijote tenía una idea muy cervantina sobre lo que es una
obra de calidad, que según el egregio escritor consistía en que una novela,
para ser buena, debía tener un poco de todo y mi obra cumplía con ese
requisito. Además también me hice eco de la opinión del cura del Quijote frente
al canónigo en el final de la primera parte cuando dice que una obra bien
ordenada despertaría las mejores reacciones entre el público, por rústico y
torpe que fuese, y que si no se hacía era por desidia e inmovilismo de los
editores.
Pero,
claro, el Siglo de Oro y el presente son épocas muy alejadas la una de la otra.
Entonces, los que sabían leer leían cuanto podían y los que no, escuchaban con
delectación lo que se les leyera. Además, existía un arraigado hábito de
disfrutar de la poesía. Saber leer y escribir presuponía capacidad para
componer versos o para escribirlos al dictado del genio natural que desconocía
la escritura. Era frecuente que los poemas volantes circularan de mano en mano
y se leyeran en las cocinas y salas de los palacios, manuscritos y luego
perdidos, impresos en alguna ocasión. Existía notable afición por el arte
llamado literatura, y la llegada de la imprenta potenció esa tendencia natural de
la población. Era todo un mar el compuesto
por los analfabetos, es cierto, pero no había televisión ni internet con sus
imágenes que a todos entretienen, con sus inteligencias artificiales que a
todos igualan: al cultivado y al lerdo. La escritura hecha imprenta era la
"nueva tecnología" de la época.
Ya
lo he dicho en otra parte: hoy ya no se lee, y ojo no me refiero sólo a los
jóvenes, a los niños, a su deficiente formación, no. Me refiero a toda la
población. Pongamos la mano sobre el móvil y juremos que leemos tanto como
antes. Estoy seguro de que hasta los más consolidados lectores han disminuido
su ritmo, su capacidad de comprensión y de atención.
Pero
sí, escribí una novela de romanos sin cántabros cosa que parece milagrosa. Una obra que no prosperó
porque no estaba escrita al estilo del vulgo, al que hay que dar gusto.
Ser
zafio es una opción mercantil. Afinar la pluma y escribir para un público que
ya ha muerto, el de los años ochenta, que sería el único capaz de leer mi
Cornelia de Gades, es una estupidez, ¿o
quizá una muestra de rebeldía?
Apañado
vas, escritor, si trazas una escena erótica sin turgencias, bombeos, succiones,
metesacas y porno de pésima calidad como requiere la literatura basura, tan
habitual en la narrativa histórica. Y, no te digo nada si no comienzas el
relato con una batallita en la que unos malos malotones asaltan el castro del
protagonista y matan a todos todos, violan a todas todas y sólo se escapa el niño
que ve con ojos pasmados aquel horror, tras los que se agazaparán los deseos de
venganza... ¡Tachán!.... ¿Una novela histórica sin violencia, sin leña leñera
en la primera página? ¡Muy mal asunto!
En
fin, me subo al carro de Francisco de Quevedo y Vega, que era de por aquí, y
digo eso de: «Mas vulgo, pues sé quién eres, a la larga o a la corta, diga yo
lo que me importa y di tú lo que quisieres».
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