Hoy día catalogamos, en
general, como magia, lo que son dos
niveles diferentes de creencia: lo SAGRADO y lo TELÚRICO.
LO SAGRADO es lo propiamente religioso, en donde se incluyen
las grandes ceremonias de todas las religiones, aunque alguno se eche las manos
a la cabeza porque consideremos magia la base de su creencia; sepan, sin
embargo, que lo hacemos con los debidos
respetos, sin ánimo de ofender y desde el más estricto sentido materialista del
conocimiento, porque cada uno es muy libre de creer lo que le venga en gana.
Ese
mundo de los grandes credos para las personas religiosas existe, sin lugar a
dudas, pero en una esfera diferente a la cotidiana, en el Más Allá, e informa
todo el entramado de la creencia religiosa. Abarca las grandes relaciones con
Dios o con los dioses, las autovías de los dogmas, las grandes líneas de
circulación sagrada y de comunicación con la divinidad.
En el mundo celta y celtizado, lo sagrado estaba relacionado
con la guerra, con el paraíso, con el Sid, con el mundo del guerrero, con las
ceremonias de iniciación, con la mistificación de la muerte, de la bella muerte
en combate, con la pugna eterna entre el bien y el mal, es decir, entre la Luz
y la Oscuridad y con la reencarnación en cuerpos nuevos en el mundo de las
Islas, en la Gran Cabalgada de Lug y en la apoteosis de los héroes guerreros.
Era una religión que pivotaba en torno a la guerra y sus circunstancias, una
especie de evolución del chamanismo estepario de los yamnaya indoeuropeos hacia
una red ritual propia de religiones evolucionadas, como evolucionados eran los
druidas, chamanes al fin y al cabo de alta cualificación. Este mundo de lo sagrado
estaba controlado, dirigido y patrimonializado por los sacerdotes. ¿Cómo podía
ser de otra forma en un mundo heredero de los yamnaya esteparios, en una
civilización “inventora” del patriarcado?
Pero, junto a esa realidad del Más Allá existía una realidad
del Más Acá, tan innegable como lo material y cotidiano, sólo que intangible. Era
el mundo de lo TELÚRICO.
Dicho de otra manera: junto a lo que se podía tocar, los
árboles, las piedras, los animales, las personas, las armas, la comida, existían
otros elementos que estaban ahí, pero que no se veían y que no se podían tocar:
los dioses, las ninfas, las anjanas, los trasgos, las fuerzas de la naturaleza,
los mil ojos del bosque, las guajonas temibles, los mensajes de los dioses, las
enfermedades que no se sabía cómo penetraban en los cuerpos, las influencias de
la tierra sobre los seres vivos. Todo este universo invisible pero real era lo
que componía el MUNDO TELÚRICO, y en él no intervenían los sacerdotes. No era
asunto de druidas, sino de parteras, de mujeres.
Ellos administraban lo sagrado, muy real, sí, pero ubicado
en el Más Allá, relacionado con la muerte y la trascendencia. Ellas
administraban lo telúrico, muy real también, aunque ubicado en el Más Acá,
intangible pero que no admitía duda, un universo emparentado más con la vida.
El trabajo de los druidas computaba para la trascendencia, el de las parteras era
imprescindible para vivir lo cotidiano. Ellos, la muerte; ellas, la vida.
Si los druidas eran los señores del gran caldero en el que
se generaban las pócimas que llevaban al furor guerrero y a una buena muerte,
las parteras controlaban las fuerzas del Más Acá, se intentaban poner a bien
con ellas y las conjuraban en beneficio de la comunidad. Así, curaban
enfermedades invisibles, ayudaban a bien parir sin que las fairies o guajonas,
las malas hadas, se apropiasen de las criaturas, conjuraban a las fuerzas
invisibles para que acudieran en ayuda de los humanos y, en general,
buscaban que lo intangible se pusiera al
servicio de la vida humana.
Preferimos llamarlas parteras, más que druidas femeninas o
druidesas —horrible palabra—. Porque, en realidad, las mujeres eran las dueñas
de estos remedios imprescindibles para la buena marcha de la vida comunitaria,
igual que los druidas tenían la llave de la relación entre humanos y dioses.
¿Había
druidas mujeres? Sería bonito, muchos dicen que sí, que por supuesto, en fin,
cada uno puede soñar lo que desee, pero los druidas eran machos y las parteras
hembras. ¿No parece mucho más lógica esta distribución del trabajo en una
sociedad patriarcal a ultranza como la celta, heredera directa de los
indoeuropeos?
