domingo, 8 de junio de 2025

MUNDO TELÚRICO. DRUIDAS, BRUJAS Y REBELDES

 


Hoy día catalogamos, en general, como magia,  lo que son dos niveles diferentes de creencia: lo SAGRADO y lo TELÚRICO.

         LO SAGRADO es lo propiamente religioso, en donde se incluyen las grandes ceremonias de todas las religiones, aunque alguno se eche las manos a la cabeza porque consideremos magia la base de su creencia; sepan, sin embargo, que lo hacemos con  los debidos respetos, sin ánimo de ofender y desde el más estricto sentido materialista del conocimiento, porque cada uno es muy libre de creer lo que le venga en gana.

Ese mundo de los grandes credos para las personas religiosas existe, sin lugar a dudas, pero en una esfera diferente a la cotidiana, en el Más Allá, e informa todo el entramado de la creencia religiosa. Abarca las grandes relaciones con Dios o con los dioses, las autovías de los dogmas, las grandes líneas de circulación sagrada y de comunicación con la divinidad.

         En el mundo celta y celtizado, lo sagrado estaba relacionado con la guerra, con el paraíso, con el Sid, con el mundo del guerrero, con las ceremonias de iniciación, con la mistificación de la muerte, de la bella muerte en combate, con la pugna eterna entre el bien y el mal, es decir, entre la Luz y la Oscuridad y con la reencarnación en cuerpos nuevos en el mundo de las Islas, en la Gran Cabalgada de Lug y en la apoteosis de los héroes guerreros. Era una religión que pivotaba en torno a la guerra y sus circunstancias, una especie de evolución del chamanismo estepario de los yamnaya indoeuropeos hacia una red ritual propia de religiones evolucionadas, como evolucionados eran los druidas, chamanes al fin y al cabo de alta cualificación. Este mundo de lo sagrado estaba controlado, dirigido y patrimonializado por los sacerdotes. ¿Cómo podía ser de otra forma en un mundo heredero de los yamnaya esteparios, en una civilización “inventora” del patriarcado?

         Pero, junto a esa realidad del Más Allá existía una realidad del Más Acá, tan innegable como lo material y cotidiano, sólo que intangible. Era el mundo de lo TELÚRICO.

         Dicho de otra manera: junto a lo que se podía tocar, los árboles, las piedras, los animales, las personas, las armas, la comida, existían otros elementos que estaban ahí, pero que no se veían y que no se podían tocar: los dioses, las ninfas, las anjanas, los trasgos, las fuerzas de la naturaleza, los mil ojos del bosque, las guajonas temibles, los mensajes de los dioses, las enfermedades que no se sabía cómo penetraban en los cuerpos, las influencias de la tierra sobre los seres vivos. Todo este universo invisible pero real era lo que componía el MUNDO TELÚRICO, y en él no intervenían los sacerdotes. No era asunto de druidas, sino de parteras, de mujeres.

         Ellos administraban lo sagrado, muy real, sí, pero ubicado en el Más Allá, relacionado con la muerte y la trascendencia. Ellas administraban lo telúrico, muy real también, aunque ubicado en el Más Acá, intangible pero que no admitía duda, un universo emparentado más con la vida. El trabajo de los druidas computaba para la trascendencia, el de las parteras era imprescindible para vivir lo cotidiano. Ellos, la muerte; ellas, la vida.

         Si los druidas eran los señores del gran caldero en el que se generaban las pócimas que llevaban al furor guerrero y a una buena muerte, las parteras controlaban las fuerzas del Más Acá, se intentaban poner a bien con ellas y las conjuraban en beneficio de la comunidad. Así, curaban enfermedades invisibles, ayudaban a bien parir sin que las fairies o guajonas, las malas hadas, se apropiasen de las criaturas, conjuraban a las fuerzas invisibles para que acudieran en ayuda de los humanos y, en general, buscaban  que lo intangible se pusiera al servicio de la vida humana.

         Preferimos llamarlas parteras, más que druidas femeninas o druidesas —horrible palabra—. Porque, en realidad, las mujeres eran las dueñas de estos remedios imprescindibles para la buena marcha de la vida comunitaria, igual que los druidas tenían la llave de la relación entre humanos y dioses.

¿Había druidas mujeres? Sería bonito, muchos dicen que sí, que por supuesto, en fin, cada uno puede soñar lo que desee, pero los druidas eran machos y las parteras hembras. ¿No parece mucho más lógica esta distribución del trabajo en una sociedad patriarcal a ultranza como la celta, heredera directa de los indoeuropeos?

