martes, 3 de junio de 2025

EL MITO DEL CÁNTABRO SALVAJE Y SU MODO DE COMBATIR

 

 

Para responder a la pregunta de si los cántabros y los astures eran unos salvajes, conviene tener presente que en nuestro bagaje cultural cuenta mucho el hecho de que seamos los herederos directos de los romanos. Y estos tenían una idea muy clara de cómo eran los pueblos a los que querían conquistar y que se oponían a la insuperable, a la superior cultura romana: unos bárbaros que no entendían que se les estaba ofreciendo una bicoca a cambio de dejar las pieles: vestirse con túnicas y togas; por eso era preciso someterlos, por necios.

         Sin embargo, sabido es que los celtas, o las gentes de la costa cantábrica, celtizados, tenían un nivel cultural nada despreciable: conocían el lujo en sus vestimentas, su armamento no era inferior al romano, eran ganaderos solventes y muy evolucionados y conocían en profundidad la agricultura, tenían toda una cultura religiosa muy compleja, y practicaban el comercio a escala nada despreciable, incluso algunos de ellos eran auténticos sibaritas, como los del castro palentino de La Loma, que hasta tortuga llegada de la costa comían, según descubrió el profesor Peralta. Eran tan civilizados que incluso amaban, quizá en exceso, el vino que no tenían, según Estrabón, y utilizaban el alfabeto ibérico para expresarse por escrito en los pactos de hospitalidad. Es decir, que de bárbaros nada de nada.

         Pero, sí que debieron sorprender a los romanos por su elaborada técnica de combate, por su extraordinaria profesionalidad en eso de en meter miedo.

         Vamos por partes. Como sabemos, los astures, los cántabros, los celtíberos, los germanos, los celtas, los latinos y los griegos, entre otros, eran descendientes de los yamnaya esteparios, gentes de muy malas pulgas que llegaron al neolítico europeo marcando músculo, con caballos domesticados y preparados para la guerra, con el carro, la rueda y buenas armas de hierro. Fueron los que trajeron el divertido invento de la guerra y las estructuras patriarcales.

         Entre ellos se practicaba la cultura del honor, con la violencia y el prestigio guerrero como armas de combate. Se imponían al enemigo por su aspecto fiero: se cubrían con pieles de animales, aullaban como lobos, atacaban borrachos, gritaban y paralizaban, solían usar las noches para sus incursiones, pintados los rostros de blanco para parecer fantasmas y hasta golpeaban los escudos con las armas y los dientes para hacer ruido y, en general, para aterrar.

         Esto lo hacían los celtas y los germanos por una parte, y también los latinos y los diversos pueblos griegos: los aqueos, los dorios.

         Pero, en el ámbito del Mediterráneo dominado por griegos y latinos, estas técnicas evolucionaron y terminaron por ser desechadas, mitificadas y relegadas al olvido en beneficio de otras más eficaces.

         Así, las ciudades generaron un tipo de combatientes diferentes: los ciudadanos-soldados. Y dejaron de lado las formaciones anárquicas, basadas en el pánico infundido al enemigo, por unidades de combate estructuradas: la falange, la legión.

         Los héroes y guerreros feroces pasaron a ser personajes literarios (Hércules, los mirmidones, Aquiles, los centauros, incluso Héctor...) Terminaron siendo cosas del pasado y hasta hay quien piensa que los sátiros son una reminiscencia de esos guerreros y que el mismo dios Dioniso-Baco, fue el prototipo de combatiente borracho, y que conquistó la India con un ejército de dementes suicidas.

         Sin embargo, en las culturas centroeuropeas y occidentales, el modelo yamnaya siguió vigente hasta mucho después de la creación del imperio romano, incluso esas concepciones militares llegaron a la Edad Media. Es significativo el caso del guerrero vikingo loco, alucinado y borracho al que llamaban Berserker.

         Por eso, si por una parte es cierto que las culturas celtas no estaban menos evolucionadas que las mediterráneas —aparte del arte y la literatura, pues era incomparablemente superior la grecorromana—, sí es cierto que los romanos debieron quedar muy sorprendidos cuando vieron frente a sus murallas a las hordas del pueblo sennón, dirigidos por Breno, celtas que la arrasaron en el 387 antes de Cristo. Se habían olvidado de que sus antepasados tenían el mismo “modus operandi”.

         Aquella experiencia debió de ser todo un trauma difícil de superar para el pueblo romano, pero de ella sacaron la fuerza para organizar un método de combate que fuera capaz de vencer el pánico al enemigo: la disciplina y la maniobrabilidad de las legiones.

         Por eso, no es descabellado pensar que sí, que en efecto, los romanos consideraban bárbaros y salvajes a los cántabros y a los astures, y que estos utilizarían técnicas capaces de aterrar al más pintado, tales como atacar borrachos, enfurecidos, lanzando aullidos, auxiliándose por sonoros cárnix, a pecho descubierto, por sorpresa, con los rostros cubiertos por máscaras lobunas o de osos. Especialmente ese debía de ser el aspecto de las unidades de choque compuestas por soldurios, guerreros de élite que acompañaban al coro, al jefe. Y no es que los romanos fueran pardillos en este tipo de enfrentamiento, pues poco antes César había conquistado la Galia, pero sí que la pureza de aquellas técnicas de combate exhibidas por astures y cántabros debían de ser de las más puras, como nacidas de la noche de los tiempos, como sacadas de la estepa, de su vieja sangre yamnaya, lo que dejó traspuestos a los militares romanos.

         Es decir, ¿eran salvajes y bárbaros? No en el sentido  general, pues poco tenían que envidiar a los romanos en lo tocante a su cultura material, pero sí que se hacían los salvajes cuando atacaban como se ha dicho. Esto me recuerda a los indios salvajes del Oeste, a sus cargas de caballería a las caravanas según el cine, tan similares a las del círculo cantábrico —luego imitada por los romanos—, a sus gritos y a su clara voluntad de aterrar al enemigo.

         Al final, se impuso la técnica de combate vencedora de los descendientes mediterráneos de los yamnaya feroces. Ya no eran los guerreros germanos o celtas individuales que atacaban con furia incontenible e inmisericorde con el vencido, los que metían el pánico en las venas del enemigo, sino la legión romana cuando maniobraba.

         Pasados los siglos, se ha llegado al presente, en el que se está reviviendo la técnica de provocar pánico y pavor en el enemigo, aunque ahora tiene otros nombres.

         Hoy se habla de intervenciones rápidas, eficaces, violentas, trepidantes, capaces de infundir tal pavor que desarmen al contrario, sólo que se les da nombres mucho más técnicos que el de “furor cantábrico”. Se dice por ejemplo: “Archieving Rapid Dominance” (ARD), se habla de “Shock and Awe” (Conmoción y asombro) S.A, técnicas casi matemáticas de alcanzar la victoria con grandes matanzas, eliminación de poblaciones, tiempos record, guerras ultra-relámpagos y monerías por el estilo. Es el regreso al gran guerrero BERSERKER, el que carecía de piedad. Ejemplos cotidianos tenemos en cada telediario, pues eso de eliminar poblaciones está cobrando carta de naturaleza universal, mensaje de mensajes.

         Y, la primera conmoción y asombro se produjo, en tiempos modernos, ya se sabe dónde: en Hiroshima y Nagasaki.

         Y es que, amigos, no hemos superado aún el trauma neolítico: la invención de la guerra y el patriarcado por los señores yamnaya, los respetables antepasados de nuestros antepasados, de los que casi todos llevamos sangre computable en consolidadas pruebas genéticas.

         ¡Que Madre Cantabria nos proteja!

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