Para responder a la pregunta
de si los cántabros y los astures eran unos salvajes, conviene tener presente
que en nuestro bagaje cultural cuenta mucho el hecho de que seamos los
herederos directos de los romanos. Y estos tenían una idea muy clara de cómo
eran los pueblos a los que querían conquistar y que se oponían a la
insuperable, a la superior cultura romana: unos bárbaros que no entendían que
se les estaba ofreciendo una bicoca a cambio de dejar las pieles: vestirse con
túnicas y togas; por eso era preciso someterlos, por necios.
Sin embargo, sabido es que los celtas, o las gentes de la
costa cantábrica, celtizados, tenían un nivel cultural nada despreciable:
conocían el lujo en sus vestimentas, su armamento no era inferior al romano,
eran ganaderos solventes y muy evolucionados y conocían en profundidad la
agricultura, tenían toda una cultura religiosa muy compleja, y practicaban el
comercio a escala nada despreciable, incluso algunos de ellos eran auténticos
sibaritas, como los del castro palentino de La Loma, que hasta tortuga llegada
de la costa comían, según descubrió el profesor Peralta. Eran tan civilizados
que incluso amaban, quizá en exceso, el vino que no tenían, según Estrabón, y utilizaban
el alfabeto ibérico para expresarse por escrito en los pactos de hospitalidad.
Es decir, que de bárbaros nada de nada.
Pero, sí que debieron sorprender a los romanos por su elaborada
técnica de combate, por su extraordinaria profesionalidad en eso de en meter
miedo.
Vamos por partes. Como sabemos, los astures, los cántabros,
los celtíberos, los germanos, los celtas, los latinos y los griegos, entre
otros, eran descendientes de los yamnaya esteparios, gentes de muy malas pulgas
que llegaron al neolítico europeo marcando músculo, con caballos domesticados y
preparados para la guerra, con el carro, la rueda y buenas armas de hierro.
Fueron los que trajeron el divertido invento de la guerra y las estructuras
patriarcales.
Entre ellos se practicaba la cultura del honor, con la
violencia y el prestigio guerrero como armas de combate. Se imponían al enemigo
por su aspecto fiero: se cubrían con pieles de animales, aullaban como lobos,
atacaban borrachos, gritaban y paralizaban, solían usar las noches para sus incursiones,
pintados los rostros de blanco para parecer fantasmas y hasta golpeaban los
escudos con las armas y los dientes para hacer ruido y, en general, para
aterrar.
Esto lo hacían los celtas y los germanos por una parte, y
también los latinos y los diversos pueblos griegos: los aqueos, los dorios.
Pero, en el ámbito del Mediterráneo dominado por griegos y
latinos, estas técnicas evolucionaron y terminaron por ser desechadas,
mitificadas y relegadas al olvido en beneficio de otras más eficaces.
Así, las ciudades generaron un tipo de combatientes
diferentes: los ciudadanos-soldados. Y dejaron de lado las formaciones
anárquicas, basadas en el pánico infundido al enemigo, por unidades de combate
estructuradas: la falange, la legión.
Los héroes y guerreros feroces pasaron a ser personajes
literarios (Hércules, los mirmidones, Aquiles, los centauros, incluso Héctor...)
Terminaron siendo cosas del pasado y hasta hay quien piensa que los sátiros son
una reminiscencia de esos guerreros y que el mismo dios Dioniso-Baco, fue el
prototipo de combatiente borracho, y que conquistó la India con un ejército de
dementes suicidas.
Sin embargo, en las culturas centroeuropeas y occidentales,
el modelo yamnaya siguió vigente hasta mucho después de la creación del imperio
romano, incluso esas concepciones militares llegaron a la Edad Media. Es
significativo el caso del guerrero vikingo loco, alucinado y borracho al que
llamaban Berserker.
Por eso, si por una parte es cierto que las culturas celtas
no estaban menos evolucionadas que las mediterráneas —aparte del arte y la
literatura, pues era incomparablemente superior la grecorromana—, sí es cierto
que los romanos debieron quedar muy sorprendidos cuando vieron frente a sus
murallas a las hordas del pueblo sennón, dirigidos por Breno, celtas que la
arrasaron en el 387 antes de Cristo. Se habían olvidado de que sus antepasados tenían
el mismo “modus operandi”.
Aquella experiencia debió de ser todo un trauma difícil de
superar para el pueblo romano, pero de ella sacaron la fuerza para organizar un
método de combate que fuera capaz de vencer el pánico al enemigo: la disciplina
y la maniobrabilidad de las legiones.
Por eso, no es descabellado pensar que sí, que en efecto,
los romanos consideraban bárbaros y salvajes a los cántabros y a los astures, y
que estos utilizarían técnicas capaces de aterrar al más pintado, tales como
atacar borrachos, enfurecidos, lanzando aullidos, auxiliándose por sonoros
cárnix, a pecho descubierto, por sorpresa, con los rostros cubiertos por
máscaras lobunas o de osos. Especialmente ese debía de ser el aspecto de las
unidades de choque compuestas por soldurios, guerreros de élite que acompañaban
al coro, al jefe. Y no es que los romanos fueran pardillos en este tipo de enfrentamiento,
pues poco antes César había conquistado la Galia, pero sí que la pureza de aquellas
técnicas de combate exhibidas por astures y cántabros debían de ser de las más puras,
como nacidas de la noche de los tiempos, como sacadas de la estepa, de su vieja
sangre yamnaya, lo que dejó traspuestos a los militares romanos.
Es decir, ¿eran salvajes y bárbaros? No en el sentido general, pues poco tenían que envidiar a los
romanos en lo tocante a su cultura material, pero sí que se hacían los salvajes
cuando atacaban como se ha dicho. Esto me recuerda a los indios salvajes del
Oeste, a sus cargas de caballería a las caravanas según el cine, tan similares
a las del círculo cantábrico —luego imitada por los romanos—, a sus gritos y a
su clara voluntad de aterrar al enemigo.
Al final, se impuso la técnica de combate vencedora de los
descendientes mediterráneos de los yamnaya feroces. Ya no eran los guerreros
germanos o celtas individuales que atacaban con furia incontenible e
inmisericorde con el vencido, los que metían el pánico en las venas del
enemigo, sino la legión romana cuando maniobraba.
Pasados los siglos, se ha llegado al presente, en el que se
está reviviendo la técnica de provocar pánico y pavor en el enemigo, aunque
ahora tiene otros nombres.
Hoy se habla de intervenciones rápidas, eficaces, violentas,
trepidantes, capaces de infundir tal pavor que desarmen al contrario, sólo que
se les da nombres mucho más técnicos que el de “furor cantábrico”. Se dice por
ejemplo: “Archieving Rapid Dominance” (ARD), se habla de “Shock and Awe”
(Conmoción y asombro) S.A, técnicas casi matemáticas de alcanzar la victoria
con grandes matanzas, eliminación de poblaciones, tiempos record, guerras
ultra-relámpagos y monerías por el estilo. Es el regreso al gran guerrero
BERSERKER, el que carecía de piedad. Ejemplos cotidianos tenemos en cada telediario,
pues eso de eliminar poblaciones está cobrando carta de naturaleza universal, mensaje
de mensajes.
Y, la primera conmoción y asombro se produjo, en tiempos
modernos, ya se sabe dónde: en Hiroshima y Nagasaki.
Y es que, amigos, no hemos superado aún el trauma neolítico:
la invención de la guerra y el patriarcado por los señores yamnaya, los
respetables antepasados de nuestros antepasados, de los que casi todos llevamos
sangre computable en consolidadas pruebas genéticas.
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