Ellos trabajaban competencias tocantes a la Gran Religión; ellas respondían de la Pequeña Religión; el gran caldero y el pequeño caldero. En fin, lo SAGRADO frente a lo TELÚRICO.

         ¿Qué sucedió cuando se cristianizaron las comunidades celtas o celtizadas? Pues que los señores druidas fueron reciclados, convertidos en monjes o en sacerdotes cristianos y siguieron siendo los amos de la relación con Dios, los patrocinadores de las grandes ceremonias, los administradores de los sacramentos.

         ¿Y las mujeres? Siguieron como dueñas de la magia privada, de los remedios domésticos, de la relación con las fuerzas reales de la vida cotidiana, de lo telúrico. Al menos esto fue así en el cristianismo universal canónico, vencedor y superviviente a las mil guerras contra los herejes, pues algunos de estos, como los priscilianistas o, tiempo después los cátaros, permitían una mayor mezcolanza de sexos y de funciones religiosas dentro de la comunidad. Pero los “católicos”, es decir los auténticos, los universales, vencieron y se acabó la discusión.

         ¿Fueron atacadas las parteras por la Iglesia emergente? No, porque eran necesarias en la esfera privada, como lo fueron siempre desde el neolítico, porque se seguía pariendo, porque  seguían las personas alimentandose y enfermando. La Iglesia, por su parte, debía consolidarse y, durante un tiempo, ellas permanecieron libres y tranquilas.

         Pero la estructura eclesiástica aumentó, su poder se multiplicó, conquistaron reinos enteros y se esquiló —como decimos en Cantabria para la palabra trepar—, se esquiló a los estandartes en los que antiguamente ondeaban los motivos solares, que fueron sustituidos por cruces de todos los tamaños y formas.

Aumentó el poder de los sacerdotes —recordemos, druidas reciclados—, y se percataron de que las mujeres vivían en un mundo aparte, con su esfera de poder intocable, lo que era una amenaza —o así lo sentían— para su omnisciencia, para su preeminencia; en otras palabras, que ellas podían discutirles la autoridad con notable solvencia.

         Porque, además, las mujeres, las parteras, las expertas en las relaciones con el mundo invisible pero real y cotidiano, tenían una estructura organizativa que podía competir con la eclesiástica: las fraternidades femeninas, las sororidades.

A la hora de la verdad, las mujeres tendían a estar unidas, a comunicarse con complicidades que no estaban al alcance de los hombres, cuya fraternidad no pasaba de la mística conmilitona —hoy de peñas taberneras—  y esto hacía que los poderes establecidos, ya consolidados, vieran a las mujeres como enemigos a abatir. Pero más que a las mujeres en general, a las de baja extracción, a las que provenían del campo, del pagos, a las madres del paganismo, residuos de la vieja religión.

         Y sucedió lo impensable: que la labor milenaria de las mujeres expertas, de las parteras, fue perseguida en toda la Cristiandad con inaudito furor... Y se inventó la brujería, y nacieron las BRUJAS, y contra ellas se conjuntaron todos los poderes, y se desataron consignas, y se lavaron los cerebros, de manera que las más débiles, las campesinas, fueron perseguidas por la poderosa máquina represiva combinada de la Iglesia y del estado. Eran el último bastión del paganismo, pero insisto, las pobres, que las ricas vivían en la felicidad armoniosa de  una religión hecha a su imagen y altura, igualito que sus hombres.

         ¿A que nunca te habían contado el oscuro pasaje de la persecución de las brujas con tanta claridad?

Pero, no te entristezcas. Las tataranietas, las trastataranietas de aquellas brujas, de aquellas parteras, siguen vivas, siguen ocupando las calles, alzando su voz y mostrando una virulencia transformadora —revolucionaria— poco común en la Historia de la Humanidad.

¿Que no? Dime, ¿cuántas ultrarreligiosas de hoy usan velo en la Iglesia?, ¿cuántas se permiten pantalones al ir a confesar?, ¿cuántas miran con desprecio desde sus despachos de juristas, de médicos, de economistas, de funcionarias a las manifestaciones feministas que cruzan bajo sus cristaleras?, ¿sin velos, con pantalones, con despachos acristalados tantas antifeministas, tantas ultraconservadoras?... Ellas sabrán lo que les diferencia de sus abuelas. Yo, desde mi ignorancia me pregunto: ¿no surgiría todo con el movimiento de las sufragistas?, ¿no serían estas las herederas directas de las parteras medievales a que nos hemos referido?... Aunque, claro, puede ser una pregunta tonta, total, sólo soy poeta y, encima, viejo.


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