Ellos
trabajaban competencias tocantes a la Gran Religión; ellas respondían de la
Pequeña Religión; el gran caldero y el pequeño caldero. En fin, lo SAGRADO
frente a lo TELÚRICO.
¿Qué sucedió cuando se cristianizaron las comunidades celtas
o celtizadas? Pues que los señores druidas fueron reciclados, convertidos en
monjes o en sacerdotes cristianos y siguieron siendo los amos de la relación
con Dios, los patrocinadores de las grandes ceremonias, los administradores de
los sacramentos.
¿Y las mujeres? Siguieron como dueñas de la magia privada,
de los remedios domésticos, de la relación con las fuerzas reales de la vida
cotidiana, de lo telúrico. Al menos esto fue así en el cristianismo universal
canónico, vencedor y superviviente a las mil guerras contra los herejes, pues
algunos de estos, como los priscilianistas o, tiempo después los cátaros,
permitían una mayor mezcolanza de sexos y de funciones religiosas dentro de la
comunidad. Pero los “católicos”, es decir los auténticos, los universales,
vencieron y se acabó la discusión.
¿Fueron atacadas las parteras por la Iglesia emergente? No,
porque eran necesarias en la esfera privada, como lo fueron siempre desde el
neolítico, porque se seguía pariendo, porque
seguían las personas alimentandose y enfermando. La Iglesia, por su
parte, debía consolidarse y, durante un tiempo, ellas permanecieron libres y
tranquilas.
Pero la estructura eclesiástica aumentó, su poder se
multiplicó, conquistaron reinos enteros y se esquiló —como decimos en Cantabria
para la palabra trepar—, se esquiló a los estandartes en los que antiguamente
ondeaban los motivos solares, que fueron sustituidos por cruces de todos los
tamaños y formas.
Aumentó
el poder de los sacerdotes —recordemos, druidas reciclados—, y se percataron de
que las mujeres vivían en un mundo aparte, con su esfera de poder intocable, lo
que era una amenaza —o así lo sentían— para su omnisciencia, para su preeminencia;
en otras palabras, que ellas podían discutirles la autoridad con notable
solvencia.
Porque, además, las mujeres, las parteras, las expertas en
las relaciones con el mundo invisible pero real y cotidiano, tenían una
estructura organizativa que podía competir con la eclesiástica: las
fraternidades femeninas, las sororidades.
A la
hora de la verdad, las mujeres tendían a estar unidas, a comunicarse con
complicidades que no estaban al alcance de los hombres, cuya fraternidad no
pasaba de la mística conmilitona —hoy de peñas taberneras— y esto hacía que los poderes establecidos, ya
consolidados, vieran a las mujeres como enemigos a abatir. Pero más que a las
mujeres en general, a las de baja extracción, a las que provenían del campo,
del pagos, a las madres del paganismo, residuos de la vieja religión.
Y sucedió lo impensable: que la labor milenaria de las
mujeres expertas, de las parteras, fue perseguida en toda la Cristiandad con
inaudito furor... Y se inventó la brujería, y nacieron las BRUJAS, y contra
ellas se conjuntaron todos los poderes, y se desataron consignas, y se lavaron
los cerebros, de manera que las más débiles, las campesinas, fueron perseguidas
por la poderosa máquina represiva combinada de la Iglesia y del estado. Eran el
último bastión del paganismo, pero insisto, las pobres, que las ricas vivían en
la felicidad armoniosa de una religión
hecha a su imagen y altura, igualito que sus hombres.
¿A que nunca te habían contado el oscuro pasaje de la
persecución de las brujas con tanta claridad?
Pero,
no te entristezcas. Las tataranietas, las trastataranietas de aquellas brujas,
de aquellas parteras, siguen vivas, siguen ocupando las calles, alzando su voz
y mostrando una virulencia transformadora —revolucionaria— poco común en la
Historia de la Humanidad.
¿Que
no? Dime, ¿cuántas ultrarreligiosas de hoy usan velo en la Iglesia?, ¿cuántas
se permiten pantalones al ir a confesar?, ¿cuántas miran con desprecio desde
sus despachos de juristas, de médicos, de economistas, de funcionarias a las
manifestaciones feministas que cruzan bajo sus cristaleras?, ¿sin velos, con
pantalones, con despachos acristalados tantas antifeministas, tantas
ultraconservadoras?... Ellas sabrán lo que les diferencia de sus abuelas. Yo,
desde mi ignorancia me pregunto: ¿no surgiría todo con el movimiento de las
sufragistas?, ¿no serían estas las herederas directas de las parteras medievales
a que nos hemos referido?... Aunque, claro, puede ser una pregunta tonta,
total, sólo soy poeta y, encima, viejo.
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